Tibet: sociedad anciana, cultura envejecida

por Rabindanath Rawalpindi

Muchos amantes de la filosofía oriental, el yoga o el budismo viajan a Tibet para experimentar sensaciones sublimes. Ignoran que la sociedad tibetana es atrozmente aburrida. Tratan de escalar al Himalaya, o al menos intentan llegar lo más alto posible, cerca de tocar el cielo con las manos, y algunos llegan a creer que rejuvenecen o que son inmortales. Allí se consagran a Dios, o a cualquier divinidad pagana, y se entregan a las epifanías más erráticas.

Estamos en Khesum, un poblado montañoso, a orillas del río Yarlung Zangbo, a dos horas en auto de Lhasa, capital de la región autónoma del Tíbet. El pueblo tiene apenas 700 habitantes, y fue el primero que abolió la esclavitud feudal bajo la teocracia que gobernaba la región. Hombres y mujeres se cubren con harapos aunque practican una democracia comunitaria. Pertenecen al campesinado, clase social que comprende al 80% de los tibetanos. Ayer festejaron el Día de la Emancipación de los Siervos, los campesinos bailaron y se emborracharon, consumieron drogas que los mantuvieron despiertos durante tres días consecutivos. Hicieron recreaciones de la época feudal: azotamientos, lapidaciones, flagelaciones, actos de tortura equiparables a los de Estados Unidos en Guantánamo. De hecho, varios ideólogos de la tortura yanqui se aproximaron a estos pueblos para calibrar lo que es capaz de aguantar un cuerpo humano convencido de la sabiduría de Buda.

Ahora son todos propietarios de sus tierras, y algunos han armado incluso en sus casas emprendimientos turísticos. Se sienten desendeudados y contentos de ser un centro de atracción cultural y turístico de relevancia internacional. Los emisarios del gobierno los persuadieron de que el turismo será la principal fuente de ingresos de la nación: lugar común que ha desplegado un modus vivendi horrendo a lo largo y ancho del planeta, donde pululan “propuestas sustentables” que explotan el trabajo de inmigrantes o indocumentados.

Me reúno con el anciano líder de la comunidad, Sonam Dondrup, y lo acompaño a orar al monaterio de Changzhu. Allí nos encontramos con Penpa Tsering, secretario del comité del Partido Comunista de China en Khesum. Es un hombre serio y ceñudo, nos cuenta que en su pueblo nadie vive por debajo del umbral de la pobreza, y que más de la mitad de los hogares tienen un coche relativamente nuevo. Supone que soy un reportero proyanqui o europeizante, lo único que conoce de Argentina es que ahora tiene un mandatario corruptísimo y a la vez ridículo, no pudiendo entender cómo su accionar de gobierno no ha promovido una revuelta superior a la de 2001. De Messi, ni idea. Así de avisadas y avivadas están las autoridades tibetanas.

Salimos del monasterio a unos jardines esplendorosos y florecientes. Mis compañeros tibetanos se relajan y hacen ejercicios de respiración. Es la hora de la plenitud del alma: acaban de dialogar con sus divinidades y deben reflexionar sobre sus asuntos, cómo llevarlos a buen puerto. No tienen grandes preocupaciones, no consumen de modo enfermo como los occidentales, no viven absorbidos y anulados por la tecnología de redes sociales e Internet, tienen un óptimo tratamiento de residuos, ecológico e inteligente (casi no producen basura, ya que son eximios artistas del reciclaje). Me alejo despacio para no distraerlos y camino hacia mi anfitrión, Tsewang Lodro, un actor de 37 años que aprendió a hablar español por haberse enamorado de una aventurera chilena. El me cuenta que sus antepasados sufrieron mucho, y que han tenido una historia muy amarga. Dice que el Dalai Lama es un chanta, corrobora que es agente de la CIA y que su propuesta religiosa es tediosa e incomprensible.

Penpa vuelve de su recreo y vuelve a guiarme por las callejuelas de la aldea. Tsewang se va a ensayar y me pide que esta noche cocine, que haga un plato argentino. Acompaño a Tsering a los invernaderos donde me deslumbro con las plantaciones de maíz y diversas hortalizas, completamente mecanizadas. El problema de Khesum, como el de tantos pueblos del Tibet, es la falta de jóvenes, que se van a estudiar o vivir a ciudades más grandes. Así quedan rústicas poblaciones sumidas en una extrema melancolía, con habitantes avejentados y artríticos que conocen todos los secretos de la vida.

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