Confesión verdadera 2
La iglesia, mediatriz entre el cielo y la falibilidad humana, nos recuerda que la edad de siete inaugura la razón por la cual gastamos nuestra prolongada senioridad transgrediendo. De aquel tiempo deseo poder recontar una mejor historia que encontrar un chelín y un pescado. Pero el recuerdo flirtea con siete velos escondiendo lo accidental y todo lo que acarrea el diablo sólo Sigmund Freud sospecha. Yo pienso que mi chelín y mi pescado simbolizaban un deseo oculto para sublimar aquellos dos afectos: el dinero es bonito e igual el sexo.
El ángel de la razón, descendiendo en mi cabeza de siete años inscribió esta sentencia junto a mi cama: El placer del dinero es interminable pero el sexo satisfecho es sexo muerto. Yo probé a ver si el sexo moría pero, a pesar de todo mi esfuerzo, nunca lo encontré satisfecho.
Abaco de razón, tú has sido el instrumento de mi abuso, jamás he visto a la estrella del norte, un truco para el cual no tengo ningún uso: la razón, artefacto de maestros de escuela, alcahuete del espíritu, el estúpido ladino, orgulloso ingeniero de desastres, veo fálico: tú, cefálico.
Felices aquellos días tempranos cuando asistía a la escuela inicial, donde las vidas de setecientos infantes revoloteaban como tábanos en la planta madre (nosotros descubrimos aquellos anticonceptivos que soplados como globos podían volar): recordamos la regla dorada: miente, miente, miente, miente.
Por el amor de Dios, Barker. Estas son suficientes obscenidades regurgitadas, caprichos y cosas así. ¿Dónde está el misterio inefable, el afianzamiento de afinidades del joven poeta? ¿La historia de amor de mente evolucionada para las miserias y las humanidades?
La musa malhumorada y amante del hijo me agarró cuando tenía nueve. Ella vio que era una cuestión de autoabuso de versos. Yo lancé resmas antes de preocuparme de reconocer su propósito. Mientras otros pilluelos hacen estallar sapos con pipas de paja clavadas en el culo, así era yo, pero también escribía odas.
Había un sacerdote, un sacerdote, un sacerdote, un reverendo de la oratoria que me enseñaba historia. Al menos él me enseñaba la mejor parte de su historia. Gordo padre William, ¿has dejado de conducir a chicos por el estrecho corredor, a través de las puertas del baño turco? Espero que estés caliente en el purgatorio.
Y en el patio de la vecindad –el Samuel Lewis Trust- yo jugué mientras mi padre, para la renta (diez dólares la semana, y rara vez pagos), caminaba penosamente Londres por un empleo. Yo fui arrastrando los escasos años, mi aprendizaje, como la renta, en arreos, pero a veces pasando de grado.
¡Oh, niños aburridos! A pesar de Freud encuentro mis recuerdos de niñez más aburridos ahora que cuando lo disfrutaba. Los afectos silbantes, todo encajando mal, secciones de juguete de ferrocarril corriendo en círculos. Cruel como gatos, hasta las bestias inferiores evitan a aquellos mocosos inhumanos.
Desde la edad de la razón de los siete, y la mayoría de los amigos mayores de ocho, ¿por eso ellos son razonables? Hasta el sensible Stearns o el simple Stephen no reclamarían eso. Yo contemplo un mundo que, en instantes cruciales, se rinde a infantes adulterantes, la responsabilidad del adulto de pensar correcto.
En el fondo de este pozo turbio mi infancia, como una raíz trepando, cuidó en suciedad la simple celda que paga este amargo tributo. Rastrea a cualquier poeta a un comienzo y en una sala oscura encontrarás un pequeño intentando un pecado con un amante etimológico.
Yo poblé mi juventud con la pulcritud de hetero sustantivo-anatomizado, la literatura que apreciaba no tenía nada que ver con el espíritu desnudo del arte creativo que me susurraba: ‘No seas escrupuloso. Simplemente escribe sobre una puta y allí está ella. El resto es fácil’. Y así, iniciado en congénita debilidad de poder moral me hice un poeta. Venial como un delito humano quieto, me dio, prisionero en mi falta de carácter, cerdo para el honor de la musa circense. ¿Su honor? Porque está descansando en ella.
Dotado, invertido e investido con cada fragilidad es el poeta, inclinándose a la perversión porque, ¿de qué otro endiablado modo puede él saberlo? Al poeta tentado se le debe permitir toda latitud ética. Sus pequeños defectos le traen el hogar, en dulces racimos, la autoindulgencia moral enseña.
¿Dónde estaba yo? ¿Corriendo, así para hablar, a la semilla adolescente? Yo encontré mi poder de voluntad bastante débil y mi apetito bastante codicioso cerca del año de la huelga general, así que me golpeé, como era, a mí mismo: rehusé hacer cualquier cosa, como libros de ejercicio en un estante.
¿Prevalecen la juventud y la inocencia sobre el clima de cuco de nubes donde las estaciones nunca fallan y los relojes se olvidan el tiempo? ¿Dónde los picos de lo sublime coronan cada pensamiento, dónde cada valle tiene su fantasía y fantasma, y cada medianoche su orgasmo?
Llegué a mi año decimocuarto a través de un mundo pronunciando ásperos juicios que no podía siquiera escuchar sobre mi verso, mi joven bigote y mis malos hábitos. En Battersea Park casi escuché un chisme de extraños sobre mis poemas, casi remarca la mata de conocimiento en mi labio.
Becerro de oro, becerro de oro, ¿dónde estás tú ahora que mugías tan tristemente en el denso arcano de mi adolescencia? Ninguna posterior angustia de toro o vaca podría jamas ser comparada con la mitad de la miseria del amoroso becerro, trastornado en la luz lunar. ¿Cómo podría saber que no podías equiparar al amor con cualquier sentido?
Mordaz como un cuchillo tragado, abstraído como un maniquí, remoto como música, quisquilloso como piel, vida apoteósica en un apocalipsis, joven amor, tomando dolor de esposa, y probando la amargura de sus labios olvida que viene de límpida ginebra.
El velo desciende. La figura desconocida está cubierta en las indecencias de vergüenza y forúnculos. La nariz se pone más grande, las partes privadas, peludas como un gatillo, gallo en un sueño. El infante llora abandonado en su larva descartada, afuera de cuyos pasos, con ojos ensangrentados, el hombre, el hombre, gritando Ave, ¡Ave!
traducción: HM