XXX. Visita a Quevedo en Ciudad Real
Recorriendo unas librerías remodeladas del centro los argentinos pasaron la primera mañana que tenían por delante. La cultura española es muy rica y demanda una evaluación detenida de sus escritores, pintores y músicos. Los vendedores además son amables y conocen bastante de Ocio. Si bien sobre Cirrosis no encontró ningún título –sólo había material clínico que concibe a la Cirrosis como una mera enfermedad-, Ariel se entretuvo hojeando ejemplares originales de Unamuno y Gómez de la Serna, conversando con clientes como él, grandes consumidores de libros. Uno de ellos le recomendó que se diera una vueltita por Villanueva de los Infantes.
-Está en plena Castilla. El río Jabalón ahí es un sueño. Todo el renacimiento y el barroco españoles nacieron en esa ciudad.
Los representantes argentinos decidieron separarse a la tarde. Carlos llamó a la azafata y arregló para ir juntos a algunos museos y casas históricas. Sombra voló a Barcelona y Ariel se encontró con el cliente de la librería para trasladarse luego a Ciudad Real. Tomaron una combi blanca con otros turistas desocupados, amantes y admiradores de Quevedo, que iban a visitar la celda donde murió. El cliente se llamaba Baruj Espinosa y era un contador jubilado que se interesó por la disciplina de Ariel. Un joven quevedista le dio al argentino un folleto de la ciudad. «Se trata de la antigua colonia romana de Antiquaria Augusta. Después de ser destruida por los árabes la reconstruyeron unas familias judías que la llamaron Jamila. Fue cambiando sucesivamente de nombre a medida que era conquistada por caballeros de la Orden de Santiago, nobles e infantes aragoneses. Su casco antiguo posee una monumentalidad impresionante». La combi estacionó frente a la iglesia de San Andrés Apóstol –que es del último período gótico y tiene una fachada de estilo clasicista-. En su interior se lo enterró a Quevedo, con su traje de escritor loco, su espada y sus espuelas de oro. Ariel oró con todos los viajeros de la combi ante la placa que recuerda al escritor. Un turista le contó que sus restos están ahora en un osario común.
Ariel se sentía como en un ensueño brujeril, hechizado por una fuerza sobrenatural y profunda, disolviendo y derramando su alma como si fuese un monigote de trapos e hilos. Ciudad Real parecía un paraíso del más allá, su calma y su vetustez sólo podían pertenecer a un ambiente de trasmundo, un futuro viejo que lo amenazaba desde pequeño, una muerte dulce y añorada. Herrera le recordaba hazañas y versos de Quevedo, y los infantinos eran apacibles y amables, sus actitudes tan toscas como sencillas. Caminaron por todas las calles del pueblo, elevados por un aire poético, y cruzaron las nebulosas de polvo fantasmal que levantaba el viento. La combi con los turistas quevedistas les tocó la bocina desde la Plaza Mayor, haciendo una armonía con el campaneo de un cura remolón. El excelente momento que estaban viviendo les impedía despedirse de la ciudad. Habían visto un cartel en una fonda del casco antiguo que anunciaba un show flamenco con cena suculenta y bailarinas de Villahermosa.
-¿Nos quedamos a dormir aquí? –preguntó Ariel a su amigo.
-Pues hombre, a esto le llamo recuperar mi juventud.
-Vamos entonces a un buen hotel y sellemos con un abrazo este tiempo eterno.
Ciudad Real era la meta del camino de la Cirrosis que había emprendido Ariel, no tenía vertientes allí donde seguir desarrollándose. Si bien en el pueblo se podían contabilizar unos cuantos borrachos, y de hecho lo hicieron, deteniéndose a platicar con cuatro que solicitaban limosnas al lado de la iglesia, el problema era que en Ciudad Real la Cirrosis pierde sentido, ya que todos sus habitantes son avezados ociosos y desocupados que mantienen costumbres ancestrales, de la misma época de Quevedo, y en sus rostros se plasma la plenitud de España.