Sólo un boche
Lo trajimos entre las líneas: mejor lo hubiésemos dejado yacer,
porque, ¿cuál es la utilidad de arriesgar la piel por un tipo que va a morir?
¿Qué utilidad sacarlo del desatado fuego agotador cuando le dispararon en la cabeza,
y peor que muerto, y todo hecho un amasijo sobre el alambre?
Digo, sin embargo lo trajimos adentro. ¡Diablo!
El barro estaba malo, la trinchera estaba torcida, grasienta y alta,
y oh, ¡qué tiempo tuvimos!
Y con frecuencia nos deslizábamos y muchas veces
nos tropezamos pero nunca emitió un lamento,
¡y cómo estábamos empapados con sangre y sudor!,
pero lo trajimos como si fuera uno de nosotros.
Ahora él yace en la opaca excavación, esperando la ambulancia,
y el doctor se encoge de hombros ante él y remarca: “no tiene oportunidad”.
Y nos agachamos y fumamos en nuestro juego de bridge en el piso reluciente, lleno de paja,
y por encima de nuestras palabrotas podemos oír su respiración hundiéndose profundo en una especie de ronquido.
El vestuario de la estación es largo y bajo, y las velas se consumen tenues,
y la pequeña luz cae sobre las frías paredes de arcilla y nuestros rostros sombríos y erizados,
y agitamos nuestras cartas sobre la paja, y nos reímos y bromeamos mientras jugamos,
y nunca sabrían que el maldito enemigo estaba a menos de una milla de distancia.
Mientras estudiamos nuestras cartas en la rancia oscuridad, oprimidos por aquellos ronquidos,
jamás hubiesen soñado que la amplia viga del techo fue barrida por la escoba de la muerte.
¡Vaya! Mi turno para la mano del muerto, me levanto y estiro un poco,
el aire fétido me hace abrirme y apaga mi cigarrillo,
así me dirigo a la luz de la vela más cercana, y el hombre que trajimos está allí,
y su rostro está blanco en la raída luz, y me paro a sus pies y contemplo.
Parado por un rato y quieto contemplo: por extraño que pueda parecer,
el moribundo boche en la camilla tiene un extraño parecido conmigo. .
Le da a uno un tipo de giro, ya saben, encontrarse con una cosa de esas.
Era como si yo estuviera yaciendo ahí, con un turbante de sangre por sombrero,
yaciendo allí en una chaqueta gris verdosa en vez de una chaqueta gris azulada,
con uno de mis ojos huecos por el disparo, y la mitad de mi cerebro cayendo a través de él,
yaciendo allí con un pecho que se eleva como un fuelle arriba y abajo,
y las mejillas tan blancas como la nieve sobre una tumba, y los labios marrón café.
¡Y confúndanlo también! Tiene, como yo, un anillo de casado en el dedo,
y alrededor de su cuello, como en el mío, con una cadena grasienta,
una medalla con el rostro de una mujer, y la giro para verla:
Tal como pensé… del otro lado los rostros de tres niñas,
arracimadas como querubines, tres pequeñas sonrientes
con las usuales bocas diminutas y rosadas y los usuales rulos sedosos.
“¡Mierda!” digo. “Me ha vencido, porque yo sólo tengo dos”.
y empujo la medalla bajo su camisa, sintiendo una pequeña tristeza.
Oh, no es alentador ver a un hombre, el maravilloso trabajo de Dios,
aplastado en el molino de la mutilación, aplastado contra la tierra grasienta,
Oh, no es alentador oírlo lamentarse, pero no es que me importe,
no es la angustia que se va con él, es la angustia que deja atrás.
Su partida abre una trágica puerta que da a un mundo de dolor,
y la muerte que él muere, aquellos que vivimos y amamos la moriremos una y otra vez.
Entonces aquí estoy con mis cartas una vez más, pero parece que está arruinando mi juego, pensar en aquellas tres mocosas de él a mucho más de una milla de distancia.
La guerra es la guerra, y él es sólo un boche, y todos tomamos nuestra oportunidad,
pero igualmente estaré muy agradecido cuando escuche la ambulancia.
Un enemigo menos, pero igualmente de corazón estoy contento
de que no soy el hombre que rompió su cabeza, el tirador que le disparó.
No hiciste ningún triunfo, ¿pienso que dijiste? Me perdonarás si me equivoco,
por un momento pensé en otras cosas… ¡Dios Mío, qué guerra severa!
traducción: Hugo Müller