XXIII. Los militares en Ocio y Desocupación

El ejército argentino, con todo el respeto que le tributaron durante dos décadas los civiles cobardes, con hipótesis de conflicto entre potencialmente remotas e inexistentes, sumido en una inacción y apatía obligatorios, estando las cosas tranquilas adentro del país y en sus fronteras, más allá de algún contrabandeo y cortes piqueteros dirigidos por Pepe, atrasados en todo lo relativo a la modernización de su armamento y equipamiento de combate, estaba un poco desdibujado. Este cuadro de situación había llevado a varios de sus integrantes a interesarse por la oferta académica de la Universidad del Ocio y la Desocupación, que incluía más materias belicosas que la misma Escuela de Guerra de la Armada. La orientación guerrillera atraía sobremanera a los oficiales y seis de ellos se atrevieron a postularse para las becas que otorgaba la carrera de Desocupación. Carlos los recibió en su despacho, junto con el Comité de Evaluación de Inscriptos. Parecían sinceros y se mostraron dispuestos a estudiar a fondo, sin tomar la carrera como un plan de infiltración o contra-inteligencia. Desde esa perspectiva, habían resuelto renunciar al Ejército si así lo reclamaban las autoridades de la Universidad, pero el Comité lo juzgó innecesario e improcedente. Los seis tenían el cabello corto y la mirada serena, atuendos pulcros y formales, un promedio brillante en su pasado de cadetes. Compartían también habilidades y destrezas físicas, la resistencia y movilidad de sus miembros. Divergían sí en sus facciones y en su carácter. Durante el interrogatorio del Comité ninguno incurrió en exageraciones o contradicciones, todos se expresaron en forma clara. Lo ilustramos con el siguiente pasaje de la Evaluación de Aníbal Fernández. Se aclara que en esta oportunidad el Comité estaba integrado por el rector, el cura Iglesias, Miguel Rodríguez y Juárez.

Carlos: ¿Cómo se despertó su vocación por la Desocupación?

Aníbal Fernández: Me defraudaron un par de generales dedicados a la extorsión y la venta de cocaína traída de Bolivia. Se enorgullecían de haber inventado el envío de dedos a familiares de tipos que secuestraban, aduciendo que era una práctica típicamente argentina, como el dulce de leche. A mí me repugnó, porque eso es lo que hace la gente de baja estofa o condición.

-¿Usted considera que esos superiores suyos eran desalmados? –preguntó Iglesias.

-Por supuesto: encima están presos y tienen que implorar que los dejen salir para reunirse con sus familias en las fiestas de fin de año. Es un bochorno para la institución.

Intervino entonces Rodríguez, quien ahora dictaba cátedra de Asesinatos Sublimes.

-Esos hombres que usted menciona tienen buenos contactos entre los militares bolivianos corruptos y consiguen droga a un precio exiguo, ¿usted cree, según los códigos del honor militar, que merecen ser ejecutados?

-Desde luego –repuso Aníbal.

Se estableció una pausa de un minuto en la que los examinadores revisaron el legajo, los rasgos y las posturas de Fernández. Con apenas veintidós años era el mayor de los aspirantes militares, el más corpulento e independiente en sus determinaciones. Se notaba que estaba aprovechando el silencio para pensar antes de añadir:

–No sé qué muerte mejor le correspondería. Para mí la saña no es buena consejera, la violencia o la crueldad no me excitan, los detalles sangrientos sólo sirven para promocionar películas, convendría ahogarlos en la misma amargura de sus existencias.

-Pero eso es demasiado filosófico –dijo Juárez.

-Cuéntenos algo de su origen, Fernández –solicitó Carlos.

-Creo que me favorece el hecho de tener un padre adicto al juego y una madre alcohólica. Somos tres hermanos: un gendarme, un policía y un militar. Mi abuelo tenía una chacra en Mar de las Pampas y allí aprendimos todos a cazar, gozando del entrenamiento de un capataz recio y primitivo, que luego mató a un par de burgueses en Miramar.

-Sí, lo bautizaron como el «chacal» de la ciudad –afirmó Rodríguez.

-Todo empezó por una bronca con su patrón, que le debía varios meses de sueldo y solía basurearlo delante de sus amigos y compañeros de caza o parranda, que por esos pueblos se arman lindos bailes y entreveros. Esto generó un efecto de contagio entre sus amigos, que lo gastaban y escarnecían diciendo «¿cómo es eso que tu patrón no te paga, cómo lo vas a permitir?». Así que agarró su escopeta y fue a hablarle de frente, procurando entrevistarse con él como dos hombres responsables que deben tratar un asunto tan serio como el pago de su salario. Esa era su humilde pretensión. Avanzó por el bosque lindero a su cabaña con pasos presurosos, crujiendo el suelo de hojas y ramas secas. El patrón, que protegía maniáticamente su propiedad, descansaba en el living con una pistola apoyada en la panza, oyendo los ruidos lejanos de los vecinos. Su esposa dormía y él acababa de hacer una última recorrida para asegurar todas las ventanas y puertas de la casa, dejando abierta la del living para airearlo un poco antes de retirarse a su cuarto.

Por ese hueco lo vio el entrenador y formador de Fernández. Los detalles de su historia interesaban bastante a los evaluadores, quienes ya estaban convencidos de que era conveniente otorgarle la beca. Entretanto, Aníbal continuó su historia, confiando en sus dotes de narrador y poder de seducción:

-El patrón estaba sentado con la cabeza hacia arriba, al lado de la pantalla blanca y redonda de una alta lámpara de pie. Esto me lo refirió él en la cárcel, un día que lo fui a visitar y nos permitieron compartir unos mates. Se lo veía tranquilo, allí lo respetaban y nadie se atrevía a mofarse de su mala suerte. Su mirada era tierna y sus gestos concisos. Entonces el patrón se despertó al percibir su instinto de propietario que alguien había invadido su jardín. Recogió el arma, se acercó a la ventana y disparó dos veces a ciegas. El viento silbó y el eco de los balazos se perdió detrás de José, que así se llamaba en realidad nuestro entrenador, capataz o chacal, según cómo se lo mire: ustedes saben que la justicia, todo el Poder Legislativo, funciona bastante mal en Argentina. Pero prosigo, José lo vio perfecto y su impacto le rebanó media cabeza al patrón. «Te juro que no le apunté a la cabeza» –me dijo mientras me mostraba uno de los cartuchos que usó, que se llevó a su celda de recuerdo. Eran de plomo y recubiertos de rojo en la punta: un modelo de cartucho encantador. La verdad que cuesta creerle esta confesión, aunque a mí siempre me pareció un hombre sincero. En aquel momento el fogonazo ocultó a José la certeza de su disparo. Lo cierto es que esperó medio minuto y como el patrón no volvió a asomarse a la ventana, se aproximó a ella para conversar en los términos que había planeado. La lámpara se había apagado. Sólo se oían los grillos monótonos y los relinchos de los caballos, asustados todavía por el tiroteo. José dejó su escopeta sobre la mesa del living. El recordó que era de madera y rectangular, adornada con ceniceros finos de vidrio y piedras preciosas. El patrón se daba esos lujos, y eso que el sueldo de José era una miseria, equivalente a uno de esos Planes Trabajar que dan los gobiernos para ocultar vanamente que la Desocupación y el Ocio verdaderos están creciendo en el país por la labor constante de esta Universidad. Además de todo esto, reafirmo, a mi entrenador se le debía medio año de trabajo, y bien que había conservado la chacra limpia y productiva. José encendió su linterna y alumbró primero las manchas de sangre en la pared, luego el cuerpo recortado de su patrón, siguiendo un reguero salpicado sobre la alfombra. Sus sesos aún latían ante la alegría de verse librados de un cerebro pernicioso, amante de la globalización. El resto de su cabeza descuajeringada había volado hasta el hogar, llegando un ojo a escabullirse entre los leños que tan prolijamente había apilado José. Escuchó entonces que la mujer del patrón se había levantado, y que andaba por los pasillos sollozando. «¿Qué podía hacer?» –me dijo. Volvió a tomar su querida escopeta y apuntó a la puerta. La señora lo encaró directamente. «¿Qué hiciste, animal? Te íbamos a pagar mañana. No, no lo hagas». No se la oyó más, otro lindo cartucho le perforó el pecho. José me aclaró: «La muy zorra quería que la viole pero no le di el gusto, yo sólo reclamaba lo que me correspondía por ley». Por supuesto, José no tenía ningún contrato o comprobante que lo avale. El arreglo con el patrón lo había hecho en forma verbal, y la relación laboral tenía bases absolutamente ilícitas. Por eso la ley no lo favoreció, la ley concebida para satisfacer a gente como el patrón y sus familiares. «Ellos quieren que mis huesos se pudran en esta prisión. Lo que hice sucedió como adentro de un sueño, a ella sí tuve que impactarle porque se abalanzaba ya con la intención de distraerme o hechizarme».

-Al chacal le atribuyeron otros crímenes que él niega, ¿a usted le habló de eso? –inquirió Rodríguez.

-Sí, y creo en su inocencia. Esto le pasa a miles como él, la diferencia es que José se cansó de la sumisión y decidió ponerle orden y justicia a su situación, aclarar por qué no le pagaban, cómo podía su patrón ser tan miserable.

-Muy bien, Fernández, puede retirarse, y dígale a su próximo compañero que entre –dijo Carlos.

Así concluía positivamente la evaluación del primer alumno militar de la Universidad.

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