Agamben y el nuevo panóptico del coronavirus
‘No habrá recuperación. Habrá disturbios y violencia. Habrá nefastas consecuencias socioeconómicas: dramático desempleo. Los ciudadanos sufrirán y se angustiarán: algunos morirán, otros se sentirán espantosamente’ –esto no es habla escatológica sino de Jacob Wallenberg, vástago de una de las dinastías más poderosas del capitalismo global –el Financial Times-, avizorando una contracción del PBI mundial del 30% y un elevadísimo desempleo como resultado de las cuarentenas por el coronavirus. Mientras los filósofos se preocupan porque los gobernantes están explotando la pandemia para imponer una disciplina biopolítica, la clase dirigente parece tener una preocupación opuesta: ‘Tengo pavor de las consecuencias para la sociedad… Tenemos que sopesar los riesgos de que la medicina afecte drásticamente al paciente’. Aquí el magnate sueco repite el pronóstico de Trump, de que la terapia matará al paciente. Mientras los filósofos ven las medidas anti-contagio –toques de queda, cierre de fronteras, restricciones de reuniones públicas- como un siniestro mecanismo de control, los gobernantes temen perder el control de las cuarentenas.
Al estimar el impacto de covid-19, los filósofos han citado páginas extraordinarias sobre la plaga en Disciplina y castigo, donde Foucault describe las nuevas formas de vigilancia y regulación ocasionadas por el brote a fines del siglo XVII. El pensador que ha asumido la posición más clara sobre la pandemia es Giorgio Agamben, en una serie de combativos artículos, comenzando con ‘La invención de una pandemia’, publicado en Il manifesto a fines de febrero. Allí, Agamben describe las medidas de emergencia implementadas en Italia para detener la expansión del virus como ‘frenéticas, irracionales y completamente infundadas’. ‘El temor de la epidemia da lugar al pánico’ escribe, ‘y en nombre de la seguridad aceptamos medidas que restringen severamente la libertad, justificando el estado de excepción’. Para Agamben, la respuesta al coronavirus demuestra una ‘tendencia a usar el estado de excepción como un paradigma normal de gobierno’. ‘Es como si, agotado el terrorismo como causa para medidas excepcionales, la invención de una epidemia ofreció el pretexto ideal para sostenerlas más allá de cualquier límite’. Agamben reafirmó estas ideas en otros dos textos que aparecieron en el sitio web de su editora Quodlibet a mediados del mes pasado.
Ahora bien, Agamben tiene razón y no la tiene, o más bien, está drásticamente equivocado pero algo de cierto hay en lo que dice. Está equivocado porque los hechos básicos lo contradicen. Hasta los grandes pensadores pueden morir por contagio –Hegel pereció de cólera en 1831 (si se lo quiere considerar como un gran filósofo); y los filósofos tienen el deber de revisar sus puntos de vista cuando las circunstancias lo ameritan: si el negacionismo del coronavirus era vagamente posible en febrero, ya no es razonable a mediados de abril. De todos modos, Agamben tiene razón cuando dice que los gobernantes usarán cada oportunidad para consolidar su poder, especialmente en tiempos de crisis. Que el coronavirus está siendo explotado para fortalecer la infraestructura de vigilancia de las masas no es secreto. El gobierno surcoreano ha analizado la expansión de la infección rastreando la ubicación de sus ciudadanos por sus celulares –una política que causó escándalo cuando expuso una cantidad de asuntos extramaritales-. En Israel, el Mossad implementó su propia versión de la aplicación, mientras el gobierno chino ha redoblado la videovigilancia y los dispositivos de reconocimiento facial (no es que las agencias de inteligencia del mundo estaban esperando la excusa de una pandemia para comenzar a acosarnos digitalmente). Varios gobiernos europeos ya han decidido imitar los programas de monitoreo chino y surcoreano, como es el caso del Reino Unido, que puso en marcha la iniciativa en marzo. Agamben no es el primero que argumenta que una de las metas de la dominación social es atomizar a los dominados. Guy Debord escribió en La sociedad del espectáculo que el desarrollo de las utopías de comodidad capitalista nos aislarían en una ‘perfecta separación’.
Para el final de esta crisis, entonces, los poderes de vigilancia de los gobiernos habrán aumentado por diez. Sin embargo, el contagio sigue siendo real, mortal y destructivo más allá de este hecho. Que los servicios de seguridad se vayan a beneficiar de la pandemia no justifica un salto a teorías conspirativas y paranoicas: la administración Bush no necesitó destruir las torres gemelas para promulgar la Ley Patriótica. Cheney y Rumsfeld pudieron legitimar el secuestro y la tortura captando las oportunidades que presentó el atentado del 9/11. Menciono el ataque al World Trade Center porque revela una segunda mancha en la obra de Agamben, que explica todas las técnicas de control social usando el modelo del estado represivo contra una fuerza insurreccional armada. A principios de los ’80 varios países europeos impusieron un estado de excepción alegando el combate al terrorismo –una tendencia que directamente afectó a la generación de Agamben-. Pero no todos los estados de excepción son lo mismo. Como enseña Aristóteles, si todos los gatos son mamíferos, no todos los mamíferos son gatos. El estado de excepción impuesto en nombre del terrorismo es similar a la política diseñada para contener la lepra: esto es, la división de la sociedad en dos grupos separados, con los leprosos/terroristas excluidos de la comunidad de los ciudadanos sanos/obedientes de la ley. En contraste, el actual estado de excepción reproduce, en principio, aquel que Foucault teoriza para la plaga, basado en el control, la inmovilización y aislamiento de toda la población. A diferencia del modelo de la lepra, este régimen no hace distinciones entre buenos y malos ciudadanos. Cada uno es potencialmente malo; todos debemos ser monitoreados y supervisados. El panóptico abarca a toda la sociedad, no sólo la prisión o la clínica.
Es verdad que somos testigos de un gigantesco experimento de disciplina social sin precedentes, con cuatro billones de personas confinadas a permanecer en sus hogares, aceptando la mayoría estas restricciones a su libertad, con poca resistencia activa. Hace cuarenta años esto hubiese sido impensable. En muchos casos este experimento procede ciega y azarosamente, como en India, donde Modi ha instruido a todo el país a quedarse en casa, a pesar de la presencia de 120 millones de trabajadores migrantes que a menudo son forzados a vivir en las calles. En la mayor parte del mundo, el confinamiento en la casa es sólo concebible para el estrato más rico mientras para la mayoría conduce directamente al desempleo y el hambre. India es un caso extremo, pero una respuesta de clase a la epidemia es visible en cada país. Esta es una ‘cuarentena de cuello blanco’, como la del New York Times. Los privilegiados se encierran en sus casas con Internet veloz y las heladeras llenas, mientras el resto continúa viajando en subtes atestados y trabajan codo a codo en ambientes contaminados. La industria de la alimentación, el sector de energía, los servicios de transporte y las telecomunicaciones deben continuar operando, junto con la producción de medicina vital y equipamiento hospitalario. La separación física es un lujo que muchos no pueden afrontar, y las reglas de ‘distanciamiento social’ sirven para ampliar la brecha entre las clases sociales.
Esto nos lleva al punto principal que Agamben omite: la dominación no es unidimensional. No es sólo el control y la vigilancia: es también la explotación y la extracción. (Un poco de Marx, a la cabeza de Schmitt, no dañaría su análisis). El daño severo que esta epidemia amenaza infligir al capital explica la renuencia de los políticos a forzar el aislamiento y la cuarentena: Boris Johnson (inicialmente) y Trump son los más nítidos ejemplos: se resistieron a anunciar una cuarentena lo más que pudieron para poder levantarla lo antes posible, aún al costo de unos cuantos miles de muertos.
En esta instancia, el ritmo lento de las políticas de salud pública debe ser contrastado con la rapidez de la respuesta financiera. Naturalmente, las generosas medidas presupuestarias parcialmente reflejadas por las preocupaciones de Wallenberg: apuntan a evitar mayores convulsiones sociales otorgando a los trabajadores el dinero suficiente para vivir por el tiempo presente. Ningún capitalista desea verse forzado a esta posición keynesiana. Pero, como subrayó el jefe del equipo de Obama, ‘Nunca se debe desperdiciar una crisis grave’. Entonces, mientras crean magros subsidios por la enfermedad, los estados también han dado pasos extraordinarios para apuntalar a sus sectores financieros, o ayudan a los bancos. En efecto, los gobiernos de la OCDE han comprometido más de 5 trillones de dólares, y esta cifra tiende a elevarse.
Los gobiernos también están tomando ventaja de la pandemia para implementar políticas que causarían indignación en tiempos normales. Trump le dio a la industria vía libre para incumplir leyes ambientales durante la emergencia, mientras que Macron ha desmantelado uno de los principales logros del movimiento laborista al extender el máximo de la semana de trabajo a 60 horas. Aún así, de algún modo, la mezquindad de estos artilugios legales –demasiado localizados y limitados para rescatar a un orden neoliberal enfermo- muestra que la pandemia ha tomado a las clases dirigentes con la guardia baja: aún no han captado la recesión que nos espera, y su capacidad de acabar con las ortodoxias económicas. Así como Agamben ve todas las emergencias como anti-terroristas, nuestros gobernantes ven la crisis sistémica como una mera crisis financiera: responden a la pandemia como si fuera un nuevo 2008, imitando a Bernanke y prescribiendo una expansión monetaria. Los prisioneros de la ortodoxia monetarista no entienden que esta vez el shock de demanda abarcará más que una simple crisis de liquidez.
Con suficiente celeridad, se perderán fortunas completas mientras los capitalistas observan sus negocios (aerolíneas, empresas constructoras, fabricantes de autos, circuitos turísticos, la industria del cine) irse a la alcantarilla. Pero en este contexto, ‘arrojar dinero desde un helicóptero’, como propuso Friedman –la inyección de cantidades astronómicas de liquidez a la economía- comenzará una destrucción del capital a gran escala, dado que este dinero recién emitido no se corresponderá con ningún valor real. En tiempos de guerra, tanto el capital material como el financiero se ven demolidos: infraesructuras, fábricas, puentes, puertos, estaciones, aeropuertos, edificios. Pero una vez que la guerra se termina comienza un período de reconstrucción, y es éste el que dispara el rebote económico. De cualquier modo, la actual epidemia se parece más a una bomba neutrónica, que mata a humanos y deja incólumes los edificios, carreteras y fábricas (aunque vacíos). Entonces, cuando se termine la epidemia, no habrá nada que reconstruir –y no vendrá la consecuente recuperación-.
Luego de que se levante la cuarentena la gente no volverá sencillamente a comprar autos y tickets de avión en la escala que lo hacía anteriormente. Muchos perderán su trabajo, y aquellos que logren conservarlo deberán luchar para encontrar clientes en una economía atada al efectivo. Entretanto, alguien deberá pagar la cuenta por el masivo gasto para contener el virus, especialmente una vez que las deudas acumuladas minen la confianza de los inversores, al punto de despertar el temor de Wallenberg de que se produzcan levantamientos sociales: cualquiera sea el tratamiento de shock que se dispense luego de la crisis –cuando, en el nombre de la necesidad económica, el público esté dispuesto a pagar por esta ‘generosidad’- puede incluso servir para empujar a los pueblos a la revuelta. La epidemia aumentará el control y la vigilancia de los poderosos sobre los pobres, reconfigurará la sociedad como un laboratorio de técnicas disciplinarias. Pero en esta situación, el rol de nuestros gobernantes será el de domar al tigre: aquellos que quieran supervisar y controlarnos preferirán hacerlo con medios menos costosos. Al final, revocar la cuarentena será fácil. Restaurar la economía será más problemático.