El recolector de resina
por Robert Frost, traducido por HM
Allí me sorprendió y me condujo a su ladera,
en la zancada del amanecer, y me acompañó cinco millas en mi camino
mejor que si me tuviera a horcajadas,
un hombre con una bolsa balanceándose como carga
y la mitad de la herida de la bolsa alrededor de su mano.
Conversamos como ladrando encima del estruendo del agua que corría junto a nuestro camino.
Y por contarle dónde había estado y donde viví en tierra de montaña
para regresar a casa del modo en que lo hacía,
él me contó poco sobre sí mismo.
Vino desde lo más alto en el paso
donde el sustento de las nacientes quebradas
son bloques que dividen la masa de la montaña y el salto.
Era un sustento suficiente, parecía que siempre podría moler la tierra por pasto.
(El modo en que está lo hará para el musgo.)
Allí construyó su cabaña robada.
Tenía que ser una cabaña robada,
por los temores al fuego y los troncos que
perturban el sueño de la gente de la madera:
visiones de la mitad del mundo incendiándose en negro
y encogido amarillo del sol en humo.
Sabemos quiénes son cuando vienen al pueblo,
traen bayas bajo el asiento del vagón,
o una canasta de huevos entre los pies;
lo que este hombre traía en un saco de algodón era la resina del abeto de la montaña.
Me mostró bultos de la materia perfumada como joyas sin cortar,
obtuso y áspero acudía al mercado del marrón dorado;
pero se tornaba rosa entre los dientes.
Le dije que ésta es una vida placentera,
ponerle el pecho a la corteza de los árboles
que todos los días son oscuros abajo,
y llegar arriba con un pequeño cuchillo,
para soltar la resina y tomarla y traerla al mercado cuando quiera.