Avivada, Rumania institucionaliza la corrupción
por Alvaro Correa
El sistema político rumano poscomunista se encuentra en una crisis generacional. Una elite política se ha incrustado en medio de diferentes fuerzas contendientes: el movimiento de protestas callejeras, la Unión Europea, el estado, que está desproporcionadamente armado para miembros del PCR (Partido Comunista Rumano) que se reciclaron en el poder luego de la revuelta de 1989 –que acabó con los Ceauşescu-, y ahora están siendo removidos, de una sentencia de prisión a la vez. Ellos controlaron los servicios secretos bajo Ceauşescu. Hoy están siendo deshuesados por su anterior brazo institucional. No todos estaban en el PSD (Partido Socialdemocráta), pero éste ha sido el objetivo de la furia de la clase media por dos motivos.
Primero, se convirtió en mayoría en el parlamento, y explotó esta circunstancia para evitar la acción de la justicia en forma descaradamente cruda. La ley que precipitó las protestas proponía la legalización de la corrupción: un proyecto de ley anterior, que había sido sancionado, permitía a los presos rumanos reducir sus sentencias autopublicando “trabajos de valor científico”, dándole súbitas ráfagas de pseudo-academicismo (“Implantes dentales versus Prótesis cementadas en Diente natural”, por Realini Lupşa, una estrella pop actualmente en prisión bajo cargos de evasión de impuestos).
Segundo, el PSD, con todo lo corrupto que es, es el único defensor político de un enorme conjunto de rumanos que no están protestando, y que nunca ingresaron a la clase media. El sociólogo ruso Yuri Levada llama a esta gente homo prevaricatus —los sucesores del homo sovieticus, que como cualquiera en Europa del Este, emergieron como los perdedores de 1989. La clase media protestaba que ellos eran un impedimento para que Rumania retornara a Europa. Eran los ştirbi, ‘palurdos desdentados’. Viven en aldeas. Trabajan la tierra. Son reconocidos como la gente más religiosa en el continente. Su estándar de vida alguna vez se equiparó al del sur europeo. Ahora se asemeja bastante a América Central. De cualquier modo, son pro europeos. El PSD ha incorporado a su causa a este campesinado, que se supone se está defendiendo contra la marketinización de Rumania. Vota por elevar sus pensiones, evitar el fin de los servicios públicos e imponer tasas a las corporaciones. Dirige varias cadenas de TV rumanas y controla tres de cuatro pueblos a través de un entramado de barones locales que supervisan dependencias parternalistas a través del campo. El PSD es el único partido que los campesinos han visto en campaña en sus aldeas. Aún cuando sólo uno de cada seis rumanos lo votó, fue suficiente para darle el control del parlamento en un país con el índice de votantes más bajo de toda Europa. En 1990, el 86% de los rumanos votó en las elecciones, en 2008 y nuevamente en 2017, sólo un 39%. En cuanto a los otros partidos rumanos, sus ambiciones parlamentarias sólo podrán realizarse si pueden tanto captar el voto de la clase media en protesta (díficil, en la medida que estos partidos son tan o más corruptos que el PSD) o astillar su bloque electoral. ‘Cuánto más rápido nos muramos, mejor para ellos’ comenta un pensionado pro PSD en un pueblo a las afueras de Brăila.
La anti-corrupción es sintomática de un problema más profundo. Ningún lado del espectro político se ha resistido a su compartida inclinación atlántica. A fines de 2014 la creciente diáspora europea impulsó a Klaus Iohannis —una nulidad en la política nacional, aunque respaldado como un alemán eficiente por las mitologizantes clases medias-, a una improbable victoria presidencial sobre el ex primer ministro Victor Ponta, que había sucedido a Iliescu a mediados de los 2000s como líder del PSD. Iohannis era el anti-Băsescu de la derecha rumana: maduro, pulcro, por encima de arrebatos vulgares, venció a Ponta en una campaña en la cual el PSD recurrió a un desesperado populismo nacionalista, demandando a su electorado rural a que rechazara al portavoz luterano de Alemania. Pero los votantes, especularon con que Iohannis continuaría las batallas anti-corrupción de Băsescu, sin ninguno de los escándalos de Băsescu que inevitablemente los defraudaron. Porque Iohannis no es menos corrupto que cualquiera de sus antecesores. En los ’90 su familia reclamó falsamente la propiedad de viviendas anteriores a 1946; una sola de ellas, alquilada a una sucursal de Raffeisen en la plaza principal de Sibiu, le reportó a Iohannis unos €320,000 en cheques de renta ilegales desde 2003.(Kövesi, a quien Iohannis nombró en segundo término como jefe de la Oficina Anticorrupción en 2016, nunca comentó el caso, a pesar de que obturó las carreras de varios políticos por mucho menos.) Iohannis, que no es un político talentoso, se rodeó de impecables globalistas y especialistas en seguridad. Su asesor más cercano, Leonard Orban, sirvió como primer comisionado de la UE por el multilingüismo. Su asesor económico, Cosmin Marinescu, un economista neoliberal, fue uno de los arquitectos de la integración de Rumania a la UE. Su embajador en Berlin, Emil Hurezeanu, había dirigido Radio Free Europe. Su embajador en Washington, George Maior, había sido previamente jefe del Servicio de Inteligencia.
En Bucarest, la segunda ciudad más grande de los Balcanes, las privaciones del último siglo se exhiben por todas partes. Una capital que en 1930 aspiraba a ser la pequeña París del Este, ha emergido del comunismo como una metrópolis con una compulsiva conformidad, con más fast-foods y outlets per capita que cualquier otra ciudad europea. Para colmo de males, Băsescu encabezó la matanza de 50.000 perros callejeros, siendo responsable del 25% de las visitas de emergencia hospitalarias en Rumania. Ahora, en el viejo centro de la ciudad pululan publicidades de neón y despedidas de soltero para bachilleres británicos borrachos: una nueva Praga (un enclave de la prostitución más desalmada). La Casa del Pueblo de Ceauşescu, el edificio más pesado de la tierra, se convirtió en un museo sepulcral, demasiado grande para ser iluminado por el estado durante las noches, sus cimientos desmoronándose en trozos de hormigón del tamaño de un puño para el pillaje barato de los turistas. Los bloques comunistas han sido despejados para darle espacio a cadenas hoteleras que reciben el nuevo influjo de los hombres de negocios internacionales. En los suburbios, desparramados alrededor de la gigantesca embajada estadounidense, filas de shoppings y malls han dejado a la avenida principal de la ciudad, Calea Victoriei —donde Mircea Eliade y Constantin Noica se hicieron escritores y Gorbachev desfiló junto a Ceauşescu en una caravana de automóviles en 1987 —una sucesión de frentes de tiendas frustradas. El públicamente agobiado conjunto de cines que rodeaban los Jardines Cişmigiu ha desaparecido: los nuevos propietarios, ex miembros de las fuerzas de Seguridad, supuestamente han subcontratado la destrucción de su competencia a pandillas de delincuencia organizada. Sólo en el viejo e intimidante manojo de mansiones de vecindarios como Negustori y Armenească se puede echar una mirada al pasado precomunista. Lazos de Roma se desplazan a la deriva, sostenidos con despiadado desprecio por los otros locales, venta de flores y baños en el Dâmboviţa por deporte. Rumania se ha entregado al capitalismo más prostituto, y está orgullosa de ello, y de que conserva como tesoro un aparato burocrático absurdo heredado de la época comunista.