Música en el monte

Sobre los pinos oscuros ella ve la luna plateada, y en el oeste, toda trémula, una estrella,

y calma y dulce ella escucha el tono melodioso de las campanas de las vacas tintineando en los campos lejanos.
Bastante apática, pues su marca diaria ya está hecha, se detiene,

triste exilio, ante la puerta envuelta en rosa, y envía su eterno amor con el sol

que va a dorar la tierra que ella ya no verá más.
Los graves, demacrados pinos aprisionan su triste mirada, y quieto el cielo

y oscureciendo espantosamente, ella siente el gélido aliento de los queridos días muertos

aproximándose cernidos a través de los alisos misteriosamente.
¡Oh, cómo se rebelan las rosas en su floración!

Las cortinas se agitan como con un dolor ancestral, su viejo piano brilla desde la penumbra,
y espera y espera en vano su tierno contacto.
Pero ahora sus manos cepillan las teclas como la luz de la luna, con gracia de terciopelo,

melodioso deleite, y ahora un triste estribillo de los mares viene sollozando desde el pecho de la noche.
Y ahora ella canta.

(¡Oh!, cantante en la penumbra, vociferando una lástima que jamás podríamos expresar,

aquí en la lejanía donde pocos tenemos lugar,

sin vergüenza de mostrar nuestro amor y ternura,

nuestros corazones harán eco hasta que no latan más,

aquella canción de tristeza y la tierra-madre,

y estirada en el inmortal amor a las costas de Inglaterra,

algún día ella escuchará y comprenderá.)

Una prima-donna en el pasado brillante,

pero ahora una madre envejeciendo y gris,

ella piensa cómo mantuvo gente en ayuno y esclavitud,

y recogió los triunfos de un día.
Ella ve un mar de rostros como un sueño, ella se ve reina de la canción una vez más,

ve los labios despegarse en éxtasis, los ojos brillar,

canta como nunca había cantado antes.
Canta una canción salvaje, dulce, que palpita con dolor,

el dolor añadido de la vida que trasciende el arte,

una canción de hogar, una profunda, celestial tensión,

la gloriosa canción de despedida de un corazón moribundo.

Un vagabundo cojo viene por las vías del tren,

un perro entrecano cuyo día está casi terminado,

pasa, se detiene, luego retrocede lentamente y escucha allí,

una audiencia de uno.
Ella canta, su voz dorada está tensa de pasión,

como cuando encantaba a miles de oídos anhelantes,

él escucha temblando, y ella no lo sabe,

y por sus mejillas ahuecadas ruedan amargas lágrimas.
Ella cesa y está rígida, como si fuera a rezar, no hay sonido alguno,

las estrellas están todas iluminadas, sólo un desgraciado que se tropieza en su camino,

sólo un vagabundo sollozando en la noche.

 

traducción: Hugo Müller

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *