VIII.2. Entrevista de trabajo

La puerta del despacho de Carlos estaba abierta. El cartonero vio cómo, empleando mucho aplomo y seriedad, el rector se reclinaba sobre su escritorio para inspeccionar las cartas con felicitaciones de distintas autoridades del Ministerio de Educación. También habían llegado advertencias de la Dirección General Impositiva y de los Censores de Contenidos de Cátedras, que funcionaban alertas ante la reproducción de Casas de Estudio e Institutos dedicados a la delincuencia. Desde la Presidencia de la Nación habían mandado la siguiente orden: «Hay que eliminar la libertad total de cultos e ideologías. Revisen meticulosamente las materias que dan en esa nueva Universidad, no vaya a ser que se estén infiltrando corrientes de pensamiento islámico-fundamentalista, y luego los yanquis nos den un par de coscorrones». A Carlos la orden no le daba gracia. El cartonero golpeó la ventana. Carlos lo miró, sonrió y encendió un cigarro fino.

-Pase –le dijo.

El hombre se había lavado la cara en el baño de la Facultad de Cirrosis. Lucía un pantalón gris de basurero sujetado por dos delgados tiradores naranjas que atravesaban una camisa transpirada y arrugada, la característica de un tendero pobretón. Su calzado eran zapatos, hechos sandalias por la corrosión. Sus facciones eran agradables, sinceras y bonachonas, y le devolvieron la sonrisa al director:

-Síentese, ¿quiere tomar un café?

El cartonero asintió con los ojos alegres. Luego sacó un papel doblado y aplastado, lo apoyó sobre el escritorio y con suaves movimientos lo desplegó hasta colocarlo encima del pilón de cartas que esperaban la lectura de Carlos.

-Es mi currículum –dijo el cartonero.

-A mí no me hace falta, yo confío en las personas viéndoles la cara.

-¿Quiere que le cuente mi historia? –preguntó el aspirante a titular de Cirrosis II.

-Adelante.

-Me llamo Juan Juárez, tengo cuarenta y ocho años y estoy de novio con una de veintisiete.

-Con eso es suficiente –dijo el director, levantando el teléfono para pedirle a su secretaria dos cafés.

-¿Le gusta dulce y caliente? –preguntó a su entrevistado.

-Seguro.

-Lo admiro. ¿Qué preparación académica tiene?

-Ninguna.

-Genial.

-Empecé a beber cerveza a los trece años, a los veinte me pasé al vino y desde entonces no paré: también me encantan la caña y la ginebra. Un médico de la Municipalidad que me atendió el otro día dijo que tengo un estómago de hierro.

-Aquí vinieron unos tipos de una empresa yanqui a promocionar estómagos artificales: la última creación de la tecnología médica de vanguardia –comentó Carlos.

-¿Y de qué material son? –inquirió Juárez, rascándose y hurgando en su oreja derecha sin pudores.

-No sé, yo los eché, estoy en contra de todos esos vanos aparatos que intentan prolongar la agonía de la vida. En ese sentido, la civilización contemporánea tiene un grado de perversidad notable, no respeta nada ni repara en sacrificar miles de millones de seres humanos con tal de que unas pocas familias puedan sobrevivir hasta completar cien años de una existencia inútil y tonta.

El cartonero expresaba su aquiescencia sonriendo, mostrando sus dientes fuertes y retintos tras sus labios gruesos de besador empedernido.

-Con mis compañeros de cartoneo hacemos competencias de vino y el que termina tomando más botellas soy yo. No lo digo para alardear: está en mi currículum. Después, soy capaz de largar eructos y pedos incomparables, soy una bestia que no se detiene ante ningún principio moral con tal de tener un permanente contacto con la carne, creo que todo el mundo ha pasado por mi boca –declaró el candidato.

Carlos cruzó sus brazos y con ademán reflexivo evaluó la catadura simpática del cartonero. Entonces entró la secretaria con los cafés.

-Traeme un contrato, haremos una nueva incorporación al plantel docente -le ordenó el rector.

-Enseguida –replicó ella, girando para mostrar un trasero que amplió la sonrisa de Juárez.

-¿Está dispuesto a dejar el cartoneo? –le preguntó Carlos.

-Sí, para siempre –contestó el titular de Cirrosis II.

La Universidad del Ocio y la Desocupación se distinguía por cuantiosas cualidades. Una de las más importantes era que en sus pasillos y sus aulas se reflejaban con pasmosa exactitud diversos acontecimientos políticos que sacudían al país. Los líderes de las futuras revoluciones se estaban formando en sus clases. Este prestigio hizo que muchos investigadores europeos y estadounidenses acudieran para contemplar de cerca las magistrales jornadas académicas que se sucedían en un año lectivo de trescientos exigentes días. Los Talleres de Droigas, tanto legales como ilegales, ayudaban a soportar los extensos discursos de algún eminente Desocupado u Ocioso. Pepe Santillán vigilaba que no se infiltrasen alumnos pertenecientes a la Policía o al Poder Judicial. Dichos elementos hacían peligrar la estabilidad de las cátedras, la armonía que imperaba en los recreos cuando los piqueteros y los estudiantes se ponían a bailar en un clima de agradable camaradería.

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