Bosnia nuevamente sitiada

En el comienzo de Tierra de nadie, la película del director bosnio Danis Tanović, ambientada durante la guerra de 1992-95, un soldado lee un diario en una trinchera. Preocupado, exclama “Mira esta mierda en Ruanda”. Esta escena, basada en una anécdota verdadera, es una prueba tornasolada para los espectadores. Ríanse o no, se puede leer de dos maneras. Primero, como un testamento de la capacidad de los bosnios para empatizar con la desgracia ajena, aún en medio de calamitosas circunstancias. La segunda lectura es menos halagüeña: el soldado podría ser tan insensible a su propia desesperada situación, la muerte y la destrucción que definieron los primeros días de la independencia de Bosnia, que el genocidio de Ruanda se vislumbraba por más tiempo en su mente.

En 1992 en Sarajevo cumplía ocho años, sólo semanas antes de que todo comenzase. Mis padres hicieron una fiesta, despreocupados del hecho de que en el este y el valle de Drina –la frontera natural entre las repúblicas socialistas de Bosnia y Serbia– los musulmanes ya estaban siendo étnicamente limpiados por las fuerzas nacionalistas serbias. Temprano aquel invierno, ni siquiera los horrores del sitio de Vukovar en la vecina Croacia previnieron a las familias sarajevas de escapar con sus hijos esquiando. “No puede suceder aquí, no puede sucedernos a nosotros” devino en un mantra cotidiano.

Recuerdo cómo, en mi fiesta de cumpleaños, uno de los amigos de mi padre, un coronel del ejército yugoslavo, los apartó y les reveló el inminente peligro. Mis padres escucharon amablemente sus palabras de advertencia. Más tarde aquella noche, se rieron de ellas como los desvaríos de un lunático. “La guerra es imposible aquí” pensaron, confiados en el hecho de que el característico pluralismo bosnio sería nuestra gracia de salvación. Además, vivíamos en hermandad y unidad en la calle.

Obviamente estaban equivocados. Nuestro viaje de dos semanas para visitar al hermano de mi madre “hasta que las cosas se calmen” se tornó en una odisea de cuatro años en busca de refugio, mientras mi padre permaneció en casa. Entretanto, nuestra Sarajevo fue sitiada incesantemente e indiscriminadamente bombardeada. Los francotiradores serbios no diferenciaban entre objetivos militares y niños jugando en las calles. Más al sur, la ciudad de Mostar se vería similarmente rodeada. Banja Luka, la segunda ciudad más grande, fue sistemáticamente limpiada de no-serbios y todas sus mezquitas demolidas, incluida la Ferhadija, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco. El país atestiguó campos de tortura, el uso de la violación como arma de guerra, ejecuciones sumarias de prisioneros –incluidos niños-, una orgía de violencia que culminó en el genocidio de Srebrenica, donde miles fueron asesinados en solo diez días. Y el mensaje para el mundo parecía ser que nos iban a dejar solos en esto –la hermandad, la unidad y la vida misma habían sido condenadas-.

Mi familia se reunió en 1996. Nuestro departamento había sido destruido y mi padre apenas logró escapar a la muerte luego de que la metralla de una bomba le desgarrara el abdomen casi al final de la guerra, marcando a fuego su cuerpo con diminutos recuerdos metálicos de aquel día. Junto con varios otros, se hizo una estadística. De acuerdo con las más serias estimaciones alrededor de 1 millón de bosnios sufren de estrés postraumático. Si tuvieron la suerte suficiente de sobrevivir, lo padecerán hasta su muerte.

Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de nuestro retorno fue ver el cementerio de la ciudad por primera vez después de cuatro años. Un mar de pilares de mármol esparcidos a través de las colinas linderas, cada uno un monumento a la tragedia de alguien. Con 130.000 muertos y 2,2 millones de refugiados y desplazados internos, nadie salió indemne del conflicto. Pero la gente se focalizaba en la reconstrucción –sus casas, sus vidas, su país. Se podían ver macetas con plantas en cada balcón y alféizar en aquellos días. Bosnia fue representada en las olimpíadas y participó del festival de Eurovision.

Sin embargo, en un país donde la paz fue quebrada únicamente para prevenir más horrores y donde la guerra no tuvo un claro ganador, no podía haber un final feliz.  Un pesado aparato estatal con 14 niveles de gobierno y sin una clara estrategia de reconciliación abrió la puerta a una corrupción endémica y a una continua política arriesgada en cuestiones etno-nacionalistas. La privatización de las compañías del estado fue arruinada por el nepotismo, el clientelismo y groseras inconductas de los funcionarios públicos. El desempleo juvenil ha ascendido estrepitosamente en los últimos años, alcanzando ahora el pico de 57,5%.

A 25 años de concluida la guerra, los ciudadanos bosnios están atrapados en una penosa existencia, con el 25% viviendo por debajo de la línea de la pobreza. Esto ha conducido a un nuevo éxodo masivo. Sólo en 2016 el ministerio de comercio exterior y relaciones económicas informó que 80.000 personas habían obtenido permisos para trabajar en países de la UE. Actualmente, cientos de miles abandonan Bosnia cada año. Y no han de regresar. El nacionalismo tóxico aún está presente. La retórica secesionista se está expandiendo nuevamente desde el mayor partido bosnio-serbio, Republika Srpska (RS), cuyo líder insiste cada vez más en que la disolución de Bosnia es inevitable.

La vecina Serbia, liderada por Aleksandar Vučić, continúa expandiendo su arsenal militar mientras que los intentos de RS por formar una fuerza policial auxiliar y pesadamente militarizada han alarmado a varios, incluido el Consejo de Seguridad de la ONU. El gobierno croata se ha visto embrollado en un escándalo luego de que se informara que sus servicios de inteligencia intentaron proveer armas a los grupos islamistas en Bosnia, como un modo de probar su insustancial reclamo de que el país es “una cama caliente del terrorismo en Europa”. La historia ha sido reescrita también. En Croacia hay una preocupante tendencia hacia la limpieza étnica, desde el régimen pro-nazi de Ustasha. Mientras tanto, el gobierno de RS manipula la verdad sobre el genocidio de Srebrenica. Gran parte de este revisionismo político está auspiciado por malignos actores externos, incluido Estados Unidos. La respuesta europea de soft-power, de encogerse de hombros, es inane.

Para aquellos que aún creen en una sola Bosnia, unificada, los días de torpe ingenuidad hace mucho que se han ido. Marcados por la experiencia de las últimas tres décadas, los bosnios están dolorosamente advertidos de que este proyecto multiétnico, multicultural, está bajo seria amenaza. Más que nunca, necesita la ayuda de Europa. Si Europa permite que Bosnia caiga víctima de fuerzas etno-nacionalistas, estará sellando su propio destino tanto como el nuestro.

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