Te cantaré una
Hacía mucho que me había quedado despierto aquella noche,
deseando que aquella noche nombrara la hora
y me dijera si llamarla día (pues todavía no luz)
y abandonar el sueño.
La nieve caía espesa con el silbido del rocío,
dos vientos se encontrarían, uno por una calle
y el otro por otra calle,
y lucharían en un sofocamiento de polvo y plumas.
Podría no decirlo, pero me temo que el frío
había comprobado el ritmo del reloj de la torre,
atando juntos sus manos doradas delante de su rostro.
¡Luego sobrevino un golpe!
Una nota ecuánime del clima de la tierra,
aunque extraña y apagada.
La torre dijo “¡La una!” y luego un campanario.
Se hablaban a sí mismos, y eran tan poca gente,
mientras los vientos combatían desde el calor del sueño (pero no sin hogar).
Dejaron la tormenta que había golpeado masivamente
el vidrio de mi ventana como una piel emperlada.
En aquella tumba Uno hablaban del sol,
y la luna y las estrellas, Saturno y Marte y Júpiter.
Aún más desencadenados, dejaron a los nombrados
y hablaron de los eruditos, los sigmas y taus de las constelaciones.
Sintieron sus gargantas con los cuerpos más alejados
de donde el hombre envía su Especulación,
más allá de donde se encuentra Dios,
Las motas cósmicas de lentes exhaustos.
Sus repiques solemnes no eran suyos:
hablaban por el reloj, cuyas enormes agujas interceptaban las suyas.
En aquella palabra grave, pronunciada en soledad,
la estrella mayor tembló y se sacudió,
y llevando aún más lejos sus frenesíes arremolinados,
surgieron como establecidos en una estación personal.
No ha sido calificada, y guardada para la maravilla
de una expansión que puede ser una nova,
no ha cambiado para el ojo del hombre sobre los planetas
que giran alrededor y por debajo de él en la creación,
desde que el hombre comenzó a arrastrar al hombre y a la nación.