Una fuente, una botella, las orejas de un burro y algunos libros

de Robert Frost (traducción de Hugo Müller)

El Viejo Davis era dueño de una montaña de sólida mica en Dalton

que algún día haría su fortuna.

Había unas personas de Boston que vinieron a verla:

y los expertos dijeron que profundo en la montaña

las hojas de mica eran grandes como ventanas de cristal.

Le gustaba llevarme allí para mostrármela.

“Te diré lo que me muestras.

Recuerdas que dijiste que conocías el lugar en Kinsman,

donde una vez se establecieron los primeros mormones

y contruyeron una fuente de piedra bautismal en el exterior,

pero Smith, o alguien, los convocó a que dejen la montaña

y se fueran al Oeste para una contienda peor con el desierto.

Dijiste que habías visto la fuente de piedra bautismal.

Bien, llévame allí”.
“Algún día lo haré”.

“Hoy”.

“Uh, ese viejo tubo de baño, ¿qué es lo que hay para ver?

Hablemos de eso”

“Vayamos a ver el lugar”.
“Para callarte te diré lo que haré:

Encontraré aquella fuente aunque me lleve todo el verano,

y juntaremos ambos nuestras fuerzas para lograrlo”.
“¿La perdiste entonces?”
“No, pero no puedo encontrarla.

Sin dudas han crecido bosques a su alrededor.

La montaña pudo haber cambiado desde que la ví en el ochentaycinco”
“¿Tanto tiempo pasó?”
“Si me acuerdo bien, se abrió con una fuga y luego se vació.

Y cuarenta años pueden hacer un buen trato con el mal mantenimiento.

No verás ningún mormón nadando en ella.
Pero tú lo dijiste, y ya estamos en su búsqueda.

Viejo como estoy, me dejaré arratrar por tí en todos los lugares”.

“Pensé que eras un guía”.

“Soy un guía, y es por eso que no puedo rehusarme decentemente,
haremos un día de eso fuera del mundo,

ascendiendo para descender y volver a ascender.

El hombre viejo se toma seriamente sus cargas,

y plantea sus dudas en cada lugar abierto.

Salimos para echar un vistazo donde nos topamos con un acantilado,

y en el acantilado una botella pintada o manchada por debajo con vegetación,

una semejanza para sorprender terriblemente al turista.

“Bien, si no te he traído a la fuente,

al menos te traje hasta la famosa Botella”.
“No acepto el sustituto. Está vacía”.
“Eso es todo”.

“Quiero mi fuente”.
“Estimo que vas a encontrar la fuente igual de vacía.

Y de cualquier modo esto me dice dónde estoy”.
“¿No sospechaste por mucho tiempo dónde te encontrabas?”
“¿Dices a millas de aquel asentamiento mormón?
Mira aquí, trata a tu guía con el debido respeto

si no quieres pasar la noche afuera.

Juro que debemos estar cerca del lugar desde donde

los dos delslizaderos convergentes, las avalanchas en Marshall,

se ven como orejas de burro.

Debemos también ver eso y salvaremos el día”.
“¿No te sugieren las orejas de burro que sacudimos las nuestras”?

“Por el amor de Dios, ¿no te gusta contemplar la naturaleza?
No te gusta la naturaleza. Todo lo que te gusta son libros.
¿Qué significan unas orejas de burro y una botella, aunque sean naturales?

¡Que te den tus libros!
Bien, entonces, justo aquí es donde te muestro libros.
Vayamos para abajo por esta montaña,

sólo tan rápido para que podamos caer y rebotar sobre nuestros pies.
Es un infierno para las rodillas a menos que el infierno esté hecho para el cuero”.
Estate preparado, pensé, para casi todo.

Descubrimos un camino que no reconocía,

pero bienvenido por la oportunidad

de lavar mis zapatos en polvo una vez más.

Lo seguimos por una milla quizás,

donde terminaba en una casa que no sabía que estuviera allí.

Era del tipo que me llevaban para un paneo amplio.
Nunca ví una casa desierta tan buena.
“Disculpa si te pregunto por una ventana que se rompió”, dijo Davis.
“Las puertas exteriores todavía estaban sostenidas contra nosotros.
Quiero presentarte a la gente que solía vivir aquí. Eran Robinsones.
Debes haber escuchado de Clara Robinson,
la poetisa que escribió el libro de versos y se lo publicaron.

Se trataba todo de flores en su antepecho,

y pájaros en el alféizar de su ventana,

y cómo los cuidaba a ambos, o cómo los tenía cuidados:

nunca cuidó a nadie por sí misma.

Había estado encerrada durante toda su vida.

Vivió su larga vida en cama, y escribió sus cosas en cama.

Te mostraré cómo había extendido sus alféizares

para entretener a los pájaros y sostener las flores.
Nuestra primer buhardilla de negocio con sus libros”.

Caminamos incómodos sobre vidrio crujiente

a través de una casa despojada de todo excepto,

parecía, los poemas de la poetisa.

¡Libros, debería decir!, si libros es lo que se necesita.

Una edición completa en una caja de embalaje que,
desbordante como un cuerno de abundancia,

o como el corazón de amor de la poetisa,

los ha prodigado cerca de la ventana,

hacia la luz donde la lluvia dirigida los mojó e hinchó.

Suficiente para almacenar la librería de un pueblo,

aunque desafortunadamente todos del mismo tipo.
Los trajo malamente a casa algún editor,

y así ingresaron a la familia.

Los muchachos y los malos cazadores sabían qué hacer

con piedra y plomo sobre vidrio desprotegido:

romperlo hacia adentro sobre los pisos no barridos.

¿Cómo el verso de ternura dejó escapar su atrocidad?
Siendo invisible para lo que era,

o de otro modo, por cierta lejanía que los desafiaba

a descubrir qué hacer para herir un poema.

¡Pero oh!, la tentadora chatura de un libro,

para enviarlo a volar por la ventana del desván

hasta que agarre viento, abriendo sus tapas,

intente mejorar navegando como un azulejo,

volando como un pájaro (silencioso en el vuelo

pero con todo el peso de su canción corporal),

sólo para tambalearse como un pájaro herido,

y yacer en piedras y arbustos salvajes.

Los libros no son arrojados irreverentemente.

Simplemente yacen donde alguien de vez en cuando,
habiendo probado uno, lo deje caer a sus pies

y lo deja yaciendo ahí donde cayó rechazado.

Aquí estaban todos aquellos para los que la vida de la poetisa
había sido demasiado corta para venderse o regalar.
“Llévate uno”, me pidió el viejo Davis graciosamente.
“¿Por qué no pueden ser dos o tres?”
“Toma todo lo que quieras.

Libros que se ven bien como estos”.

Levantó uno fresco en forro virgen del fondo de la caja,

y lo sacudió con una amabilidad de manos caliente.
El leyó uno y yo leí otro,

ambos buscando o encontrando algo.
Las avispas del ático desaparecieron como balas.
Pronto estuve satisfecho por el momento.
Todo el camino a casa estuve recordando

el pequeño libro en mi bolsillo. Estaba allí.
La poetisa había suspirado, lo sabía, en el cielo

al haber facilitado legítimamente su corazón para una copia más,
mi demanda para ella, aunque leve, era una demanda.

Ella sintió el tirón. A tiempo se desharía de todos sus libros.

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