Los reyes deben morir
Alfonso Rex, que murió en Roma,
era un puñado de pequeño,
cuando visité su casa,
aquel encantador palacio en Madrid,
la sonriente guía me mostró
donde condujo su caballo por la escalera.
Aquella gran escalera de marmóreo poderío,
la más majestuosa de la tierra,
en esplendor estatuario, vuelo sobre vuelo,
urgía a su córcel con el látigo en mano.
Ningún lacayo podía impedirle ganar el corredor dorado.
Irrumpió en la suite real,
y como un cowboy que gritó con alegría,
esquivando los pies voladores del cargador,
el chambelán se conmovió al verlo:
¡Imagina cómo debió ser una pena para la Madre Reina Cristina!
Y así a través de magnificencia refinada,
vagué de habitación señorial a habitación señorial,
todavía asaltado para siempre por el sentido trágico de una condena dinástica.
Las paredes se lamentaban: los reyes deben morir,
siendo tipos llanos como tú y yo.
Bien, he aquí la moral para mi rima:
cuando los recuerdos más agradables se desvanecen
encontramos que el tiempo caprichosamente
conserva alguna loca escapada.
Así que cuando me fui me paré para contemplar
con disfrute humorístico donde Alfonso destrozó la escalera del Palacio.
Robert William Service, trad. HM