El Guacho, un dolor de huevos para los traidores Santos y Moreno
Por Alvaro Correa
Ni el mandatario de Colombia ni el de Ecuador pronuncian su verdadero nombre, Walter Artízala, un afrodescendiente del montón, con “militancia” de origen humilde, que nació y creció en una zona convulsa, pobre, precaria y olvidada por los gobiernos de ambos países. Nunca se destacó por sus dotes intelectuales o guerrilleras ni intervino en las disputas de poder, allí donde corre el dinero como la cocaína en las grandes urbes colombianas, donde hay que lidiar con cuerpos policiales, militares y paramilitares (y guerrilleros, por si esto fuera poco).
Ahora la banda armada del Guacho ha liquidado a tres periodistas ecuatorianos, que se aventuraron a una zona de “la guerra contra el narcotráfico” que Estados Unidos libera en Colombia desde la época de Bill Clinton, como un eufemismo de su ocupación y avasallaje colonial a través de la DEA, que es la principal agencia traficante de drogas a nivel global, aunque sus estatutos digan absolutamente lo contrario. El crimen de los “wachos” (así ya llaman a su grupo de bandoleros) fue tan efectivo que a un mes de su acto vandálico no ha devuelto los cuerpos, poniendo en una nebulosa la confirmación de Lenin Moreno de que sus compatriotas fueron ejecutados. Según las autoridades, ya habían concertado su entrega con el líder del grupo disidente de las FARC Oliver Sinisterra (el mismísimo Guacho), pero éste se arrepintió a último minuto, temiendo una emboscada de los militares colombianos y ecuatorianos que no pueden dar con su paradero. Increíble que las siete bases militares yanquis activas en el país cafetero (hoy más bien cocalero), con una promocionada tecnología de última generación, no pueda cazar al Guacho y largarlo a las fieras para que lo linchen y lo humillen en cadena mundial, bajo la mirada astuta de las redes sociales.
El supuesto raid criminal de la banda de Guacho prosiguió con una pareja de ecuatorianos, supuestos miembros de los servicios de inteligencia del Estado, que han sido secuestrados, solicitando a cambio de sus vidas la liberación de varios wachos que están padeciendo torturas y violaciones en cárceles de ambos países. En verdad, y teniendo en cuenta la cantidad de noticias falsas que pululan en los medios de comunicación, habría que corroborar y verificar por qué los aparatos de inteligencia militar le atribuyen ambas acciones al guerrillero negro. De acuerdo con Iván Márquez, un alto dirigente de las FARC, desconoce que Guacho haya militado en las filas guerrilleras, y sostiene que actuaba como colaborador de paramilitares colombianos.
El estatus de criminal otorgado a Guacho sirve para dos cosas, tanto en la disputa política como en la ya mencionada guerra paradójica contra el narcotráfico: se lo ha de usar de blanco, como trofeo de guerra, y cuando lo cuelguen (al estilo Klu Klux Klan, tan de moda en la capital del imperio) contagiarán al pueblo la sensación de que la guerra se está ganando, y que se podrá disfrutar de una paz duradera, la sensación de que “están ganando los buenos”, el presidente paralítico y el presidente muñeco de torta.
La historia de Guacho ya ha sido comprada por CEOs de Hollywood que comenzaron un casting para una superproducción que embriagará a los consumidores de Netflix. Allí el “disidente de las FARC” aparecerá como un malvado, tal vez superdotado sexualmente, como el famoso negro de Whatsup. Deberá ser interpretado por alguien ducho en villanías salvajes, un creyente en los desposeídos de Tumaco y Mataje, capaz de abrirse paso en la senda del narcotráfico y paramilitarismo en Colombia, que tantos buenos “puestos de trabajo” ofrece a la escoria de la sociedad. La consigna, en su búsqueda, es “hay que matar al Guacho”. La historia todavía no terminó, y él debe estar en algún lugar oculto de la selva, negociando la entrega de cuerpos, sean éstos con vida o cadáveres.