Habitación 7: El demonio de la coca
Yo no miraba a nadie, los pasé en la escalera,
¡sombras! no veo, ¡sombras! en todas partes.
Cazando, acechando, burlándose, brillando,
¡sombras!, no me importan.
Una vez que gane mi cuarto mi vida comienza.
Cierro la puerta con dolor, ¡cómo sonríe el diablo!,
sonríe con poderío y maestría, sonríe y sonríe en vano,
aquí es donde comienza el Cielo: ¡Cocaína, cocaína!
¡Una esnifada! Ah, eso es la cosa. ¡Cómo me pone divertido!
Ahora quiero cantar, saltar, reír, jugar.
¡Ja, tengo mi flirteo! En mi día la amante de un rey.
Sólo otra aspirada… ¡oh, la sagrada sustancia!
Cómo la habitación miserable salta de mi visión,
miseria y tristeza se mezcan en deleite,
el miedo, la muerte y la condena se desvanecen en la noche.
No más frío y pena, soy joven nuevamente, hermoso nuevamente,
¡Cocaína, cocaína!
Oh, fui hecho para ser bueno, ser bueno,
para el amor de un verdadero hombre y una vida que sea dulce,
bendiciones y maternidad junto al fuego.
Niños pequeños jugando alrededor de mis pies.
Cómo todo se desenvuelve como una pantalla mágica,
tierna, resplandeciente, clara y contenta, la maravillosa madre que debí haber sido,
los hermosos niños que debí haber tenido,
riendo, retozando y chillando con alegría,
oh, los veo ahora y los veo con claridad.
¡Queridos! Vengan y aniden cerca de mí, me reconfortan tanto,
y son tan… Cocaína.
Es la vida que tiene todo para culparla:
no podemos hacer lo que queremos,
ella nos viste con su vergüenza, nos corona con su enfermedad.
No me importa porque veo con calma más amarga,
la vida me ha hecho lo que fui, la vida hace lo que soy.
Si pudiera lanzar atrás los años todo sería lo mismo,
hambre, frío y lágrimas, miseria, temor y vergüenza,
y luego el viejo refrán, ¡cocaína, cocaína!
Siendo un bebé vino mi madre
donde ella hubiese podido vivir en paz sin nadie a quien culpar.
¡Y cómo trabajó!, más duro que cualquier esclavo, ¡con coraje!,
paciencia, llena de esperanzas, tierna, brava.
Teníamos un pequeño cuarto en Lavilette,
tan pequeño, tan vacío y limpio que aún lo veo.
¡Pobre madre!, cosiendo, cosiendo hasta tarde en la noche,
su rostro gastado junto al candelabro, esta París la golpeaba.
¡Cómo solía suspirar!, y mientras la observaba desde mi cama
sabía que ella veía techos rojos contra un primoroso cielo
y campos brillantes y manzanas empañadas de rocío.
Tuvimos tiempos duros. Contábamos cada centavo,
cosíamos sacos para el sustento. Yo era rápido…
Cuatro manos ocupadas en trabajar en vez de dos.
Oh, éramos felices allí hasta que ella cayó enferma…
Mi madre descansa, su rostro hacia la pared,
y yo, una chica de dieciseis, linda y alta, sentada a su lado,
toda conmovida por la desesperación,
arrodillada junto a su cama y vacilando una plegaria.
La orden de un médico yace sobre la mesa,
medicina por la cual, ¡compañeros!, no puedo pagar,
medicina para salvar su vida, para mitigar su dolor.
Busqué algo que pudiera vender, en vano…
¡Ah, todo se ha ido! La habitación estaba fría y desnuda,
se fueron las sábanas y la capa que solía usar,
el piso y la pared desnudos, cada estante y alacena,
nada que pueda vender… excepto a mí misma.
Busqué la calle, no podía soportar escuchar a mi madre lamentándose allí.
Agarré el diario en mi mano. Fue duro. No puedes comprender…
Caminé como mártir hacia las llamas, casi exaltada en mi vergüenza.
Ellos giraron, los que oyeron mi grito sin voz:
“En venta, una virgen, ¿quién la va a comprar?»
Y así me vendí salvajemente, y tomé el precio, una pieza de oro.
Arremetí una farmacia, tomé el papel de mi pecho.
Di mi dinero… ¡cómo brillaba, cuán precioso parecía a mis ojos!
Y entonces vi al farmacéutico fruncir el ceño,
rápidamente lo arrojó al mostrador, sacudió su cabeza con una enojada mirada:
“tu luis de oro es malo” dijo.
Aturdida, aplastada, volví a la noche, agarré mi brillante moneda tan fuerte.
No, no, no podía creer que pudieran engañar a alguien de esa manera.
Lo intenté nuevamente, y nuevamente desprecio, sospecha desdén,
siempre recibía la misma respuesta: “Desházte de esto. Tu dinero es malo”.
Me arrastré al cuarto con el corazón roto, al lado de mi madre.
Todo estaba quieto… ella dormía… me incliné, busqué levantar su cabeza…
“¡Oh Dios, ten piedad!”, ella estaba muerta.
Así fue cómo comenzó todo. Yo dije: la revancha es dulce.
Así en mi giro culpable, arruiné a muchos hombres.
Ellos se arrastraron a mis pies, no tuve piedad por ninguno,
Los desangré a todos. Oh, tengo interés por aquel meritorio luis de oro.
Pero ahora se terminó, veo, no me importa ninguno,
sólo a la noche a veces, en sueños escucho sonar las campanas de boda
y veo a una mujer sin mancha con niños a sus rodillas.
¡Ah, cómo me confortas, cocaína…!
traducción: Hugo Müller