La osa
La osa puso ambos brazos alrededor del árbol que estaba encima
y lo arrastró hacia abajo como si fuera un amante,
y sus labios embebidos en cereza para el beso del adiós,
luego dejó que chasquee hacia el cielo.
En su paso siguiente golpeó una piedra del muro
(ella estaba haciendo su paseo otoñal a través del campo).
Su gran peso hace crujir el alambre de púa en sus grampas
mientras se desplaza por arriba y debajo de los arces,
dejando en un diente de alambre un mechón de pelo.
Ese es el progreso de la osa fuera de la jaula.
El mundo está lleno de espacio para que una osa se sienta libre;
el universo parece estrecho para tú y yo.
El hombre actúa más como la pobre osa en una jaula,
que todo el día pelea una nerviosa rabia interior,
su carácter rechazando todo lo que su mente sugiere.
Camina hacia un lado y otro y nunca descansa
el taconeo de su uña y el bailoteo de sus pies,
el telescopio a un borde de su compás,
y en el otro borde el microscopio,
dos instrumentos de casi igual esperanza,
y que juntos dan casi una envergadura.
O si sus restos de huella científica
son sólo para sentarse y balancear su cabeza
a través de noventa grados de arco, parece,
entre dos extremos metafísicos.
El se sienta en su aljibe fundamental
con el hocico alzado y los ojos (si tiene) cerrados
(parece religioso pero no lo es),
y adelante y atrás se balancea de una mejilla a otra,
en un extremo de acuerdo con un griego,
en el otro extremo de acuerdo con otro griego
que puede ser pensado, pero sólo para hablar.
Una figura holgada, igualmente patética
cuando es sedentaria y cuando es peripatética.
poema de Robert Frost, traducción de HM