La balada de la marca

Ocurrió en una tierra muy famosa por su oro, donde las mujeres eran lejanas y extrañas,

Tellus, el herrero, había tomado por esposa a una doncella asombrosamente hermosa,

Tellus, el musculoso trabajador del hierro, peludo y pesado de mano,

la vio, la amó y la cargó desde su tribu de la tierra del Sur,

estimando que merecía ser reina de su hogar y madre de sus pequeños,

que el nombre de Tellus, el maestro herrero, viviría en sus leales hijos.
Ahora había poca ley en la tierra, y eran abundantes los hechos malignos,
y cada hombre que disfrutaba de su hogar protegía la fama de su esposa,

porque había aquellos de lengua plateada y del melifluo arte de la seducción,

que engañarían el corazón del pecho de una mujer y condenarían su alma con una sonrisa.

Y había mujeres demasiado rápidas para prestar atención a una mirada o una palabra susurrada,

y de vez en cuando un hombre era asesinado, y la ira del rey era sacudida,

en todas partes proclamó su cólera, y ésta fue la ley que promulgó:

“Quien mate a un hombre, deberá ser asesinado”.

Ahora Tellus, el herrero, él confiaba en su esposa, su corazón estaba vacío de temor.

Alto en la colina estaba el ardor de su chimenea, un faro de amor y alegría.

Alto en la colina construyeron su cenador, donde se encuentran la escoba y el helecho,

estaba bajo un lugar oscuro de robles, silencioso y plácidamente dulce.

Aquí él la guardaba como una reliquia, su santa más querida, su ídola, la luz de sus ojos,

sus besos reposaban sobre sus labios como caricia de mariposa.

El peso de sus brazos alrededor de su cuello era ligero como el cardo caído,
y dulcemente ella estudiaba para ganar su sonrisa,

y gentilmente remedaba su ceño fruncido.
Y cuando al cierre del día polvoriento su estruendoso trabajo estaba hecho,

ella se apuraba por encontrarlo en el camino todo iluminado por el sol ámbar.
Su lecho brillaba en la luz dorada, un tiempo de amor inmaculado,

el cielo de topacio estaba arriba como la capa colgante de una enorme flor azul.

Las  rosas y los lirios la anhelaban mientras ligera se lanzaba a ellos,

una pequeña cosa blanca, frágil, palpitante, que yacía como un niño sobre su pecho.

Entonces el corazón de Tellus, el herrero, estaba orgulloso, y cantaba por la alegría de vivir,

y allí en el bronceado verano agradecía a los dioses por su esposa.

Ahora había uno llamado Filo, un escriba, un hombre de exquisita gracia,

esculpido como el dios Apolo en miembros, bello como Adonis de rostro,

anhelante y ganador de modales, lleno de tan radiante encanto

que las mujeres luchaban por su favor y lo amaban hasta su daño máximo.

Tal era su arte y conocimiento, tal era su habilidad en el juego

que jamás una mujer pudo despreciarlo, si lo hacía él tramaba su vergüenza.

Y así él tomaba profundidades de placer, y entonces cayó un día

en que miró a la esposa de Tellus y la marcó para ser una víctima más de su seducción
Tellus, el herrero, estaba contento, y era junio,

entonces les dijo a sus fieles ayudantes: “Cierren la forja al mediodía.

vayan y diviértanse al sol, descansen en el frescor de la arboleda,

surquen el río de ensueño, cada hombre con su amor”.

Entonces a sí mismo: “Oh, Amada, dulce será tu sorpresa,

hoy nos divertiremos como niños, nos reiremos a los ojos,

tejeremos alegres guirnaldas de amapolas, nos coronaremos mutuamente con flores,

sacaremos la carpa gorda de los lirios, saquearemos los exhuberantes helechos.
Hoy, con festejo y satisfacción fluirá el vino de Chipre,

hoy es el día en que nos casamos sólo hace doce meses”.
Las alondras trillaban alto en los cielos, el corazón estaba lírico con alegría,

él arrancó un ramillete de lirios, aceleró como un muchacho enfermo de amor.

Robó el camino aterciopelado, su cabaña estaba bañada en sol y tranquila,

las viñas y madreselvas en la ventana, suavemente se asomó por el alféizar.

Los lirios cayeron de sus dedos, demonios estaban sofocando su aliento,

rígido con horror, se quedó duro, su rostro se puso fantasmal como la muerte.

Como una monja cuya fe en la virgen se encuentra con un escarnio lascivo,

se encogió, era la esposa de su seno en los brazos de Filo, el escriba.

Tellus volvió a su herrería, trastabillaba como un hombre borracho,

su corazón estaba rajado de angustia, su cerebro estaba empollando un plan.

Se apuró derecho a su yunque, comenzó a brillar su horno,

calentó su hierro y le dio forma con un soplo salvaje y magistral.

Las chispas lo bañaron por doquier, rápidamente bajo su mano

al fin estaba terminado, una espantosa e infame marca.
Aquella noche la mujer de su seno, la luz de la alegría en sus ojos,

lo besó con palabras de frenesí, pero él sabía que sus palabras eran mentiras.
Nunca había estado ella tan seductora, nunca tan alegre de discurso

(porque la pasión madura a una mujer como el sol madura un durazno).

El apretó sus dientes en silencio, se rindió a sus encantos,

aunque sabía que sus pechos estaban huyendo del fuego de su amante.

El dijo: “Mañana, mañana”, entrelazó su pelo en un mechón,

lo retorció con sus dedos y sonrió mientras pensaba en la marca.

Vino la mañana, y Tellus rápidamente subió por la colina.

Las mariposas dormían en el calor del mediodía, las casuchas estaban plenas de sol y silencio.

Suavemente recorrió el camino hasta el porche,

y adentro escuchó la risa baja de frivolidad, escuchó el éxtasis del pecado.

El sabía que sus ojos eran místicos con la luz que ningún hombre debía ver,

ningún hombre encender y regocijarse, ningún hombre en la tierra excepto él.

Y jamás para él volverían a encenderse. La lujuria de sangre surgió en su mente,

a través de la insensible piedra podría verlos, indecentes y cautelosamente gozosos.

¡Horrible! El Cielo que tanto buscó, ganó, glorificó y cayó,

oh, fue tan repentino, de cabeza en el infierno más profundo…
¿Era él, Tellus, este mármol? Tellus… ¿no está soñando un sueño?
¡Ah! Agudo en la punta como una jabalina, ¿fue eso el grito de una mujer?
¿Fue una puerta que se rompió, como una concha, bajo su golpe?
¿Fue su santa aquella puta, desaliñada y cubriéndose sus partes bajas?
¿Fue su amante, aquella cosa salvaje, que se retuerce, arranca y desgarra?

¿Era un hombre el que estaba aplastando, cuya cabeza golpeaba en el suelo?
Riéndose ante su debilidad hasta que de pronto detuvo su mano,

a través del anillo rojo de su locura flameó el pensamiento de la marca.
Entonces ató al desnudo Filo con cintas que le cortaron la carne,

y a la esposa de su pecho, frenética de miedo, la atragantó con una media de seda,

ahogando sus gritos en silencio, la ató por el pelo,

arrastró a su amante hasta ella bajo su enfurecida mirada.

al calor de las brasas de la chimenea calentó la espantosa marca,
torciendo sus dedos para abrirlos, él forzó el mango en su mano.
La presionó hacia abajo y más abajo, ella sintió cómo se marchitaba la carne viviente,

vio la agonía de su amante, escuchó el grito de su terror.
Una, dos, tres veces la forzó, sin atender su ruego y alarido,

una vez en la frente de Filo, dos en lo suave de su mejilla.

Entonces (porque la cosa estaba terminada), le dijo a la mujer:

¡Mira cómo has marcado a tu amante! Ahora lo dejaré libre

Cortó las cintas que lo ataban, riendo: “La revancha es dulce”,

y Filo, tragando su angustia, débilmente se alzó sobre sus pies.

El hombre que era bello como Apolo, el dios en la visión de la mujer,

ahora espantoso como un sátiro, huyó a la piedad de la noche.
Entonces ellos vinieron al tribunal, y así habló el Señor de la Tierra:

Aquel que persigue a la esposa del vecino deberá sufrir la condena de la Marca.

será estampada en su frente brutal y arrogante, profundo en sus mejillas se moldeará,

ante la cual cada hombre podrá ver su vergüenza,

y se estremecerá, se enfermará y tendrá pavor.

El debería oír sus burlas en el mercado de la plaza, sus pullas y risotadas en el festín,

él debería buscar las cuevas y el sepulcro de la noche, y la compañía de la bestia.

Descastado para siempre de las casas de los hombres, lejos y lejos vagará.

Esa será la condena, más triste que la muerte, de aquel que avergonzó a un hogar”.
traducción: Hugo Müller

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