Notable suicidio de Alan García: modelo de presidente corrupto

Lenin Moreno, Mauricio Macri y Jair Bolsonaro deberían abrir los ojos y estar alertas. ¿Qué es preferible: una muerte rápida o la deshonra de ser sojuzgado y enviado a prisión (aunque sea a una celda vip)? García no tuvo dudas, cuando la policía peruana fue a buscarlo para arrestarlo en su domicilio, el robusto líder del APRA les rogó que aguardaran un segundito, que haría una llamada y bajaría de inmediato. El ex presidente por partida doble se encerró en su habitación y se descerrajó un disparo en su gran cabezota, lo que hizo subir a los agentes policiales hasta el segundo piso de su mansión, donde lo encontraron manando sangre del parietal derecho.

El expresidente peruano Alan García, así puso fin a lo que él denominó una persecución política, en una trayectoria en la que quedó estigmatizado como el arquetipo de presidente corrupto, tan común en la nación incaica que no ha logrado emerger de un status semicolonial en sus doscientos años de historia. El anhelado Perú de Sendero Luminoso encuentra a Abimael Guzmán sobreviviendo a toda la canalla que lo sentenció. Con el fujimorismo caído también en desgracia, el horizonte para salir de décadas de políticas neoliberales atroces parece tortuoso para el país.

García tenía numerosos “operadores” en el sistema judicial peruano que durante décadas impidieron también la efectivización de condenas por sus múltiples robos y desfalcos a las arcas del estado, probados y recontraprobados por esmerados leguleyos.

Cultivado con las mejores ideas del partido aprista de Víctor Raúl Haya de la Torre, García emprendió su carrera política con un discurso antiimperialista, y supo denunciar con palabras floridas a la mafia infame del FMI y de las instituciones de Breton Woods, bregando por un Perú realmente soberano y libre del yugo yanqui-europeo. En 1980 fue elegido diputado y su oratoria sublime lo condujo a la presidencia por primera vez en 1985.

Al finalizar su administración, caracterizada por un caos económico que condujo a una hiperinflación y una profunda devaluación del sol peruano, las masas se habían desencantado y la “guerra interna” promovida por Estados Unidos contra las milicias senderistas generaba un escenario chispeante.

Varias evidencias indican que ayudó a su sucesor, Alberto Fujimori, a ser elegido en 1990, y tras el autogolpe de 1992, el presidente japonés allanó su vivienda no sin antes asegurarle un salvoconducto a Colombia, donde podía proseguir y extender sus negocios mafiosos. En 2001 regresó a Perú sólo después de una sentencia de la Corte Suprema peruana que declaraba prescritos la enorme cantidad de delitos que se le imputaron. En 2006 logró retornar a la presidencia, ahora con un discurso que abrazaba el credo neoliberal, y fuertemente anticomunista, imponiéndose sobre el nacionalista Ollanta Humala.

Al final de su segundo gobierno, en 2011, nuevamente fue imputado por diversos actos de corrupción, como los indultos a miles de condenados por narcotráfico, pero siempre se las arregló para manejar el aparato judicial incaico a su antojo, siempre seguro de su impunidad, logrando desbaratar una nueva catarata de justificadísimos procesamientos.

Si bien anunció su retiro de la política para dedicarse a la literatura y la docencia, García intentó una tercera reelección en 2016, al frente de una alianza neoliberal-conservadora –que apoyaba al sombrío y criminal fujimorismo-, pero sufrió un duro revés al obtener menos del 6% de los votos. La verdad es que desde su primer nombramiento, todos los presidentes peruanos han sido acusados y condenados por ser corruptos o traidores. Sólo en un caso se trató de una campaña de odio y desprestigio: la prisión de Ollanta Humala y de su esposa, lo que habla también del pésimo funcionamiento y eficacia de la administración de justicia en el Perú, eso sí, sin dudas, bajo todas las presidencias.

García empezó a palpar que los jueces peruanos no podían disimular más. Se radicó en España y volvió al país a fines del año pasado para declarar en una audiencia sobre las investigaciones de la fiscalía de su último gobierno, pero el juez Richard Concepción Carhuancho ordenó que no salga del país por 18 meses. Aquel día García –haciendo “la gran Assange”- se introdujo en la casa del embajador de Uruguay en Lima y pidió asilo político alegando persecución, lo que fue rechazado por el sensato gobierno charrúa de Tabaré Vázquez.

Las pesquisas continuaron hasta que ejecutivos de la empresa brasileña Odebrecht confesaron al ministerio público de Perú que habían pagado sobornos por más de cuatro millones de dólares al ex secretario de García, Luis Nava, al hijo de éste, y a otro allegado, Miguel Atala, testaferro y mano derecha del suicidado presidente burgués.

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