XII. Música de cirrosis
Todo empieza con unas arcadas que nacen en el estómago y fluyen hacia arriba hasta hacerse eructo nauseabundo en la garganta, que resuena como un trueno en escala menor. Si uno lo amplifica y consigue buenos auriculares puede oírse con una nitidez que lo conduce a la tragedia de la vida. Pronto, un lejano violín aparece suavemente.
Luego de despedir a sus amigos curas, Francisco logró dormirse sumido en una plenitud extraña. Sabe que ronca fuerte y no le importa, que la Cirrosis exige esfuerzos físicos notables, y un cuerpo en perpetua tensión, aún en los instantes en que la conciencia se pierde. Una nueva alumna se ha enamorado de él. Ella vela sus sueños y calma su ansiedad, aunque lo vuelve estúpido como un perro. Hace mucho presiente que sus investigaciones sólo lo llevan al umbral del Laboratorio de la Locura, donde Fernando lo aguardará con su sonrisa amable. Después de hacer otro viaje aburrido a la locura, irá a la Universidad y allí de vuelta a enseñar los mismos principios y bases de la Escuela Cirrótica de moda, y sumergirse en la rutina burocrática y mezquina de la carrera académica. La única manera de soportar aquella realidad era viajando a Bolivia con mayor frecuencia, e incrementar sus relaciones con los docentes cochabambinos.
El violín se pone a entonar melodías campestres que serenan los ánimos. Para estar cerca de los sesenta años, a nuestro héroe se lo puede considerar un digno profesor. La alumna lo quiere y le da besos calientes. El gira en la cama y lanza varios pedos que interrumpen el ritmo del violín. Irrumpen entonces una trompeta y un contrabajo, en un dúo de pésimas cualidades, quienes abandonan el género pastoril por tonadas asquerosamente homosexuales. Por suerte llega enseguida la esperanza en el eco de un tambor africano, cambian los intérpretes (echan de una patada en el culo al trompetista y al contrabajista anteriores) y retorna la serenidad lírica en los abismos geniales de una serie de obras beethovenanas, tocadas en son de reggae, una hermosura inenarrable que dura aproximadamente treinta minutos.
No hay peligro de chotez mientras el viento frío silbe y Lara, su bella amante, lo acaricie. Además, podía extender sus lazos profesionales a catedráticos cuzqueños que habían introducido la Cirrosis en Perú. La alumna levanta a Francisco para conducirlo a cimas de placer. Es morocha, robusta y bien rellena, luce una mirada penetrante. Tiene una inteligencia superior para el bajo promedio de su género. Esta inteligencia se basa en una virtud elemental: sabe callarse y vivir en retiro. Siendo estudiante de la carrera de Ocio, pasa el día encerrada en la estrecha y austera casa que compró Francisco luego de dos años de dictar cátedra en completo estado de embriaguez. No era poco para un ex desocupado, cartonero clásico de carreta, burro y tetra brik. Había realizado actividades maravillosas a lo largo de su existencia, que le conferían una armonía espiritual sólida. Sólo bajo estas condiciones pudo devenir en pedagogo. ¿Quién, de todos los pensadores profesionales del universo, es capaz de recoger cartones, hurgar en la basura concreta, nadar y flotar en la inmundicia de las clases medias? Ninguno, todos prefieren acomodarse a sinecuras miserables o a bufonear ante plutócratas. Los avatares de un docente medio filósofo permiten cualquier cosa, y algunos alumnos de la facultad tenían el defecto de abusar del típico y estúpido «vale todo» posmoderno. No era el caso de Lara, el nuevo «consuelo» de Francisco, que discernía exactamente esta cuestión fundamental de la Cirrosis. Ella le avisó que tenía que ir a tomar un examen.
-Hoy hay mesa. Tenés que llegar temprano, mi amor, no podés eludir tus responsabilidades de profesor.
Francisco respondió murmurando algo incomprensible. Se sentía eterno y omnipotente en su sueño acabado. No podía asimilarse rápido a la inmediatez de la verdad, a los hechos crudos que acaecen sin cesar entre los hombres de carne y hueso. Ella tenía puesto un corpiño blanco que realzaba sus senos de modo excitante. El se los quiso chupar como condición sine que non para afrontar el nuevo día, especialmente la situación de examen, que lo enervaba y le parecía ilógica. ¿Quién era él para juzgar a jóvenes llenos de energía e ideas refrescantes, quién para reprocharle algo a un alumno que ha fallado en la graduación alcohólica de algún whisky, sea éste de marca cara o barata?
La cena con los curas borrachos fue una velada muy amena. Uno se llamaba García y el otro Iglesias. Se hablaban con respeto mutuo, tocando enigmas y cuestiones ancestrales, como el materialismo del hombre y la bondad de los animales. Francisco participó contento en los dilemas, interviniendo siempre para instilarles frases amargas o comentarios absurdos que hacían reír a los amables clérigos gallegos, quienes aportaron vinos españoles para la cena. Ambos tenían tendencias jesuíticas, alababan el heroísmo de los revolucionarios socialistas como Emilio Alí, con verdadera admiración y compromiso, creían en la reforma agraria y en la constitución de una Argentina utópica, llena de granjas juveniles.
-En patas y hambreado, el pueblo sólo puede recurrir a la violencia –dijo García.
-Y ellos, armados con hondas o palos de madera, hablan de paz –dijo Iglesias.
Francisco trajo jamones y quesos para picar, whisky y cerveza.
-¿Qué dicen, muchachos? A los piqueteros sólo les importan las dádivas que les tiran del gobierno –les espetó.
-Los nuestros están bien organizados –replicó García.
-Fíjese que uno de los líderes es Pepe Santillán, y los que están en los altos mandos tienen firmes convicciones –añadió Iglesias.
-No sucede lo que se hace evidente en las instituciones oficiales: la profunda corrupción de los funcionarios –remató García.
-Sí, tienen razón –reconoció Francisco.
Lara ingresó al pequeño living con una fuente donde humeaba un pollo con papas. Le costó apoyarla en la mesa, puesto que estaba cubierta con platitos, vasos, paneras, ceniceros, botellas y demás utensilios, y no tenía espacio para maniobrar, cercada por sillas, una biblioteca, la pared, las piernas rollizas de los curas y las patas de los muebles. García se alzó pesadamente y la ayudó, arrebatándole la fuente y haciendo lugar ágilmente con sus codos mientras Iglesia levantaba los platos y los apoyaba con cuidado bajo su silla. Los vasos de los curas todavía estaban dorados, restos de picada apetitosa yacían sobre la mesa, desde pedazos de berenjenas a carozos de aceitunas. El aroma del pollo era sobrecogedor.
-¿Qué decían? –preguntó la linda estudiante de Ocio.
-Charlábamos sobre el rico olor a goma quemada que sale de los piquetes que arman nuestros bolivianos –dijo García.
-Porque siempre tienen una parrilla de chorizos y verduras al lado –intervino Iglesias.
-No, lo que importa es la destrucción de los símbolos del progreso –dijo Francisco.
-Alí es un hombre bueno, se distingue por la mirada y por cómo le late el corazón. Sólo las mujeres podemos darnos cuenta de eso –dijo Lara, sirviendo trozos de pollo con una pinza plateada.
-Y lo aman como a ningún otro –dijo García.
-Sexual y espiritualmente –dijo Iglesias.
Los gallegos apuraron la exquisita bebida dorada. Ya habían perdido la dimensión del tiempo, se los veía jubilosos. Tenían hambre, producida por horas de encierro dedicadas al estudio de los mejores dogmas y ritos del mundo, rescatando leyendas de las mitologías aborígenes, puliendo conceptos para amoldarlos o enriquecer el Ocio y la Desocupación de las personas pudientes. No es fácil vincular la Religión de manera abstracta a temas tan delicados como la Cirrosis misma, las distintas clases de neurosis contemporáneas o cómo alcanzar la Desocupación crónica. Los gallegos se esforzaban y sus cátedras habían conquistado varios adeptos provenientes de Universidades Pontificias. Eran razones también para acumular sed y dejar en reposo el estómago. Además, eran los religiosos con empleo honesto que más ganaban en Argentina, y tal condición les valía distintos privilegios, como haber ganado en reiteradas oportunidades las botellas que obsequiaba Carlos a los docentes innovadores –el clásico incentivo docente, que puede manifestarse en cualquier aspecto de la profesión, desde el monetario hasta el ideológico-.
García se animaba a incursionar en la Cirrosis.
-A mí me encantaría dar su materia, Francisco –le dijo luego de chupar un hueso delicioso.
-Mire que es mucho sacrificio, hay que estar ahí, al lado de la botella la mayor parte del tiempo.
-Yo en mi escritorio tengo espacio para construir un bar bárbaro –dijo García.
-¿Va a poner las botellas entre los santos y las cruces? ¿No sería, acaso, una herejía?
-Esa palabra ha muerto al comenzar el siglo XXI –dijo Iglesias.
-Totalmente de acuerdo –dijo Lara.
-Bueno, una forma de burlarse de la seriedad y adustez del Señor, en síntesis, de su continencia –añadió Francisco.
Ya a esa altura habían descorchado dos botellas. Las papas crocantes se deshacían en sus bocas. Disfrutaban con sabiduría de los sabores. Por la ventana abierta penetraba el aire renovador de un crepúsculo primaveral. La fuente se vació. Francisco fue a la cocina y trajo una torta de limón. Los gallegos comieron sus porciones relamiéndose, manchando sus respectivas sotanas.
Francisco cogió la bandeja y se sentó en la cocina solo, picoteando los restos de la torta y advirtiéndose severamente enajenado: «Estoy repitiendo un pasado que no sirve, ¿qué es eso de la docencia universitaria sino una farsa agotadora? A partir de ahora, me voy a dedicar al Ocio y la Desocupación en serio, luchando y debatiéndome contra el sistema capitalista y la tristeza de la existencia, no filosofando como un loco que sólo puede inspirar compasión».
-Viejito, ¿qué pasa? –preguntó Lara alzando la voz.
-Ya va, estoy calentando el té de hierbas mágicas.
-¿Qué es eso? –preguntó García.
-Algo de afrodisíacos y sustancias que pulen el cerebro. Francisco dice, por ejemplo, que la menta tiene propiedades dinamizadoras, estimulantes de ideas –aclaró la aplicada estudiante.
-¿Nosotros para qué queremos los afrodisíacos? Desde que nos entregamos a la docencia hemos conservado nuestros votos de castidad –dijo Iglesias.
-Puedo llamar a unas amigas y los rompen por un rato; al fin y al cabo, el sexo no es más que energía puesta en funcionamiento, y como indicador perfecto de la salud humana no veo que perjudique a sus labores pedagógicas –sugirió Lara.
Los gallegos se consultaron con miradas aprobatorias. García titubeó mientras Iglesias silbaba una tonada alegre. Volvió entonces Francisco con los tés.
-¿Y qué hay más mágico que el vino, más vigoroso que las visiones que proporciona? –inquirió García.
-Esto te deja luminoso, veloz como un avión –comentó Francisco.
-Eso no me asombra, lo nuestro es la lentitud –dijo Iglesias.
-Llegás en un segundo al Ocio y la Desocupación –sostuvo Francisco.
-Y aparece Dios también en algún momento –agregó ella, tomando ya su té.
-¿Así que van a llamar a unas amigas? –preguntó Francisco.
Los curas se rieron.
-Sí –dijo Lara cogiendo el teléfono.
Arreglaron encontrarse en un bar, dadas las reducidas dimensiones del departamento del titular de Cirrosis II. Después, para la concreción carnal de sus ilusiones, se dirigieron a un motel donde cada uno disfrutó en privado de lo suyo, de una manera justa y ecuánime.