Koenig del río
Koenig supo entonces que no había nadie en el río. Ingresando a su boca marrón, ahogándose en lirios y una cortina de mosquitos, Koenig empujó la chalupa pasando el ferry abandonado y los contenedores recubiertos con polvo de carbón, Permaneciendo a bordo vio, arriba en un ancho prado, una mula de color arena, sin ataduras ni arneses, sin señales de habitación alrededor de la fábrica de neumáticos arruinada, fuertemente cerrada en óxido, y a través de la cual hablaban las viñas de hojas de banano silvestre inclinadas por el sobrepeso, las bananas salvajes en la luz más amarilla del sol fueron excavadas como vacas doloridas con fruto sin ordeñar.
Esta era la última de las minas productivas. Sólo la vegetación se veía bien aquí.
Un ramalazo de dolor se escapó disparando sus pies y se aceleró en su cuello, en la raíz del cerebro. El sintió su razón replegarse como pergamino en este feroz sopor. Bueno, ya no se quejaría más y estaba cansado de lo que había quedado de su memoria, debería agradecer al cielo que pudo escapar del mar, y de cualquier modo, preguntó si lo podían enviar aquí con los otros, ¿por qué alcanzar este río vejado con sus quejas?
Koenig quería cantar, de pronto, si sólo fuera para mantener la compañía del río, éste era un río, y Koenig, su nombre significa Rey.
Todos habían cogido la fiebre del misionero: estaban preparados para expiar los pecados de los salvajes, domarlos como había domado al río sutilmente, así como fluía, aceptando sus recodos, él había visto cómo otros misioneros habían hallado su fin, balanceándose en el viento, como un badajo muerto cuando una campana está rota, si aquel cielo era una campana, por tratar a los salvajes como si fueran hombres, y atemorizarlos con la conversación del Cielo y el Infierno.
Pero he olvidado los orígenes de nuestro viaje, reflexionó Koenig, y nuestro propósito. El sabía que era noble, basado en alguna frase, olvidada, de la biblia, pero se sentía sin cuerpo, como un hombre tambaleándose desde las páginas de una novela, no un bosque, escrita hace cien años. Sacudió su uniforme, obstruido con los tornos enganchados que habían intentado tirar de él, como las otras manos hundiéndose cuyo pánico abandonó. Los otros habían muerto como verdaderos hombres, por la muerte. Yo, Koenig, soy un fantasma, rey-fantasma de los ríos. Bueno, hasta los fantasmas deben descansar. Sí él sabía que estaba perdido no estaba perdido. Fue cuando tú pretendiste ser un tonto. El se asentó y reclinó cansadamente en el mástil.
Si soy un personaje llamado Koenig, entonces debería dominar mi futuro como una ficción en la cual hay un río real y un cielo real, así que no estoy realmente cansado, y debería seguir empujando.
Las luces entre las hojas eran hermosas, y, como en aquella vida lejana, ahora él estaba agradecido por cada charco de luz entre las opacas, usuales nubes de la vida: una mancha de sol hizo un halo en su tonsura plateada y monedas de cobre danzaron sobre el río, su cabeza se sintió caliente, la luz danzó sobre su esqueleto como una bendición. Koenig cerró sus ojos y se sintió bendecido. Hizo que la dirección fuese segura. El se inclinó sobre el mástil. Debía seguir empujando algo más. El dijo su nombre. Su voz sonó alemana, luego él dijo ‘río’, ¿pero qué era alemán si él solo podía oírlo? Hablaba alemán, sonaba genuino como su nombre en inglés, Koenig en alemán, y en inglés, Rey. ¿Querría el río ser llamado de alguna forma? Le preguntó él al río. El río no dijo nada.
Alrededor de la curva el río derramaba su plata como alguna mina llena de remordimiento, dando y dando todo verde y blanco: cielo blanco, agua blanca, y el opaco verde como un tambor del bosque de deslizamiento lento, el calor verde; entonces, en algún banco de arena, adelante un espejismo: tela de velas de muselina, aparejo de tela de araña, una goleta hundida en el lodo negro del río, se estaba elevando lentamente desde el lecho del río, y un nativo con sombrero leyendo un diario invertido. ‘¿Dónde esta nuestra Reina?’ gritó Koenig. ‘¿Dónde está nuestro Kaiser?’ El negro desapareció. Koenig sintió que él mismo estaba siendo leído como el periódico o una novela de hace cien años. ‘¡La Reina muerta, el Kaiser muerto!’ gritaron las voces. Y relampagueó a través de él, aquellos troncos no eran madera sino los fantasmas de indios asesinados parados allí en los manglares, sus ojos como luciérnagas en la oscuridad verde, y como colibríes navegaron más que corrieron entre los árboles. El río lo transportó pasando sus palabras gritadas. La goleta se había ido abajo sin dejar rastro. ‘Hubo un tiempo en que gobernamos todo’, Koenig cantó a su corrugada reflexión blanca. ‘El águila alemana y el león británico, gobernamos mundos más anchos que lo que fluye este río, mundos con elefantes teñidos, con palanquines bordados, tigres que cargaban la sombra rayada cuando se levantaban de sus cubiertas de palma, los hombres no verán nuevamente aquellos días, nuestras banderas se hundieron con el atardecer en los puertos de Egipto, gobernamos ríos tan grandes como el Nilo, el Ganges y el Congo, los domamos, los regimos cuando nuestros imperios alcanzaron su pico ardiente’.
Este era un pequeño arroyo en algún lugar del mundo, no importa dónde, la victoria estaba a la vista. Koenig se rió y escupió en el arroyo marrón. Los mosquitos ahora estaban cantando a la noche que se levantaba desde el río, la niebla se desenroscó bajo los manglares. Koenig apretó cada puño alrededor de su cetro del mástil mientras una bruma se alzaba desde el río y la página está en blanco.
traducción: Hugo Müller