La pequeña tienda
Me dijeron que ella lo arriesgó todo,
valientemente sacrificando los escasos ahorros de treinta años,
y allí estaba la pequeña tienda, sumisa y encogida,
la suma de todos sus sueños, esperanzas y temores.
Antes de que abriera las veía a ellas adentro,
la dama de pelo gris, la hija con su muleta,
tan afectuosas, tan felices, atesorando cada minuto como artistas,
por el tierno toque final.
¡El día de apertura! Estoy seguro que a su parecer
jamás había habido una tienda tan maravillosa como la de ellas,
con pirámides de frascos de mermeladas frotados hasta brillar,
latas de duraznos, peras y ciruelas tan vívidas,
y chocolate, y galletas en cajas verdes, y botellas de bombones surtidos y brillantes,
pero nada la mitad de radiante que sus rostros,
sus ojos de esperanza, excitación y deleite.
Yo ingresé: ¡cómo esperaban emocionarse con todos!,
¡qué torpemente pesaron mis caramelos ácidos!
Y entonces con todo el agradecimiento que una lengua podría pronunciar
me despidieron desde la más amable de las tiendas.
Estoy seguro que aquella noche nombraron a sus clientes,
hablaron de ellos en un discurso feliz, sin aliento,
y aunque estaban bastante cansadas y deterioradas,
antes de dormirse le enviaron al cielo una pequeña oración de agradecimiento por cada uno.
Y así observaba con interés redoblado aquella pequeña tienda,
gasté en ella todo lo que tenía, y cuando la veía vacía me preocupaba,
y cuando las veía ocupadas me ponía contento.
Y cuando me atrevía a preguntar cómo iban las cosas,
ellas me decían con una sonrisa fina y cortés:
“No mal… lento al comienzo… Una nunca sabe… Seguro levantará en un rato”.
Con frecuencía las veía a través del clima invernal,
detrás de las persianas por una chispa de luz fantasmal,
estudiando sobre libros, sus rostros juntos,
el brazo de la muchacha coja rodeando el cuello de la madre.
Decoraban su vidriera no una sino veinte veces,
cada cambio más apretado, más desesperadamente atractivo,
¡compañeros!, me pregunto si detrás de aquella plenitud
las dos dueñas tenían suficiente para comer.
Ah, ¿quién se atrevería a cantar sobre el té y el café?
La tristeza de una partida muerta y sin vender,
la mezquina tragedia del caramelo derretido,
el sórdido pathos del pan de jengibre pasado.
¡Temas innobles! Y aún… ¡aquellos rostros demacrados! adentro de aquella pequeña tienda…
Oh, aquí digo que uno no necesita buscar temas trágicos en lugares encumbrados,
nos rodean cada día.
Y así vi su agonía, su lucha, sus ojos de temor, su desesperación, su desamor,
y allí está la pequeña tienda, oscura y arruinada,
y todo el mundo pasa y no le importa.
Dicen que ella buscó la piedad de su viejo empleador,
contenta de tomar la pitanza que él le daría.
¿La muchacha coja? Sí, ella está trabajando en la ciudad,
tose un montón, no le queda mucho de vida.
traducción: Hugo Müller