VIII.3. El sueño de Ariel

Ariel soñaba tranquilo en su cama. Rondas de estudiantes comparten al sol charla, mate y medialunas. Sus vivencias son amenas y se suceden momentos alegres. «En definitiva, la Cirrosis es una ciencia cuya función básica es buscar la felicidad humana, sea en forma de una botella de whisky o en la ensoñación de un mendigo» –razonó el profesor, inconsciente. Más fantasías acudieron a sus ojos, el deseo de expandir paisajes. Roncando puede viajar fácilmente por el tiempo, trasladarse a épocas más gloriosas de la humanidad. ¡Qué va a hacer, tiene que resistir parado! La gente quiere calcular su aguante, apreciar su estirpe guerrera. ¿Qué vislumbra detrás de unas montañas grises? No es un abismo infartante ni el final del universo (la cara de Dios tampoco). Un amanecer, un instante en que se detecta cruda la belleza de la naturaleza. Ariel se sumerge en él, saca fotos que mostrará a los maestros de la Cirrosis, a los científicos extranjeros que abundan en los Laboratorios de la Universidad. Se aleja de sus alumnos y se instala con su cámara junto a un arbusto, eligiendo tomas alucinantes. Ariel porta un grabador para rescatar los ruidos sutiles y arrulladores del alba. Quedan registradas en su memoria unas águilas que cruzan el cielo en vuelo sereno. Suena el despertador débilmente, no logra despertarlo. Es una leve picazón en el culo la que interrumpe su sesión de fotos, lo hace darse vuelta y balancearse sobre las sábanas como si estuviese navegando en un lago sagrado. De vuelta en éxtasis, el ardor se diluye en un bienestar. Un aire refrescante recorre su interior. Con plenitud de alma y un temperamento vivaz, Ariel anota en un cuaderno sus impresiones de la navegación e investigación cirrótica. Entró en contacto con tribus bastante salvajes que lo acogieron contentas, aprendiendo muchísimo de Cirrosis Primitiva. Todo eso realizó el profesor en la cama. Eran irrefutables sus experiencias oníricas. No apreciaba diferencias concretas entre la realidad y el sueño, sus grandes hazañas y fracasos se cristalizaban por igual en una y otra instancia, con la misma inercia maldita. Había adoptado las costumbres y rutinas estéticas de un ermitaño, recahazaba todas las invitaciones que le hacían a fiestas y eventos culturales. Hacía dos semanas que no se movía de su casa excepto para hacerse alguna escapada al Laboratorio de la Locura, el único lugar que lo fortalecía y ayudaba a afrontar los sinsabores que se encuentran en las calles de la ciudad, la suciedad y la pobreza flotando, desgranando las capas superficiales de ornamentos y personas sonrientes que pretenden ocultar la hediondez y la corrupción de la sociedad. Tampoco atendía el teléfono ni respondía su correo electrónico. Sus únicas actividades eran metafísicas: dormir y meditar. Comer, lo que se dice comer, no comía, apenas uno que otro bocado de verduras magras, bananas o manzanas bien maduras y pastillas sintéticas de carne. Le servían para acompañar sus tragos, además de unas papas fritas rancias que rellenaban su estómago rechinante. Indudablemente, estaba atravesando una etapa excelente de su vida pero no podía percibirlo, no se daba cuenta de que era feliz, que no necesitaba ni deseaba tener esperanzas para sobrevivir. Le bastaba con creer en la Cirrosis y aferrarse a la botella.

Ariel pasó otras dos semanas bajo el mismo régimen de aislamiento y reclusión, matizándolo esta vez con ejercicios que mantuvieran la flexibilidad y coordinación de sus miembros, y todo su cuerpo en general, ya que su centro de equilibrio se torcía con frecuencia por el efecto del alcohol. Respiraba profundamente antes de hacer flexiones, probar su velocidad y fuerza empujando muebles y corriendo por los pasillos que circundaban su departamento. Se sentía muy sano mentalmente, y aprovechó su encierro para escribir. Se le ocurrieron historias de hombres con una moral y una ética elevadas que incurrían de repente en pecados horrorosos, que se entregaban estúpidamente a la lujuria o la ira. Los rodeaba de deleites y placeres que doblegaban su voluntad, cuestionando sus sistemas de valores. Quería retratar la endeblez y la hipocresía humanas en su auténtica magnitud, como los sentimientos que predominan de manera constante en el trato social y contra los cuales la Cirrosis provee armas para combatirlos, herramientas espirituales que solidifican una adustez de ánimo y una confianza excepcional en el destino. El era bien distinto de los personajes que inventaba… aunque también reservaran momentos para relatar historias y experiencias personales.

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