Una tarde en una huerta de azúcar
Desde donde permanecí en calma en marzo
fuera de la casa de azúcar una noche casual,
llamé al bombero con voz cuidadosa
y le pedí que dejara la sartén y alimentara el arco:
‘Oh, bombero, dale al fuego otra carga
y envía más chispas con el humo de la chimenea’.
Pensé que algunas deberían enredarse, como lo hicieron,
entre las ramas de arce, y en la rara atmósfera de la colina no dejarían de brillar,
y así añadirse a la luna allá arriba.
La luna, aunque delgada, era lo suficiente luna para mostrar
en cada árbol un cubo con una tapa
y sobre el suelo negro una alfombra de piel de oso de nieve.
Las chispas no hacían ningún intento para ser la luna.
Estaban contentas de figurar en los árboles
como Leo, Orión y las Pléyades.
Y eso era aquello de lo que las ramas estuvieron pronto repletas.