XXIV. El truco del tiempo
Sin que los alumnos lo apercibiesen, el tiempo comenzó a transcurrir muy lentamente en la Universidad. Las clases duraban lo mismo pero podían exponerse más conceptos e ideas, se aprovechaba en su totalidad cada segundo para imprimir en las mentes de los educandos principios básicos de Ocio y Desocupación. Carlos había mandado detener los relojes de todas las facultades, y por el notable incremento del alumnado se dispuso establecer el turno de Madrugada. En ese horario había una quietud especial que creaba un clima propicio para el estudio y el recogimiento, las aulas estaban silenciosas y los estudiantes leían o se entretenían en el Gabinete de Computación. El único que hacía algo de ruido era Jesús, alimentando a los gatos o atrapando lauchas. En las clases de Religión se hacían rituales en los cuales los practicantes se mantenían rígidos y callados como estatuas, contemplando el aire completamente insensibles. En este turno también se había abierto un curso de Sueño Profundo dictado por Canuto, el colaborador de Rodríguez. Los alumnos de más alto nivel socioeconómico se habían inscripto para poder reparar los daños causados por años de insomnio e inquietudes vinculadas a la conservación de sus millones y propiedades. No dormían bien y la serenidad que transmitía Canuto los envolvía suavemente. El se presentó a su auditorio con las siguientes palabras: «Antes que nada, quiero decirles que este curso no se convertirá en una moda, en una cuestión frívola o vanidosa destinada a calmar la sed de vida de los pudientes, de quienes tienen todos los días algo sustancioso para echarse en el buche. Para llegar al Sueño Profundo no hace falta someterse a ciegos abandonos, tomar pastillas o correr bajo el sol. Los ejercicios físicos exagerados acaban siendo contraproducentes. El agotamiento de los músculos conspira contra la relajación necesaria para que surjan y fluyan imágenes limpias en la mente. Ah, me olvidé de decirles que me llamo Canuto y de que acepto billetes o monedas al final de la clase para comprar algunos muebles e implementos que necesitamos para dar clase: camas, colchones, mesitas de luz, leche, yogur, algodones para ponerse en las orejas o los ojos, y así mitigar los ruidos de la calle y las luces que tiemblan y oscilan por el universo».
Canuto bosteza y se da cuenta de que el tiempo es una sustancia flexible, que el futuro ya está escrito y que el pasado es un rejunte de cosas y visiones ensombrecidas, amalgamadas de una manera informe. Sus alumnos reproducen sus palabras y su expresión de fatiga, sus ojos apagados, con las pupilas sumidas en paisajes encantadores, proporcionados por el éter y el alcohol. Canuto goza de un cansancio que no le ablanda los músculos y conserva aún, a los sesenta y cinco años, la parsimonia y el descuido de los monos. Hay días que llega bastante despierto a dar el curso, y entonces hace gala de su agilidad, se trepa a los bancos para charlar con los alumnos, les roba las almohadas o las pastillas para dormir, reprendiéndolos porque se dejan vencer por el insomnio. A veces organiza partidas que se van a soñar profundamente a las costa, tres días seguidos tirados en una playa desolada, cerca de Mar de las Pampas. La experiencia del Sueño Profundo al aire libre, con Canuto como guía espiritual, no tiene parangón en la historia de la humanidad. Amables policías contratados por la dirección de la Universidad eran los encargados de sacar al grupo de su dulce y trágico sopor. Les arrojaban agua salada o ponían altoparlantes que difundían las operaciones que pasaban por el Comando Radioeléctrico. Eso bastaba para achispar a Canuto, quien empleando corteses modales se disponía a hacer un rito iniciático del día. Primero ordenaba apagar los altoparlantes, luego hacía un saludo al sol al estilo de sus ancestros, se daba vuelta y pronunciaba oraciones místicas y poéticas que embelesaban al auditorio, incluidos los policías. Las almas de los presentes confraternizaban de un modo especial, como si estuviesen congregados para disfrutar de un evento particular: un encuentro de personas que buscan paz y armonía en el medio de la naturaleza, en un sitio inmune a los avances nocivos de la civilización. Canuto se convirtió en una especie de monje carismático, que llegó a atraer la curiosidad de los medios de comunicación. Carlos lo llamó urgente por teléfono y le advirtió:
-Mirá que se pudre todo.
-¿Cómo es eso?
-Se está enterando todo el mundo de tu éxito y te van a banalizar, que es algo así como pasarte por una licuadora alimentada con excrementos y hollín.
-¡Ah! Eso no me gusta para nada, eso no está bien, no debe hacerse eso con la gente, todos tenemos un mínimo de sensibilidad.
-Suspendé esta excursión y volvé a la capital, que el verdadero Sueño Profundo está aquí, en esta quimera que he creado con sudor y sacrificio.
-Sí, no te preocupes, hoy mismo tomamos el tren de la noche.
Canuto era un hombre que siempre cumplía sus promesas, no hablaba en vano y era muy cuidadoso con las palabras, dándoles en todos los casos un sentido exacto. Nunca vacilaba ni titubeaba al mover la lengua y los labios. En el tren había un vagón-discoteca y un vagón-bar, modernos y bien acondicionados. Canuto les dio libertad a sus alumnos para que se acomodaran donde más quisieran, pero les dijo que el traqueteo sobre las vías era ideal para ensayar sueños agitados y cargados de significados místicos.
-Los sueños en los medios de transporte revelan toda la liviandad de la vida y ayudan a comportarse de manera coherente cuando uno se despierta –les advirtió en el andén de la terminal.
El ambiente festivo que se armó en los vagones discoteca y bar atentó contra el consejo del profesor, y los alumnos se pusieron a flirtear y corretear de vagón en vagón, en una actitud poco digna de estudiantes de Ocio. El control del grupo ya no era responsabilidad de Canuto, él impartió su clase abierta, soportó la frivolidad con la que los medios de prensa retrataron su curso, llegando un periodista afamado a calificarlo como la Muerte de la Educación, y que «el Sueño Profundo no es otra cosa que una vana pretensión de rechazar una amarga realidad». Cuando a Canuto le leyeron la crónica de este periodista, sonrió y dijo con el estilo campechano que empleaba en sus andanzas por las plazas y parques de la ciudad.
-No me voy a calentar ni se merece que le conteste. Mi Sueño Profundo vale mucho más que todas sus elucubraciones.
-Además, si se refiere a la Educación tradicional, a la que se imparte en diferentes niveles organizados por un Ministerio lleno de ignorantes e incapaces, bienvenida sea su Muerte –completó Bartolo el razonamiento.
-Mejor echémosnos una siestecita en el pasto –propuso Rulos.
-«Amor profundo, es lo que siento al cantar, poco hay en el mundo» –comenzó a canturrear Bartolo.
Canuto se tendió de espaldas, sus ojos contemplaban las ramas retorcidas y frondosas de un arbusto. Apoyó la cabeza en un brazo y se acarició la panza. La sombra del arbusto le daba una serenidad fresca. Pronto entró en un Sueño Profundo. Se veía vagando en un campo desolado sin saber para donde rumbear. No sentía ni sed ni hambre, no extrañaba la compañía de los hombres, era grandiosa su soledad. El cielo no le habla, el piso arde y sólo puede refrescarse en algún oasis ocasional que aparece en su camino incierto. Así está feliz y tranquilo, no tiene añoranzas ni melancolía alguna. No se le ocurren pensamientos oscuros, su alma contempla los crepúsculos con ardor. El sueño se extiende de manera indefinida, su vastedad no puede ser medida por ninguna valoración ni parámetro humano, no cabe en ninguna dimensión. De pronto el suelo arenoso cruje y se sacude, un estruendo se oye entre las nubes, el horizonte se inclina para uno y otro lado. Cuando se ve obligado a detener su marcha, se agarra al tronco pelado de un cactus podrido. Abre bien los ojos y ora en silencio, aguarda a que cese el temblor del paisaje. Llamas púrpuras atraviesan la atmósfera, meteoros y piedras enormes caen del espacio, se hunden en el piso y empiezan a formarse ríos de sangre. Es el Apocalipsis que nace para adueñarse de la Tierra. De cualquier modo, el Sueño Profundo de Canuto trasciende esta circunstancia y continúa siendo armónico. Los desastres tardan en desenvolverse, son lentos y tortuosos, afectan ahora a todas las regiones del mundo menos al rectángulo de pasto donde está soñando Canuto. Sólo en las antípodas, en el desierto de Australia, hay un vagabundo que está descansando como él, inmune al desamor y a la estupidez del universo. Canuto logra comunicarse con él en el sueño, logra distinguir que es un hombre delgado, de unos treinta años y gestos desenfadados. Se juntan debajo de una palmera en Africa, el continente que sobrevivirá a los males de la civilización y el progreso, donde todo el absurdo comenzó al pretender los hombres conocer a Dios y dominar la Naturaleza. Canuto se puso a hablar con su colega y la charla resultó amena, llena de impresiones sobre lo que les tocaba vivir, se unieron en una intimidad fuerte y extravagante.
-¿Qué pensás vos? –le preguntó Canuto al australiano.
-Que como decía Calderón de la Barca, la Vida es Sueño. La vida, entonces, es algo insustancial y liviano que puede perderse en cualquier momento.
-Y sí, vale muy poco. Lo único que me inspira y me da ánimos para aguantarla es poder tomar un poco de éter o alcohol con los amigos.
Eran dos almas cuyo encuentro abarcaba todo el universo, en una unión cósmica que se manifestaba en un presente feliz. Ya no estaban más en Africa, se habían trasladado hasta una factoría oscura y vacía. Estaban sentados bajo un tejado de paja, en hamacas cómodas. El paisaje era pura desolación. El cielo estaba pesado y desvaído, con nubes de un rosa enfermizo. Volaban cuervos y cacatúas que graznaban como humanos enloquecidos. En el Sueño Profundo de Canuto las imágenes eran nítidas, había referencias espaciales y geográficas concretas que se fijaban en su mente y se clavaban en su conciencia. Por ejemplo, el pueblo más cercano al sitio donde confraternizaba con su par australiano estaba a quinientos kilómetros, y tenía alrededor de trescientos habitantes. La factoría era el depósito de una estación de servicio, atendida por Smith, un viejo huraño y grosero. Sus hijos y empleados estaban obligados a compartir a Liana, la única mujer aborigen que habían conseguido raptar en la reserva de Mataranka. Era una joven sensual y ardorosa, por lo que siempre lucían una sonrisa en sus rostros desaseados. Había parido cuatro críos que correteaban por la factoría, jugando y gritando, desplegadno sus fantasías en completa libertad. El vagabundo le contó a Canuto cómo llegó a esa estación y cómo recaló en un lugar tan apartado, cerca del centro del pequeño continente.
-Yo era estudiante de Cine, que es una materia muy ligada al Ocio y la Desocupación. Pues bien, me compré una cámara de última generación pero todo lo que veía por las lentes eran cosas artificiales y no lograba filmar ni una escena digna, salía mal el montaje y sólo conseguía desarrollar guiones tontos o frívolos.
Canuto lo oía con mucha atención. El vagabundo usaba bastante las manos y la mirada para comunicarse. Tenía una cara que cambiaba de expresión con facilidad, pasando de la melancolía al entusiasmo, y viceversa, en menos de un segundo.
-¿Qué hice entonces? Creía que me había equivocado de vocación, que lo mío era una simple vagancia, ir de pueblo en pueblo buscando personas interesantes, alimentar mi imaginación con los éxitos y fracasos de sus vidas, contentarme con eso y subsistir con los subsidios que da el Estado a los investigadores de mi clase. Mis amigos y parientes me sugerían lo contrario, que la perseverancia era importante en el Cine, y que para hacer una película valiosa tenía que utilizar una cámara menos moderna. Pues bien, navegando por Internet divisé un aviso de un aborigen de Ewaninga, de la tribu de los Arrentes, que vendía una Panasonic del siglo XX, una linda y útil antigüedad en el mundo de la fotografía. Así que vendí mi Kodak digital del siglo XXI y me quedé con una buena diferencia que me sirvió para coger unas cuantas putas por el camino, en mi recorrida azarosa y divagante, porque Ewaninga es otro sitio apartado como éste. Cuando pasé por Kakadu conocí a un hombre de Argentina como vos, añoraba el vino y las mujeres preciosas de su país.
Canuto asentía desde la Profundidad más recóndita de su Sueño. Las vivencias del vagabundo australiano le gustaban, lo consideraba un artista genial, un poeta poderoso y divino.
-Mi novia se llama Jane, hace tres años que no la veo y así andamos magnífico.
Canuto se rió. El tampoco veía a su novia, aunque había iniciado un romance con Javiera (una prima de Enriqueta –la prometida de Rulos-), que trabajaba en una agrupación piquetera y cooperativa.
-Cuando la extraño al punto de que me duele el corazón la llamo por teléfono y su voz me calma –continuó el australiano-, aunque me trate ásperamente y se divierta con mi dolor. Quizás lo mejor es que se case con otro. La cuestión es que viajando solo surgen las aventuras más fuertes y extravagantes, las experiencias más auténticas del ser humano, y Jane se hubiese convertido en una carga molesta en mis andanzas. Para empezar, no hubiese podido conocer a los personajes que protagonizarán mi película: Angel, Angelo, Angela, Angelina y Angelino, hombres y mujeres rústicos de Ewaninga y alrededores, que condensan toda la grandeza y las alegrías de la existencia.
-¿Tienes una copia? –preguntó Canuto.
-Quizás la veamos en un próximo sueño, ahora seguiré mi relato. Pues bien, una vez que conseguí la Panasonic volví a filmar, nunca dejando de lado mi espíritu errante e inconforme. En Kakadu estuve con el argentino, tomando unos hongos alucinógenos que nos regalaron en Mataranka.
La estación de servicio tenía sólo tres surtidores, recalentados y polvorientos, estaba mal equipada, con escasa agua y nada de aceite. Lo único que tenía el viejo Smith era un par de tenazas para ajustar las tuercas de los automóviles y camiones. En una frágil construcción de madera se atendía a los muy esporádicos clientes. Allí Liana les despachaba cerveza congelada y agua cristalina, maná casero y sandwiches de tocino. Había un pequeño retrete que Smith mantenía pulcro y reluciente, con el inodoro ricamente perfumado. La estancia era oscura pero bien ventilada. Uno podía recrearse con una moviola y una televisión luego de un extenso y agotador viaje por la carretera recalcitrante.
-Entonces concebí la película, hablando con el argentino de mamadas y otras cosas espirituales, como los secretos del porvenir que se esconden en la dureza del tiempo. Descubrí que el tipo apreciaba mucho mi tierra, amaba su cosmopolitismo y la hermandad que hay y se respira en sus principales ciudades. «Expresar ideas y sentimientos, no hace falta armar una superproducción» –me acuerdo que me dijo. No sé cuánto duró nuestra conversación, lo cierto es que nos fuimos a sentar en la cama de un monte violeta que señorea un valle de ensueño, donde abundan mazorcas doradas, espigas con capullos suntuosos, y mujeres hermosas paseando con canstos o cochecitos de bebé. Los hongos eran potentes y dispararon nuestras imaginaciones. Con nuestros gorritos nos protegíamos del sol, y aprovechábamos para saludarlas descubriendo nuestras cabezas sudadas. Eramos como ángeles medio dionisíacos para ellas, semidioses despojados de nuestras cualidades terrenales y mundanas, poetas plenipotenciarios. Poco a poco se fue derrumbando el efecto alucinógeno y nuestros diálogos se llenaron de sensatez, lugares comunes y vulgaridades diversas, así que esa parte la voy a ahorrar.
Canuto había bostezado varias veces, no quería entrar en un sueño liviano que lo sacara del Sueño Profundo, aunque se sintiera engañado y perdido en la profundidad. El relato del australiano lo inquietaba demasiado, no sabía a dónde iba a parar, no comprendía cómo un argentino podía enamorarse de Australia, la farsa del desarraigo y la carencia de objetivos de su amigo.
-El éter que tomé me está tumbando. Creo que acá lo más importante es ver la película –dijo Canuto.
-Sí, te la enviaré por correo.
-Es que yo no tengo casa, vivo y duermo en las calles, pero te dejo la dirección de la Universidad donde doy clases y me la mandás allí. Incluso hay un auditorio donde podemos pasarla en un ciclo de Cine australiano independiente.
-Por supuesto, me encantaría y podría volar a Buenos Aires para la ocasión.
-Okey –dijo Canuto. –Ahora seguí y pellizcame de vez en cuando para beber un trago de vino.
-Pues bien, estaba con tu amigo argentino en aquel valle, un auténtico oasis que los aborígenes cuidan y aprovechan debidamente. Por suerte aún no lo invadió la patética industria del turismo. Para recuperar la respiración nos levantamos y empezamos a descender el monte, deteniéndonos a saludar a las chicas con marcada galantería. El argentino llamó la atención de una rubia veterana y tuve que dejarlo ahí. Era hora de desplazarme a Ewaninga. Entonces conocí a Angel. En la carretera me levantó una camionera de espaldas anchas y piel morena. Su carácter era severo y testarudo, me atrajo enseguida su personalidad y pronto nos confesamos todas nuestras penas, triunfos y aspiraciones. Le pedí permiso para enfocarla y se puso contenta, ni se preocupó por maquillarse. Las tomas que hice con ella son espontáneas y graciosas, sus pechos aparecen muy bien y seduce su manera de mascar chicle. Era camarera en un hotel de la ruta 54 pero se cansó de que los hombres la acosaran con discursos de borrachos o comentarios obtusos. Ella es una gran nadadora y sabía sacárselos de encima a manotazos, pero eso le molestaba y su patrón le propuso manejar su camión de transporte de bebidas, aceptando ella gustosa.
Canuto la puede contemplar conduciendo con habilidad, ruda y tocando la bocina con alegría.
-En el fondo de su sólida contextura hay una ternura enorme y un deseo de vivir un milenio entero. Angel conoció a un hombre malo que la dejó embarazada. Ella fue valiente y decidió abortar, pero al año siguiente volvió a quedar preñada de otro sinvergüenza. Esta vez dudó, lo consultó con todas sus amigas y la convencieron de que prohijara, que representaba una luz y una esperanza recogida del cielo. El parto fue tan fugaz como la concepción, sencillo y armonioso. El llanto del bebé era dulce y suave como el murmullo de un moribundo. Angel recorrió Australia de punta a punta, de este a oeste y de norte a sur, amamantando a su hijo y buscando algún hombre tan responsable como aventurero que la quisiera a ella y a su hijo. A los dos años lo encontró en un profesor de Cirrosis Australiana que enseñaba en Sydney, a quien le caía muy bien tener una esposa viajera que le dejara ratos y temporadas libres para investigar sin inquietarse por nimias cuestiones domésticas o conyugales. Esos son argumentos que jamás filmó la industria cinematográfica estadounidense, ¿te das cuenta? Los va a a maravillar y podría llegar a ser millonario, ya los veo ofreciéndome dólares para hacer una remake.
-¿Qué es una remaque?
-Una copia burda, carente de encanto original.
-¿Como es la vida del sueño, una imitación lógica y aburrida de lo que sucede en nuestra mente?
-Algo así, pero uno siempre tiene que regresar al mundo real. Desde que Angel se casó conduce de una manera más tranquila, y ya no seduce tanto a sus colegas camioneros o a los borrachos de los paradores de las carreteras. Nadie se propasa con ella. La acompañé como novecientos kilómetros y tuve que aprender a cambiar pañales, calmar y entretener al hijo de Angel. Dormíamos en hoteles de mediana categoría, semi-vacíos y atendidos por encargados serios, siempre en habitaciones separadas. A la noche salíamos a fumar o tomar cerveza en los estacionamientos y patios de los hoteles. Allí estaba linda, bajo la luz de las estrellas del desierto, en esas noches australianas en que los canguros salen a pasear y los hombres se disponen a gozar del frescor y del paisaje sobrecogedor de las cacatúas y los asteroides recorriendo el cielo. Yo usaba la cámara fija, torciéndola a veces para mostrar cómo sostenía el cigarrillo entre sus dedos y ascendía el humo hasta disolverse en la negrura brillante del aire nocturno, o enfocar su cara, sus labios moviéndose al hablar. Podía captar las exhalaciones de su nariz, su mirada serena y transparente que pintaba los detalles más sutiles de su alma. Ella resultó ser una actriz muy espontánea, improvisadora y dueña de una absoluta naturalidad. Así me confesó que temía estar embarazada otra vez, que cuando había vuelto de su último viaje el profesor la había recibido con una elevada ansiedad sexual. «¿Qué hacemos?» -le pregunté. «Paramos en el primer Centro de Salud que encontremos, llevo un atraso de una semana». El camión tenía un buen equipo de música, donde escuchábamos flamenco y rock australiano. En el Centro de Salud había un médico aborigen de Kakadu, dos enfermeras javanesas y una administradora de Tasmania, tan grandota y corajuda como Angel. El médico posó la cabeza en su vientre, espió dentro de su boca y le recetó una dieta, entregándole unos polvos «para que el niño nazca sano y fuerte». La medicina rural o popular tiene mucho arraigo aquí, los aparatos y tomógrafos que se exportan y utilizan en los hospitales de las ciudades son considerados como brujería por la gente del desierto. Le pedí a Angel que me dejara probar estos polvos, que eran finos como la sal y cristalinos como el azúcar. Había que dejarlo reposar debajo de la lengua, experimentar su sabor dulce –como de piña colada-, y dejar que se haga jugo antes de tragarlo. Luego se esparcirá por el organismo para difundir calor y alimentar al feto, dándole además energía al cuerpo y lucidez a los pensamientos. Le pregunté a Angel si sabía de qué sustancia provenían los polvos y no me contestó, se quedó sonriéndome maternalmente. Sólo averigüé que están hechos de los capullos de unas plantas sagradas que cultivan los espíritus wondjina. Hay que creer en las leyendas de los aborígenes, porque explican el presente y ayudan a vivir iluminados en el porvenir. Además, los resultados que obtienen sus hechiceros son concretos como una relación carnal. El crío intervenía en nuestras conversaciones, berreando o pronunciando palabras graciosas. Ya gateaba y se desplazaba solo de la cabina al acoplado, trepaba por las cajas y cuando se enojaba agarraba una botella y la lanzaba por la ventanilla, o se las ingeniaba para abrirla y beber, tal independencia había adquirido. «Ya ves, lo tomé durante el primer embarazo y mirá los resultados» –me dijo Angel. Una tarde bochornosa llegamos a Ewaninga. Era día de fiesta en el pueblo, que a orillas del Oasis de la Serpiente Madre se había apoltronado para descansar de sus jaranas. Sus chozas y casas rodantes habían quedado abiertas: no existía el robo en su organización social, era algo inconcebible. Sólo había un sereno que tocaba el cuerno magistralmente y era campeón de una competencia con boomerangs. El didjeridoo del guardián del pueblo medía como tres metros y era una simple rama de árbol ahuecada. Nos lo demostró durante un buen rato, fascinado por los espejos y las calcomanías del camión. El es Angelo, otro protagonista de mi película. Habla muy poco inglés y tuve que hacerme entender por señas para que nos guiara al Oasis. Por suerte Angel conocía algunas raíces de su dialecto y logramos que explicara su situación. «No puedo abandonar la aldea, pueden venir invasores blancos a corromper la tierra, y esto tenemos que impedirlo». «¿Y cómo hacemos para encontrar el Oasis? No conocemos las formas laberínticas de la Serpiente». «Josué, mi perro, los llevará, pero recompénsenlo con un buen hueso de canguro al final. En el Oasis va a haber muchas mesas con platos selectos» –informó Angelo.
-A Angel ya se le notaba una panza prominente y emprendió el camino a Sydney, despidiéndose con tosquedad y franqueza, cariñosa a su modo. Me dijo que la llamara para mi próxima película, a mí me parece que ya quedó inmortalizada y satisfecha, quizá tenga otro crío con el profesor de Cirrosis. Así que me fui con Josué hasta el Oasis y ahí encontré al aborigen que me había vendido la Panasonic. Con una cámara que le habían sacado a un turista japonés, cuya cabeza hirvieron con calabazas y cebolla, estaba filmando una ceremonia de los arrentes. Habían clavado varios tótems a las palmeras y habían construido una serpiente de arena, dura y húmeda, erguida y ceñuda. Ante ella balbuceaban los hechiceros oraciones que pedían fertilidad y vigor. La Serpiente tenía unas tetas de cuero de canguro enormes y de las que brotaba leche que recogían en baldes y cubos de hojalata. En un momento, los sacerdotes ayudan a la Diosa a introducir su nariz en el suelo. Así despierta a los muertos y a los animales para que sus espíritus pueblen el desierto y se ocupen de sus asuntos pendientes. Me acerqué a la mesa de las colaciones y rescaté una pata para Josué. Para los arrentes, el tiempo es un sueño en el que se puede recrear la vida. La Serpiente emite susurros repentinos que conmueven a los presentes, brindándoles seguridad y fe infinitas. Luego la trepan a una palmera gigante y la dejan descansar en lo alto. Se van a bañar entonces al lago del oasis y se sumergen, como vos ahora en Alchera, que es el Tiempo del Sueño, el de la creación e inspiración. Los arrentes son extremadamente animistas y durante ese lapso adoran sus cuerpos con fervor, se entrelaza el pueblo en una orgía amable. Yo retorno con Josué a la aldea, Angelo me había cautivado y tenía que filmarlo. Cuando lo vi, estaba en actitud de tocar el didjeridoo. Enseguida se mostró dispuesto a contar su visión del mundo, cómo su religión les permitía darle forma a la realidad, hacer con ella lo que se les antojara. Ahora, Canuto, voy a salir de mi cuerpo como me enseñó Angelo, y voy a dejar que su espíritu se apodere de este Sueño Profundo.
Canuto lo cristaliza, es un negro de voz ronca y cabellera electrificada.
-El principal cruce de los senderos del Tiempo del Sueño es Uluru, que los blancos llamaron Ayers Rock. Ahí hay una montaña que cambia de color, en sus cuevas y grutas están grabadas imágenes divinas que dibujó la Serpiente, en el principio de toda realidad. Tu sabes que cuando llegaron los blancos mataron a casi todos en el pueblo, sólo sobrevivió mi abuelo Aldó, que se ocultó en el fondo del lago (y gracias a la bondad de la Diosa pudo suspender su respiración por más de una hora y así engañar a los conquistadores).
-No me lo vas a decir a mí, yo también vengo de una familia de indios, hermano –le dijo Canuto al aborigen.
Ya era bastante la gente que se iba acumulando en el Sueño Profundo de Canuto. La vieja soledad había desaparecido y ahora estaba a toda hora contactado con alguien, rebotando de persona en persona, procurando darle trascendencia a su paseo por el desierto australiano. Angelo era más vivo y talentoso que el director. Ya habían venido a filmarlos de la revista National Geographic y se había hecho un documental espectacular. A él no le interesaba el cine, era un músico genial, tocador de Serpiente maravilloso. También soplaba unas cerbatanas que escupían dardos letales. No en vano los arrantes aprovechaban la presencia de intrusos en sus territorios, y así se comieron varios turistas blancos, guardándose sus calaveras como trofeos y tótems. En general, los turistas que llegan al cruce de los senderos en Ayers Rock se enteran de cómo están las relaciones con las tribus de la región. Los Ewaninga, por ejemplo, llegaron a estar veinte años aislados –de 1980 a 2000-, sin intercambiar palabras u objetos con el resto de Australia. Angelo le narraba a Canuto:
-Fue en ese período que creció nuestra población una enormidad. Nuestro sistema de convivencia anarquista se desarrolló, creamos técnicas de guerra y autodefensa para protegernos de la polución y la putrefacción de los blancos. Quisieron enterrar basura radioactiva en nuestro territorio y con nuestras cerbatanas eliminamos a los gerentes y agentes del gobierno que tomaron tal decisión. ¿Y ustedes qué hacen en Argentina para afrontar afrentas como éstas?
-Están los piqueteros, famosos en todo el mundo y con una alta presencia en nuestra Universidad. Hay grupos más rebeldes, pero los tienen bastante aplacados. Me parece que en Chile la resistencia indígena es más fuerte, son huevones los hijos de puta –reconoció Canuto.
-¿Valientes?
-Sí, heroicos hasta en las lágrimas que dilapidan en su digna y esforzada subsistencia.
-¿Y en Argentina no hay tipos así? Siendo la tierra del Che Guevara no debería ser como tú dices.
-Pero estos tipos están muy aislados en mi país, los marginan y les achacan que son vagos o delincuentes, desde corruptores de menores a estafadores de guante blanco, todas las deshonras humanas les han atribuido. Yo, que convivo y estoy cerca de ellos, te aseguro que jamás se rascan las bolas como lo hacen los diputados, los conductores y actores de televisión y los futbolistas que finalizan sus carreras a los treinta y pico (y sobreviven penosamente de recuerdos hasta su extinción, a lo sumo alguno se hace director técnico, que es puro palabrerío y blabla). La mayoría, lamentablemente, copia las conductas y maneras de esta gente, modelos de triunfadores o avivados, tipos que se divierten persiguiendo mujeres o yendo al hipódromo una tarde de feriado: no pueden aprovechar el día para hacer algo mejor, producir bienes u ofrecer servicios en beneficio de la población –respondió Canuto.
-Entonces están para el carajo –dijo Angelo.
En esta parte de la película del vagabundo australiano, mientras filmaba a Angelo en cuclillas, el sol abrasador quemó el rollo de la Panasonic y se perdió la presentación de la familia del tocador de la Serpiente, su mujer Angela, una antropóloga belga y rubicunda, y sus hijos Angelino y Angelina. Así que aparecieron abruptas luces y nubes que envolvieron la casilla donde Liana despachaba cervezas. Canuto miró a un costado y notó que su colega australiano había ingresado a la factoría para jugar con los nietos de Smith. El horizonte empezó a moverse y él a dar vueltas carnero hacia atrás. En determinado momento pasó por Africa pero no pudo gozar de su salvajismo, de sus negras exóticas. Su Sueño Profundo estaba retrocediendo a la superficie terrestre, al pedazo de sombra de arbusto bajo el cual se había echado. Al abrir los ojos, estaba convencido de que los japoneses contaban con un sistema de recuperación de rollos quemados, y que la película de su amigo australiano tendría un buen fin, que podría estrenarse y ser un éxito del auditorio de la Universidad. Pensó que podían venderse entradas a buen precio para de este modo recaudar fondos que solventaran el funcionamiento de su cátedra. Era la consecuencia positiva del despertar. Bartolo y Rulos ya se habían levantado, sus mantas arrugadas y llenas de hojas y tronquitos, con pulgas visibles. Había bastantes cagajones de perro a su alrededor. Canuto se desperezó estirando sus brazos y sus piernas retaconas. En sus ojos aún había residuos de la Profundidad. Se tocó las venas y el tatuaje de un corazón atravesado por una flecha que le había hecho Javiera en el brazo izquierdo. Dentro de su estrechez, el cuerpo de Canuto era sólido y armónico, sus músculos oscuros le habían valido la conquista de muchas chicas en su juventud. Pensó en hacerle una visita a su amada, pero vivía en el Tigre y para viajar necesitaba cinco pesos. ¿Dónde conseguirlos? El había rechazado la tarjeta de cobro electrónico que le había ofrecido Carlos porque no manejaba bien cuestiones de códigos y contraseñas. El reglamento docente le permitía elegir el modo de cobro que quisiera, y él puso en el formulario de ingreso: «Pedirle puchitos a la Tesorería, y que me depositen en el Banco Nación, número de cuenta 0034986/25, dos mil pesos por mes (que pueda retirarlos por ventanilla con mi Documento Nacional de Identidad, que en realidad es un documento general de esclavitud, de pertenecer a la maldita raza humana)». Tenía dos opciones pues: o iba al Banco y hacía una cola que le podía demandar horas, más lo que se tomaría el empleado para escucharlo tomando café con gestos parsimoniosos, o se iba hasta la Universidad, diez cuadras más lejos. La mañana estaba linda para caminar, y el olor a caca de perro ya le resultaba espeso. Así que comenzó a andar con el pecho exultante y sonriente, como lo haría un superhombre con palacio, limusin, drogas y amantes para repartir, o un ladrón luego de acabar una obra maestra. El lo hacía porque el Sueño Profundo que había tenido lo había puesto contento. Avanzaban además en su cabeza imágenes de Javiera en bombacha y un corpiño rosa que le gustaba particularmente. Apresuró el paso y se detuvo a hablar con Fierrito, un canillita amigo.
-Lindo día, che.
-Sí, ayer ganó Boca.
-Como siempre.
-Seguro.
-¿Qué se le va a hacer? Hay tipos que nacen para campeonar.
Luego Canuto fue a ver a su amigo cafetero.
-¿No me das una medialuna?
-Mirá que sos caradura vos, me debés cinco pesos y seguís pidiendo.
-No te quejes, que ahora voy a la tesorería y te liquido todo. Dame un café cortado también.
Después de esta pausa, Canuto retornó su camino reanimado. En la puerta de la Universidad platicó con Jesús sobre lo que había soñado. El portero dijo:
-Qué bueno es aparecer en las antípodas del mundo de uno, descubrir que uno sólo se adapta a lo que tiene alrededor.
-Claro Jesús, ¿qué humor tenía hoy el tesorero?
-Excelente.
-Entonces voy para allá, nos vemos –dijo Canuto.
La tesorería estaba en el segundo subsuelo. Era una oficina organizada y conducida con mano de hierro por la Tigresa Acuña, una ex boxeadora que decidió ejercer una función social más digna y humana que cagarse a trompadas con mujeres de toda clase y calaña. Como tesorera le gustaba tener a sus subordinados a rienda corta, boxearlos si cometían alguna equivocación en las cuentas. Con los docentes tenía buen trato, los respetaba y les contaba anécdotas de su máximo esplendor, cuando noqueaba a sus rivales sin siquiera proponérselo. Era la única trabajadora de la Universidad que vestía trajes elegantes y anteojos llamativos. Desde que comenzó a frecuentar el laboratorio de la Locura se le disparaban los cálculos al infinito, y se proveía de ideas para recaudar, diversificando los servicios de la Universidad, cobrando entradas elevadas en los ciclos de Cine, Música y Estrategias anarquistas de liberación social. No era cínica y parte de su fortuna la comprometió aportando fondos para el crecimiento de la Universidad, la construcción de nuevas facultades y de un gimnasio para impartir Boxeo Callejero. Canuto descendió por el ascensor, bromeando con un grupo de empleados de maestranza y seguridad bolivianos. Les contó que iba a visitar a Javiera, que había soñado con su culo pomposo. Las empleadas de la tesorería, Gladys y Mabel, lo atendieron con discreción y seriedad. Le entregaron un sobre con el dinero y lo mandaron a hablar con la Tigresa.
-¿Qué hacés, Canuto?
-¡Oh! ¿Cómo anda, maestra? –saludó el titular de Sueño Profundo haciendo el ademán de largar un gancho de derecha.
Mantuvieron después un diálogo rico en excentricidades de la tesorera y visiones místicas de Canuto.
-¿Y, estás conforme con tu puchito esta vez?
-Sí, le debo plata a mucha gente y tuve que sacar cincuenta pesos. Para mí eso es un dineral, y voy a comprar un vino rico que compartiré con Javiera.
-Me parece bárbaro, Canuto.
A la salida, Jesús le preguntó:
-¿Y, todo bien?
-Perfecto. La mañana está clara y tengo la mente despejada.
-Nos vemos, y no se me vaya a dormir y sonambulear por ahí –le advirtió el portero.
-No te preocupés, ya tuve demasiado Sueño Profundo.
Canuto se metió en un supermercado y compró bebidas y carne. Le pagó al canillita y al cafetero. Se tomó luego un colectivo hasta la estación Belgrano, y desde allí el tren hasta el Tigre, en un viaje entretenido y rápido. En el Delta se subió a un bote y a la altura de Paraná de las Palmas desembarcó en un muelle destruido, con tablas en precario equilibrio e hierros retorcidos. Gorjeaban con talento los pájaros acalorados. Canuto replicó su canto con silbidos de acompañamiento, sacándose mosquitos de encima como un macaco. Caminó hasta la cabaña de su amada, sorteando comadrejas y cruzándose con lugareños analfabetos, orillando el río aceitoso y revuelto, lacerado por los motores de las lanchas colectivas. El aire era denso y estaba surcado por el zumbido de insectos fosforescentes. A Canuto le vino la idea de remontarse a su tierra, una nostalgia un tanto morbosa se adueñó de su alma. Los perros lo recibieron eufóricos, lamiéndolo y mordisqueando sus piernas en señal de acatamiento. Sus ladridos le anunciaban que Javiera estaba ansiosa, y efectivamente estaba en el baño fumando y tomando ansiolíticos. «Ahí llega» –dijo cuando lo oyó crujir sobre el piso de chapa. Javiera arrojó el cigarrillo al inodoro y guardó el frasco con las pastillas en el botiquín.
-¿Qué hacés, mi amor? –le preguntó Canuto, aproximándose para darle un beso fuerte y largo, del que tardó en reponerse.
Ella miróse en el espejo roto su rostro redondo, de ojos grandes y una leve papada colgante. Su mirada y su boca expresaban la alegría de tener a su lado a Canuto, quien comenzó a besarle el culo. Quince minutos después ambos ardieron en un mismo frenesí.
-Ay, Javiera, no sabés cómo me hacías falta.
-¿Y vos a mí? Acá, rodeada de isleños salvajes que me amenazan si me niego a acostarme con ellos.
-¿Querés que los mate a trompadas?
-No, no, no vayas a pelearte.
-Vos sos mi mujercita, ya podrías venir a vivir conmigo, aunque sé que la calle es incómoda para una chica de tu estirpe.
-Hace menos de un año que vine aquí y ya me acostumbré, me siento una más del lugar.
-Pero no podés llevar una vida de puta, esto termina arruinando la salud, tanto la física como la mental.
-Aquí tengo menos competencia que en la capital, cobro más barato pero recaudo más. ¿Qué propuesta mejor tenés, bichito?
-Voy a hablar con Carlos para que te consiga un puesto en la Universidad. Parece que van a inaugurar una cátedra de Prostitución.
-Y claro, está estrechamente vinculada al Ocio y la Desocupación, más inclusive que tu Sueño Profundo –dijo Javiera, jugueteando sus dedos sobre la cara cetrina de su amante.
-Pero sería un problema que trabajemos en el mismo lugar –dijo Canuto, meditativo.
-No, si nos ponen en horarios distintos.
-Creo que tenés razón.
-Ahora basta, volvamos a hacer el amor.
En una marcha de desocupados y jubilados, Rulos se peleó con Enriqueta.
Una orquesta de vientos levantó a Francisco de su tumba boliviana. El ex titular de Cirrosis se yergue pero no se anima a salir: el mundo sigue tan asqueroso y pegajoso como siempre, y bien que lo está reemplazando la Garza Sosa. Entonces decide que la resurrección no tiene sentido, que la mejor perspectiva de futuro es la Nada Eterna. Se vuelve a tender sobre el terciopelo y cierra los ojos despacio. Betsabé se ha casado con un profesor de filosofía cochabambino, alistándose ella en la carrera de Inspectora de Policía, especialización en Narcóticos. Es un puesto estratégico que definirá la evolución de Bolivia en los mercados internacionales.
-Ojalá suba el precio de la cocaína. Yo me voy al Chapare con algunos soldados, nos vemos en unos días –le dijo Betsabé a su marido, quien fumaba en pipa y planeaba extender la revuelta de los cocaleros.
En el turno de madrugada también se ofrecían clases de Silencio. Duraban tres horas y los alumnos debían permanecer callados. Si se dormían, Sansón, un piquetero sordomudo a cargo de la cátedra, los echaba sin misericordia. Tampoco estaba permitido meditar o tomar apuntes. Enseñar silencio es una de las cosas más difíciles que pueden hacerse a lo largo de una vida, incluso para un sordomudo. Los conceptos del silencio no se aprehenden con poner la voluntad de hacerlo, requieren mucha paciencia y atención. Por otra parte, todos los silencios son diferentes, disímiles, no se pueden calibrar con un sonómetro. Su campo es virgen y todas las investigaciones que se hagan acerca del Silencio serán exploratorias y experimentales, para nada definitivas. La práctica de tres horas de Silencio, se ha comprobado en países avanzados como China o Japón, produce un efecto benéfico inmediato sobre los individuos. Un ser silencioso acaba por desarrollar una inteligencia prodigiosa, mejora la eficiencia y la amplitud de su vocabulario, su corazón se carga de sensibilidad y emociones diversas, será más útil y productivo, robusteciendo su temple ante los desastres naturales o humanos, una mala cosecha de arroz o las medidas torpes de sus gobernantes.
En poco tiempo el curso de Silencio le quitó mucho público al Laboratorio de la Locura, y eso que Sansón era muy estricto y pocos alumnos lograban aprobar su materia. Algunos fanáticos se amputaron sus lenguas o se extirparon sus órganos auditivos para poder cumplir sus requisitos. Varios pedagogos recomendaron eliminar la cátedra pero Carlos se opuso.
-El Silencio es salud –arguyó.
Ciertos oportunistas se acercaron al rectorado para ofrecer cursos de Ruido o Descontrol, pero Carlos se excusó y mandó decir a través de su secretaria que les convenía intentar suerte en conciertos de rock pesado. Los planes de estudio de las distintas carreras tenían una estructura básica que se fundaba en las últimas tendencias de la Desocupación, con el análisis de todo tipo de estadísticas, y en cómo se ocupaba el Ocio de la población, las cifras del Departamento de Detección de bajezas humanas y basura cultural, cuyos funcionarios recorrían los barrios de clase media de la ciudad. En las villas y sectores aristocráticos cultivaban el ocio por excelencia, de manera original y natural.