La balada de Hank, el finlandés
Ahora, el bombero Flynn encontró a Hank el finlandés
donde brillan las luces de la tierra de la lujuria,
él dice “vámonos al horrible mar, y démos a la tierra un show”.
Estoy alimentado hasta la marca molar con el tráfago del mar,
siento las sangrientas lapas aferrándose a mi columna.
Golpeemos el norte hirviente hasta hacer una grieta,
donde los arroyos están pavimentados con oro”.
“Cuenta conmigo” dice Hank el finlandés. “Haré como me dijeron”.
Y así persiguieron la Tierra solitaria y se embarcaron en su corriente,
donde se extendió a su alrededor un silencio soleado, tan lánguido como un sueño.
Pero al hechizo de la marea y la caída sus ojos enturbiados por el oro enceguecieron,
junto al pino y con el pico hicieron una pausa para buscar pero no encontraron nada,
ningún resplandor amarillo de grano para acuñar, sólo polvo y arena burlona,
y un odioso silencio que parecía aplastarlos sobre cada mano.
Hasta que el bombero Flynn creció ruin como el pecado, y maldijo a su frío camarada,
pero Hank el finés sólo fruncía el ceño y… hacía lo que le decían.
Ahora el bombero Flynn tenía diez piezas de oro amarillo yanqui,
que cada noche invitaba a su compañero a contemplar.
El dice “mira bien, es todo lo que verás en esta tierra maldita de dios,
pero tú te impacientas, voy a dejar que los tengas en tu mano.
¡Sí! Míralos brillar, luego ve y sueña que son tuyos para tenerlos y sostener”.
Entonces Hank el finés se rascaría la barbilla y … haría lo que le dijeron.
Pero cada noche junto a la luz de la fogata él incubaría sus penas,
y atizaría el odio del compañero por el compañero, el malvado Artico sabe.
En sueños los duendes de Laponia brillan como gárgolas en lo alto
mientras los tres diablos de Helsinki llegaban acurrucándose junto a su cama.
Ellos dijeron “ve y coge el botín amarillo que tintinea en su cinturón,
y deja que las sigilosas lobeznas hociqueen alrededor de su piel.
Anoche él te llamó escoria sueca desde el agujero de la gloria,
hoy dijo que eras un pobre tipo, y condenó el alma de tu madre.
Ve, enchufa con plomo su vil cabeza y recoge su grasiento oro…”.
Entonces Hank el finés vio rojo adentro y… hizo lo que le dijeron.
Así, en su debido curso, la famosa fuerza de los hombres que tienen su hombre,
arrastró hacia abajo al durmiente, Hank el finés, y lo metió en el cagadero.
Y a su debido tiempo el lastimoso crimen fue juzgado sin un ruego,
y le dieron fecha para balancearse bajo el árbol de la horca.
Entonces el comisario dio una fiesta en el nombre de la todopoderosa Ley,
dio una fiesta de corbata, y me pidió que hiciera lo mismo.
No había alcohol fluyendo y su fiesta no fue divertida,
porque oh, nuestros corazones estaban pesados en la madrugada del día.
Ninguna banda estaba tocando, y el único baile allí
era el de Hank el finés interpretando su solo en el aire.
Trepamos los escalones del andamio y nos paramos junto a la cuerda anudada.
Observamos al verdugo encapuchado y sus ojos estaban aturdidos con droga.
El comisario estaba con vestido de noche, una campana comenzó a repicar,
una bestial campana que hizo un toque de difuntos horroroso al alma.
Como si yo fuera el condenado me estremecí, esperando allí.
No hablé una palabra, entonces…. entonces escuché su paso en la escalera,
su pie vacilante, calzado con mocasines… y entonces lo vi parado
entre un guardia llorando y un sacerdote con una cruz en la mano.
Y en la visión emergió un murmullo de terror y temor,
y todos los endurecidos fanáticos de la horca enfermaron ante lo que vieron:
porque mientras lo alzaban sobre la turba, sus miembros rebosantes de cuero,
por todo lo que es maravilloso, lo juro, su rostro era el de Cristo.
Ahora, no he sido un tipo blasfemador, así que no empiecen a gritar.
Verán, su barba creció tan larga que enmarcaba todo su rostro.
Su pelo ondulado era largo y bello, sus mejillas eran pálidas como el espíritu,
su rostro brillaba con una luz sagrada que nos acobardó.
Nos miró con ojos brillantes, y en dolor estábamos confundidos,
como si él fuese el Juez divino, y nosotros los acusados.
Sí, tan sereno se paró entre el verdugo y la cuerda,
lo hubiesen jurado, con angustia desgarrada, él era el bendito Señor.
El sacerdote estaba húmedo con gélido sudor, los labios del comisario estaban secos,
y nosotros contemplábamos crudamente al hombre que tenía que morir.
“¡Sí! Estoy por encima de todos ustedes” parecían decir sus pálidos labios,
“porque en un momento debería saltar al día eterno de Dios.
¡No estoy feliz! Los perdono a todos por lo que hicieron,
me voy redimido y penitente, con amor de corazón hacia ustedes”.
Así se paró de un modo místico, con un sublime desprecio de la muerte.
Lo ví besar gentilmente la Cruz, y entonces contuve mi aliento.
Aquella sonrisa bendecida fue borrada, cayó la capucha de negro,
ajustaron el lazo alrededor de su cuello, la soga colgaba floja.
Lo oí rezar, lo vi balancearse, entonces… entonces él no estaba allí,
una soga, una fantasmal soga amarilla se sacudía en el aire,
una soga danzante que pronto se detuvo, un silencio como de tumba,
y Hank el finés, aquel hombre de pecado, encontró su justa condena.
¡Su justa condena! Ahora ese es el punto. Me pregunto,
porque un hombre es lo que es, y jamás lo que fue.
Verán, el sacerdote llenó a ese tipo de tanta droga sagrada,
que al final vino a morir tan pío como el Papa.
Un amable rayo de sol formó un halo alrededor de su cabeza.
Pensé que vería un pecador, ¡vaya!, veía en cambio a un Santo,
sí, parado como se paran los mártires, limpio de la escoria mortal,
pienso que debió ser glorificado… Lo clavamos a una Cruz.
traducción: Hugo Müller