La balada de las luces norteñas
Uno de los de abajo y afuera, ese soy yo. ¡Míreme bien, ey, míreme!
¡Contemple y encójase, sí! No pensaría que fui un millonario.
Mire mi rostro, está arrugado y arrancado, una de esas cosas con máscara de muerte,
¿no parezco ese tipo de hombre, debería ser par de reyes?
Encorvado en harapos malolientes, vagabundo de ojos llorosos, no parezco bueno,
un caballero de la aguja vacía, pardo, arrojado del barrio inundado.
Veáme de la cabeza a los pies, ¿de cuánto creería que tengo mérito?
¿Un dólar, un centavo, un níquel? Porque soy el hombre más rico de la tierra.
No, no crea que estoy fuera de eje. Cantará un tono diferente si sólo me permite girar mi historia.
Venga a este salón, a mojar mi garganta, está tan seca como tiza, y viendo cómo es usted,
le contaré la historia del camino del Norte, y así me ayudará Dios, es cierto.
Le contaré del salvaje aullido y las trasnochadas alturas árticas,
de un juramento temerario que hice, y cómo me arriesgué a las Luces del Norte.
Recuerda el año de la Gran Estampida, y el camino del Noventa y ocho,
cuando los ojos del mundo giraron hacia el norte y los corazones de los hombres se regocijaron,
corazones de la vieja crianza atrevida como el demonio que se estremeció ante el golpe maravilloso,
y para cada hombre que podía sostener un pan vino el mensaje “levántate y anda”.
Bueno, yo estuve allí con el mejor de ellos, y sabía que no fallaría.
No lo creería viéndome ahora, pero espere a escuchar mi historia.
Ha leído del camino del Noventa y ocho, pero es una tristeza que ningún hombre debería contar,
era todo de una pieza y todo el ancho de un patio, y el nombre de la marca era “Infierno”.
Escuchamos el llamado y nos arriesgamos, éramos buzos jugando ciegos,
y a ningún hombre le importaba cómo le iba a su vecino, y ningún hombre miraba hacia atrás,
porque una codicia implacable nació de la necesidad, y el debilucho fue al muro,
y una maldición debió obtener ventaja donde el predicador falla,
y la lujuria del oro nos volvió locos a todos.
Eramos arrogantes, y nos llamaron a los tres “La Trinidad Impía”,
éramos Ole Olson, el navegante sueco, Dago Kid y yo.
Eramos el descarte del paquete, los adelantados de la Discordia,
espíritus implacables de la feroz revuelta en el fermento del Oeste.
Estabamos atados a la victoria y nos deleitamos en las dificultades del camino.
Arriesgamos nuestro campo y nuestras esperanzas fueron coronadas, y enarbolamos la paga.
Un día nos hicimos ricos más allá de nuestros sueños, era oro que salía de las raíces del césped,
pero no estábamos habituados a tan repentina riqueza, y allí estaba el pueblo de la sirena.
Eramos hombres de frontera crudos y descuidados, con mucho de bestias en nosotros,
podíamos soportar el hambre meritoriamente, pero perdíamos nuestras cabezas en el festín.
El pueblo parecía poderosamente brillante a nuestros ojos, un puñado de polvo a desperdiciar,
y nada era la mitad de bueno de aquellos días, y todos eran amigos nuestros.
Ganar significaba más que la minería entonces, y la vida era un remolino vertiginoso,
apostando y dejando caer trozos de oro por el cuello de bailarinas,
hasta que nos volvimos puros locos, me parece, y estropeamos nuestro último golpe,
y vendimos nuestra parte, y una amarga mañana nos hallamos quebrados.
Dago Kid había soñado que la tía de su madre había muerto,
en la oscura luz del amanecer vino a él y se paró junto a su cama, y dijo:
“Ve al Norte más elevado hasta que encuentres un camino solitario,
síguelo y confía en tu estrella, y la fortuna será amable”.
Pero yo me burlé de él, y entonces vino el navegante sueco y dijo
«Soñé con mi sobrino que estiró la pata a los tres años.
De entre los muertos se escabulló y dijo: `Busca un camino del Artico,
es pálido y sombrío junto al extremo polar, pero búscalo y no deberías fracasar”.
¡Y sí! Aquella noche yo también soñé con mi primo, y él me decía:
“Junto al mar Artico hay un tesoro a obtener.
Sigue un solitario camino de alces hasta que llegues a un valle sombrío,
en la ladera de la cascada que bordea el extremo polar”.
Entonces desperté a mis compañeros, y suave juramos junto al místico Mayal plateado,
era la mano del Destino, y al amanecer debíamos seguir derecho el solitario camino del alce.
Observamos cómo el hielo rugía y se retorcía libre, partiéndose con un estrépito hueco,
éramos hombres salvajes, libres de la mancha del pecado.
el poderoso río nos arrebataba hacia arriba y nos conducía rápido,
los días eran brillantes y la luz matinal era dulce con canto enjoyado.
Nos impulsamos y alineamos en corrientes sin nombre, cargamos equipaje sobre el llano y la colina,
quemamos nuestro bote para salvar las uñas y contruimos nuestro bote nuevamente,
adivinamos y fuimos a tientas al Norte, siempre al Norte, con varios giros y torceduras,
vimos arder en los días inmortales espléndidos ocasos.
Sobre lagos silenciosos donde la mariposa se precipita hacia la torpe mosca,
junto a acantilados tan empinados que las ovejas golpeadas caen desde el cielo,
junto a estanques de lirios donde el alce-toro se refresca y revuelca en gran contento,
junto a guaridas rocosas donde los osos de ojos de cerdo asomaban a nuestra pequeña tienda.
A través de la enojada espuma negra del cañón nos lanzamos a paisajes de ensueño,
y rodeándonos en un anillo, los picos de nariz de perro se aferraban a las estrellas burlonas.
Se fueron la primavera, el verano y el otoño, el cielo tenía un resplandor de sebo,
aún el Norte, y siempre hacia el Norte nos adentramos a la tierra de nuestro Sueño Dorado.
Entonces llegamos al fin a una vasta, sombría, solitaria y oscura tundra,
y allí estaba el pequeño y solitario camino del alce, y sabíamos que era nuestro.
Junto al deprimido pantano y cabeza de negro vagaba infinito,
tristes de corazón y dolorosos de pies, éramos hombres cansados.
El sol de corta vida tenía un brillo plomizo y pronto vendría la oscuridad,
y estacionado allí con una mirada solemne estaba la luna anémica y fatigada.
Silencio y soledad plateada hasta que te hacía encoger tontamente,
y pensabas escuchar con un oído exterior las cosas que pensaste ibas a pensar.
Oh, era salvaje, extraño y pálido, y aún en las noches de campamento
observamos y observamos la danza plateada de las místicas Luces del Norte.
Y suave danzaron desde el cielo polar y barrieron la primorosa niebla,
y rápidas saltaban con sus pies plateados y perforaban con una llama cegadora.
Danzaron un cotillón en el cielo, estaban calzadas de rosa y plata,
no era bueno para los ojos del hombre, era una visión para los ojos de Dios.
Nos volvieron locos, extraños y tristes, y el oro en el cual habíamos soñado
estaba siendo olvidado, y nuestro único pensamiento eran las luces que brillaban.
Oh, la esponja de la tundra era marrón dorado, y alguna era rojo-sangre brillante,
y el musgo del reno brillaba aquí y allá como las lápidas de los muertos.
Y adentro y afuera, y alrededor el pequeño camino corría claro,
y lo odiamos con un odio mortal y lo temimos con un miedo mortal.
Y los cielos de la noche estaban vivos con luz, con una llama palpitante, estremecedora,
ámbar, rosa y violeta, venía ópalo y dorada.
Barría el cielo como una guadaña gigante, tamblaba de regreso a una caña,
de brillo argénteo, hendía la noche con un borde dorado ondulado.
Ondeaban y fluían estandartes de plata, se desplegaban banderas perezosas.
Brillaban súbitos esplendores de sables, se lanzaban jabalinas titilantes,
allí en nuestro pavor nos agachamos y vimos con nuestros ojos salvajes, en alto
cargar y retirar los rehenes del fuego en el campo de batalla de los cielos.
Pero todas las cosas tienen un final, y la mariposa se derritió,
y frunciendo el ceño para impedir nuestro camino yacía un embrollo de montañas.
Y un desfiladero se erizó en las paredes de granito, y el rastro de alces se arrastró entre ambas,
era como si la tierra se hubiera quedado boquiabierta y sus fauces pedregosas fueran reparadas.
Entonces cayó el invierno con una arremetida repentina, y las nubes pesadas se hundían bajas,
y la tierra y el cielo eran manchados en un remolino de nieve conducida.
Estábamos trepando un glaciar en el cuello de un pasaje de montaña
cuando Dago Kid se patinó y cayó en una grieta profunda.
Cuando lo alcanzamos una pierna le colgaba coja, y su semblante estaba envuelto con dolor, y dice: “Se rompió malamente muchachos, y ya no volveré a caminar.
Es la muerte para todos si permanecen aquí, y esto no es una maldita mentira,
sigan, sigan adelante mientras el camino sea bueno, y déjenme morir acá”.
El deliró y juró, pero lo atendimos con nuestro torpe, desmañado cuidado.
La fogata del campamento brillaba y él contemplaba y soñaba con una mirada fija y curiosa.
Entonces de una agarró mi escopeta y apuntó a su cabeza, y dice:
“Lo arreglaré para ustedes, muchachos”, esas son las palabras que dijo.
Entonces lo cosimos en un bolso de tela y lo arrojamos a un árbol,
y las estrellas apuñalaban nuestros ojos como agujas, y éramos hombres penosos.
Y al partir en nuestro lamentable camino, envueltos en una bruma de sueño,
y en las noches de cristal vinieron con un brillo místico las Luces del Norte.
Danzaron y danzaron la danza diabólica sobre la nieve desnuda,
y suaves rodaron como una marea ascendente con un flujo y reflujo incesante,
se ondulaban en verde con un brillo maravilloso, se agitaban como un abanico,
se esparcían con una llama de rayos rosa jamás vista por el hombre,
se retorcían como una camada de serpientes enojadas, silbando y pálidas como el azufre,
entonces veloces cambiaban a un enorme dragón, latigando una cola hendida.
Nos pareció mientras mirábamos hacia arriba con una mirada eterna,
el cielo era un pozo de balas y terror, y un monstruo se divertía allí.
Trepamos la elevación de un risco con espalda de cerdo que estaba desolado y espantoso,
cuando el marino sueco tuvo un brote de locura y se puso a hablar extraño.
Hablaba de su hogar en Oregon y los duraznos todos en flor, y helechos a la cabeza,
y el cielo topacio, y la melancolía perfumada del bosque.
Habló de los pecados de su vida desperdiciada, parecía meditar,
y lo contemplé allí como un zorro a una liebre, porque sabía que no estaba bien.
Y suficiente seguro en la opaca luz del amanecer lo extrañé en la tienda,
y un rastro fresco rompía la nieve con corteza, y sabía que no había lugar donde pudiera ir.
Pero lo seguí sobre la desolación absoluta y lo encontré al cierre del día,
desnudo allí como un bebé recién nacido, y entonces lo dejé donde descansaba.
Día tras día era siniestro, y luché en desesperación con ojos furiosos,
y me aferré a la vida y continué luchando, no sabía por qué ni dónde.
Empaqué mi comida en viandas cortas y me acurruqué en mi tienda,
y el mundo alrededor estaba purgado de sonidos como un continente congelado.
Día tras día era oscuro como la muerte, pero siempre, y siempre a las noches
con una brillantez que crecía y crecía, llameaban las Luces del Norte.
Rodaban alrededor con un sonido silencioso como una seda magullada,
se vertían sobre el tazón del cielo con el gentil flujo de la leche.
Anhelantes, en palpitante violeta venían rodando sus carrozas,
o se colocaban sobre el borde polar como una corona de llamas.
De las profundidades de la insondable oscuridad lanzaban sus rayos,
como la combinación total de las luces de búsqueda de las naves del mundo.
Allí en el techo polar del mundo contemplaba como alguien embrujado,
y aullaba y me arrastraba como una bestia mientras ardían los espantosos esplendores.
Mis ojos estaban chamuscados, pero horrorizado y casi ciego espiaba a través de la capucha de mi anorak,
aunque me tambaleé sobre las luces que brillaban, y jamás volví a mirar atrás.
Hay una montaña redonda y baja que está junto al borde polar,
y trepé su altura en un remolino de luz, y me asomé a su ala dentada,
y allí en un cráter vasto y profundo, desconocido y jamás pisado por los hombres,
el misterio del mundo Artico relampagueó en mi conocimiento.
Porque allí aquellos pobres y oscuros ojos míos contemplaron la visión de las visioines,
aquel anillo vacío era la fuente y brote de las místicas Luces del Norte.
Entonces cerqué aquel lugar de la corona a la base y alcancé el camino de regreso a casa.
¡Oh, Dios! Estaba bien, aunque mis ojos estaban borroneados, y me arrastraba como un caracol enfermo.
En aquel vasto mundo blanco, donde el cielo silencioso comulga con la nieve silente,
en hambre, frío y miseria vagué de aquí para allá.
Pero el Señor tuvo piedad de mi dolor, y me condujo al mar,
y algunos balleneros atados al hielo escucharon mi lamento, y me refugiaron y alimentaron.
Alimentaron al débil espantajo que se tambaleaba en el desierto,
con el rostro desolado de máscara de muerte y el ingenio errante de un niño,
un cobarde saco de huesos que una vez había sido un hombre.
Me atendieron y me trajeron de vuelta al mundo, y aquí estoy.
Algunos dicen que las Luces del Norte son el brillo del hielo y la nieve del Artico,
y algunos que es electricidad, y nadie parece saberlo.
Pero le diré ahora, y si miento, quizás mis labios se tornen mudos,
es una mina, una mina del precioso material que los hombres llaman radio.
Una libra vale un millón de dólares, dicen, y hay toneladas y toneladas a la vista.
Lo pueden ver brillar en una corriente dorada en las soledades de la noche.
Y es mía, toda mía, ¡y sí!, si tiene cien dólares para gastar le dejaré tener la oportunidad de su vida,
le venderé una cuarta parte, ¿lo rechaza? Bueno, le haré un diez, viendo que es mi amigo.
¿Nada que hacer? ¡Vamos!, no sea duros, ¿tiene un dólar para prestarme?
Sólo un dólar para ayudarme, sé que me tratará blanco,
Haré tanto por usted algún día… Dios lo bendiga, señor, buenas noches.
traducción: Hugo Müller