El comienzo
de Robert Frost
Siempre lo mismo, cuando en una noche fatal
finalmente la nieve acumulada descendió tan blanca
como se podría ver en los bosques oscuros,
y con una canción no volverá a mostrarse por todo el invierno
con su siseo sobre la tierra todavía descubierta,
casi me tropiezo mirando por todos lados,
como alguien sorprendido por el final
abandonando su recado, y deja que la muerte descienda sobre él,
allí donde se encuentra, sin haber hecho nada con el mal,
sin ningún triunfo importante,
más que si la vida jamás hubiese comenzado.
Todavía todo el precedente está de mi lado:
sé que la muerte del invierno nunca ha intentado la tierra pero ha fallado:
la nieve puede amontonarse en largas tormentas
a cuatro pies de profundidad sin irse a la deriva
medidas contra el arce, el abedul y el roble,
no puede revisar el gruñido de plata del mirón;
y yo debería ver la nieve toda descendiendo por la colina
hacia el agua del esbelto arroyo de abril
cuya cola destella a través del freno marchito del año pasado
y hierbajos muertos, como una serpiente que desaparece
nada permanecerá blanco excepto el abedul de aquí,
y allí un racimo de casas con una iglesia.