La Misión
Allí al fondo vivía yo entonces,
cruzando la calle enfrente de la funeraria,
por las tardes miraba las sombras y pensaba en el cementerio
detrás de la casa de Emily Dickinson,
cómo la muerte no era un concepto,
sino alma tras alma que ella observaba
arrojarse a la fría tierra de Nueva Inglaterra.
Quizás era el sol de la Misión,
quizá sólo que era más joven,
pero era menos en los días ruidosos que confortables,
la calle llena de autos para un despertar,
los niños jugaban a la etiqueta al frente
mientras los cuerpos se escabullían al fondo.
El único indicio de muerte de aquellos racimos de autos,
luces bajas como una conversación, oscuridad ociosa
mientras las suites de segunda mano que padres, o hijos
o nuevos huérfanos han rescatado de sus closets,
orando porque todavía se ajustan. La mayoría lo hacía.
Muchos reían a pesar de sí mismos,
chocaban sus manos y crecía el hambre fuera de hábito,
el atardecer aproximándose nuevamente,
el reloj de casa, roto como un hueso, siempre marcaba las tres.
Mañanas o muerte de la noche, me preguntaba
quién había dormido allí y escrito cartas
que más tarde olvidé que había enviado a mi padre,
ahora encontradas animadas entre la desordenada marea de sus pertenencias.
El mantenía todo vivo.
He venido a enterarme que la pena no es un sustantivo sino un verbo,
algo que, a difrencia de la vida,
haciendo bien haces menos de lo necesario.
El sol está demasiado brillante.
Tus ojos se ajustan, se tornan como la noche.
Las manos cubriendo el rostro,
sus números oscuros e inmóviles,
distintos de los coches que se amontonan y comienzan a salir,
cortejo silencioso,
arrastrándose, medio sombrío,
hasta que no podía ver para ver.
Kevin Young, traducido por HM