Alma y genética en la identidad argentina
por Leila Soto
La maldita realidad que nos circunda está plagada de violencia. Violencia económica de una renovada oleada neoliberal de escala mundial. Cuando se tenga que contar este período histórico, la poderosa imagen visual que lo simboliza es la impresionante caída de las torres gemelas. Hecho que inaugura un nuevo y oscuro período de la hegemonía estadounidense. Porque con ese violento acto se justificaron una serie de acontecimientos imperiales y neocoloniales en todo el planeta. Como en los grandes relatos universales, la tragedia humana es utilizada como un botín de guerra, una excusa para legitimar el dominio del vencedor.
La historia, la literatura y las artes ejercidas con cierta responsabilidad ética son las que contribuyen a la comprensión de estos fenómenos. El problema es que la mass media está inundada de porquería que sólo embarra la cancha. Especialmente violento puede ser, por ejemplo, el foro de comentarios en el diario La Nación. ¿De dónde sacan a toda esa gente?
Simplemente, son gente linda, que se cree “informada” y legitimada culturalmente por años de sistema educativo. Se trata de un sistema imprescindible en la construcción identitaria de la patria chica o nación Argentina. Pero como las artísticas creaciones en el género de terror, el sujeto pedagógico argentino tiene mucho del monstruoso Nosferatu. Racista, cipayo, producto de una inmigración asimilada, homogeneizada y pasteurizada. La patria argentina que se enseña y aprende, invisibiliza algunos colectivos, extermina a otros y atemoriza a todo el que no encaja en el relato positivista.
Porque si gobernar era poblar, el problema es que la civilización que viene poblando este rincón americano no cumplió con los altos estándares de nuestros blancos y liberales gobernantes. Los que ya vivían originalmente eran unos salvajes que sólo servían para regar con su sangre las pampas. Ni para trabajar, ni como héroe de las guerras de independencia ni como legítimo propietario de buena parte del territorio productivo. Su alma, su cosmovisión y su dignidad fueron son y serán objeto del escarnio, la explotación y mercanitización, la banalización new age y el más violento bullying colectivo. Como el monstruo a linchar es Springfield, en los Balcanes o en Soldati: antes que argentinos somo un “mal social”, chivos expiatorios de todos los problemas.
Tal como apreciara una encantadora docente de historia argentina en el secundario “Si no fuera por Roca, hoy seríamos todos de tez oscura”. Si fuera contemporáneo es probable que Sarmiento repudiara este aspecto como el de la mayoría de mis compañeros de escuela pública pseudo inclusiva.
Como muchos sujetos pedagógicos provenientes de clases subalternas, de niña odiaba la figura pública de Sarmiento. ¿Por qué? Porque ser el fundador del sistema educativo constituía para mi cabeza femenina, pobre, villera e hija de migrantes como el responsable de toda la violencia simbólica que la mayoría de los “sujetos pedagógicos” recibimos en la Escuela normalista. Pero leerlo fue comprenderlo. Sin poder empatizar con su concepción pura del liberalismo, no deja de producirme cierta lástima, porque su concepción civilizatoria, como la de Alberdi, fue lastimosamente mal parida. Es posible reconocer en la genética visual -sin costosos estudios de laboratorio-, que la mayoría de la nación argentina atesora una mezcla genética abominable, representando casi todo lo que odiaba el inmortal padre del aula. Como si mandinga (el diablo negro) hubiera metido la cola (o el semen). Ni su pluma, ni su espada ni su palabra pudieron crear un Estado como el que tanto envidiaba a los gringos del norte. Algo falló, parafraseando a la vieja docente normalista “Roca no logró imponer la definitiva moda de la tez blanca”. El Trump argentino, Adolfo Alsina, con su variante zanja en vez de muro, nunca llegó a disfrutar de un límite material contra los malones, pero su idea hoy es reivindicada en los foros del diario La Nación, al que se le puede atribuir ser el sponsor oficial de la conquista y, desde luego el sostenedor del muro simbólico contra los malones. La coherencia editorial los coloca en la vanguardia de los dispositivos de dominación simbólica. Ayer, hoy y mañana reivindican todos y cada uno de los crímenes a la humanidad que nuestra patria ha gestado: conquista del desierto, fusilamientos, represiones, bombardeos y terrorismo de Estado. Escupe odio de clase tan estéticamente elaborado como sus publicidades de tarjetas de crédito, bancos y supermercados.
El sistema educativo heredado es el que nos condena como el peor resultado de todas nuestras identidades originarias: negros o cipayos de mierda, inmigrantes ignorantes y pobres. Tal como lo expresó el maestro Sarmiento padecemos la desgracia originaria de una herencia hispana de modales católicos (hipócrita, culposa, venal). Capaz de ofrecer cómplices espirituales o denunciantes de genocidios. Alberga la contradicción en toda su esencia: la biblia y el calefón. El cachivache servil o la literatura de Borges. Con la falta de disciplina calvinista para exterminar sin mezclar como hicieron los sajones en el norte o los alemanes en África. Pobre Sarmiento, los negros, los morochos, las indias piojosas, los inmigrantes anarquistas, los gallegos brutos le escupimos el asado a la crema innata de la argentinidad. Apropiarse de los originarios huérfanos en la Conquista fue su maldición. Aunque hay que darle cierto crédito a Roca, si se compara la visual poblacional de Bariloche con la de una ciudad trasandina como Temuco, donde fácilmente se advierte el contraste. No sólo en la genética reveladora del pelo negro y lacio de quienes resistieron la conquista a fuerza de procrear, sino también en la reveladora cultura de masas que padecemos, desde el pelo oxigenado, el amor por Miami y la sodomizada actitud de una plebe humilde que trabaja de docente o de policía. Tan oscura como su “enemigo”, tan distinta de la admirada pureza genética del europeo ario idealizado. Tan pelotuda que es capaz de pagar lo que no tiene ni lo que corresponde para huir de la escuela pública (porque está llena de villeros). La que repite bobaliconamente su admiración por Europa y por los europeos pero que desconoce olímpicamente las tremendas historias y conflictos detrás de las oleadas inmigratorias.
Sistemáticamente las clases populares les aguamos la fiesta a los apellidos ilustres que se agenciaron de la tierra sin trabajar. Los explotadores que fundaron la sociedad rural, los que se opusieron a la masividad e inclusividad del sistema educativo. Los que lo desfinancian cuando achican al Estado, los que estigmatizan al pobre con un vocabulario nutrido de estereotipos: salvaje, negro, delincuente, indio, piojoso, populacho, peronista, subversivo, villero, guerrillero, zurdito.
La clase dominante que no quiere invertir un peso en ciencia y científicos argentinos pero quiere ser “un país normal”. La que viene tragando la cultura popular que le vende Clarín en todos sus formatos. La que le gusta burlarse de sus hermanos latinoamericanos. La que desprecia a cualquier juventud que no sea “normalmente capitalista”. El tratamiento despectivo al hippie Santiago Maldonado es igualmente violento que el que les depara a las víctimas de femicidios u otros crímenes donde la combinación mujer/joven/pobre es asquerosamente utilizada y estigmatizada.
Me enorgullezco de ser la excepción a los objetivos de Roca y de las campañas del desierto. Como la mayoría de la población argentina no tengo un linaje rastreable, no soy de la nobleza. Mi color de piel me permite hipotetizar con antepasados de pueblos originarios, pero también de moros, apellido de origen portugués heredado de algún inmigrante prolífico sólo en prole. Republicana por convicción, no interesan los linajes de ningún tipo, no se puede contrarrestar una pureza étnica con otra. A otro gil con esas zonceras. La identidad es una construcción más compleja que la cantidad de sangre aborigen que resiste en los colectivos sociales del gran Estado argentino. Lo que nutre la identidad es el alma que no hemos vendido a mandinga o a los dioses capitalistas. La identidad es la que puede apreciar y reconocer su patria chica o grande, con idioma o con lunfardo. La que es solidaria con todos esos pueblos, movimientos sociales y líderes que son sacrificados, asesinados y sometidos por las multinacionales extractivistas que hicieron del concepto de soberanía una entelequia. La que se reconoce pueblo. La que siente orgullo por su diversidad y plurinacionalidad.