Uvas salvajes

¿De qué árbol no se debe recoger el higo?
¿La uva no se debería recoger del abedul?
La uva es todo lo que conoces, o conoces el abedul.

Como una chica que recogí del abedul,

igualmente con mi peso en uvas, un otoño,

Tengo que saber de qué árbol es fruto la uva.

Nací, supongo, como todos

y crecí para ser una pequeña chica con rasgos de nene,

mi hermano no siempre podía dejarme en casa.

 

Pero aquel comienzo fue transformado en temor

el día en que me balanceé suspendida con uvas,

y vino luego como Eurídice,

y de las regiones superiores llegó en forma segura;

y la vida que vivo ahora es una vida extra

que puedo desperdiciar como me plazca y con quien me plazca.

Así que me ven celebrando dos cumpleaños,
y proveerme de dos edades diferentes,

una de ellas cinco años más joven que como me veo.

Un día mi hermano me condujo a un campo

donde había un solitario abedul blanco que él conocía,

luciendo un fino vestido de hojas puntiagudas,

y pesadas en su pesada cabellera,

contra su cuello, un ornamento de uvas.

Uvas, sé de las uvas por haberlas visto el último año.

Un racimo de ellas, y luego comenzaron a haber

racimos a mi alrededor creciendo en abedules blancos,

el modo en que crecían alrededor de Leif, el Afortunado Alemán;

más aún, casi más allá de mis manos elevadas,
como solía lucir la luna cuando era más joven,

y sólo libremente para estar dispuesto a trepar.

Mi hermano se trepó y primero me arrojó uvas

para perder y esparcir
y tuve que cazar por ellas en dulces helechos y tajadas duras

que le daban a él algo de tiempo para comer,

pero no demasiado, quizás, como necesita un muchacho.
Entonces, para hacerme completamente autosuficiente,

trepó aún más alto e inclinó el árbol a la tierra

y lo colocó en mis manos para que pudiera coger mis propias uvas.

‘Vamos, coge éstas de la cima del árbol, bajaré más.

Espera con todo tu poder cuando las deje caer’.

Le dije que tenía el árbol. No era verdad.

Lo opuesto era verdad. El árbol me tenía a mí.

El minuto en que lo dejó conmigo solo

me levantó hacia arriba como si fuera el pescado
y él la espada. Así que fui traducida a

elevados aullidos de mi hermano que decían ‘¡Dejalo ir!’

Pero yo, con algo del apretón de niña

adquirido ancestralmente en árboles como esos
cuando madres más salvajes que las nuestras más salvajes ahora

colgaban bebés de las ramas por las manos

para secar o lavar o curtir, no sé qué

(tendrán que preguntarle a un evolucionista).

Yo me sostuve sin quejarme de la vida.

Mi hermano intentó hacerme reír para ayudarme.

‘¿Qué estás haciendo con aquellas uvas?

No tengas miedo. Algunas no te herirán.

Digo, no te atraparán si tú no las atrapas a ellas’.

¡Más peligro de mi recolección de nada!
Por aquel momento ya estaba bastante bien reducida

a una filosofía de colgar-y-dejar-que-cuelgue.

‘Ahora ya sabes cómo se siente’ dijo mi hermano,

‘Para ser un racimo de uvas salvajes, como las llaman,

que cuando piensa ya se ha escapado el zorro

creciendo donde no debería, en un abedul,

donde un zorro no pensaría en buscarlas,

y si mirara y las encontrara, no las podría alcanzar,

justo entonces llegamos tú y yo para recogerlas.

Sólo tú tienes la ventaja de las uvas de un modo,

tienes un tallo más para aferrarte,

y prometer más resistencia al recolector’.
Uno por uno, perdí mi sombrero y zapatos,

y todavía me aferraba. Deje caer hacia atrás mi cabeza,

y cerré mis ojos contra el sol,

mis orejas contra la insensatez de mi hermano,

‘Dejate caer’, dijo, ‘te agarraré sobre mis hombres. No está lejos’.
(Dicho en longitudes de él podría no estarlo.)
‘Salta o sacudiré el árbol y te caerás’.

Silencio severo de mi parte mientras me hundía hacia abajo,
mis pequeñas muñecas estirándose hasta que mostraron las cuerdas del banjo.

‘¡Por qué, si ella no era seria sobre eso!

Me sostuve aferrada un rato hasta que pensara qué hacer.

Inclinaré el árbol hacia abajo y podrás descender’.
Yo no sé demasiado sobre dejar caer,

pero una vez que sentí el suelo con mis medias

y el mundo vino girando hacia mí de regreso,

sé que miré profundamente mis dedos arrollados,

antes de que los enderezara y les cepillara la corteza.

Mi hermano dijo: ‘¿No cargas nada?

Trata de cargar algo la próxima vez,

así no serás lanzada por abedules hacia el espacio’.

No fue el hecho de que no cargara nada

tanto como mi no conocer nada,

mi hermano había estado más cerca justo antes.

No había tomado mi primer paso en el conocimiento,

no había aprendido a avanzar con las manos,

y aún no había aprendido con el corazón,
y no deseaba ni necesitaba hacerlo con el corazón,

lo que podía ver. La mente no es el corazón.

Puedo todavía vivir, como sé que otros viven,

desear en vano para dejarse ir con la mente,

de cuidados nocturnos para dormir,

pero nada me dice que necesito trepar con el corazón.

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