Una combi en la banquina
El viaje en moto fue sublime, la noche estaba de un color tinto embriagador. Las estrellas y la luna dibujaban un tapiz monumental, alegre y chispeante. El viento fuerte era una inyección de vida inigualable, la velocidad y el estilo de manejo corajudo de Nano proveían alucinaciones que ninguna droga conocida puede proporcionar. La realidad imperturbable del barrio reputado de violento no nos hizo ni cosquillas, de hecho, las imágenes pasaban muy rápido y no me podía detener y escabullirme en las vidas de chicas petisas y bravas que hacían cualquier trabajo, o de pibes con gorrita y habla delincuencial pero de buenos sentimientos e intenciones. Plátanos estaba pasando ante mis ojos como un terreno de ensueño, incrustándose en mi memoría como el paraíso de un conurbano pujante y trabajador, productor de una violencia sana. Yo me agarré fuerte de la campera de Nano para no salir despedido al duro asfalto de la autopista. El viajar sin casco entrañaba un peligro que no importaba, siempre me gustó jugar con la muerte y tenerla cerquita.
Nano estaba feliz manejando. Sólo faltaban 200 metros para la parada de un ómnibus interurbano de reciente inauguración, la cual se hallaba completamente desierta. Llegamos ahí en dos segundos, me bajé y me despedí rápidamente, Nano, antes de hacer rugir hermosamente al motor de su moto, me dio las siguientes instrucciones:
-Quedate ahí, no te muevas que por los alrededores está jodida la cosa. Chau, loco, ¡mató que vengas! –dijo, encendió un pucho y arrancó raudo hacia su fiesta.
La parada era un techo rectangular y dos fríos bancos de piedra, en un cruce de autopistas, calles y avenidas que resultaba óptimo para cometer barbaridades, no parecía cuidado ni protegido por la policía o fuerzas de seguridad privadas. Para tomarse el ómnibus se necesitaba una tarjeta magnética cargada con dinero, costumbre típica de las ciudades modernas y cosmopolitas. Entonces caí en la cuenta de que recientemente había perdido la tarjeta y no había ningún lugar cerca donde pudiera adquirir una nueva. Estaba en problemas, los autos pasaban muy raudos, al igual que los micros y motos, los únicos que iban un poco más despacio eran los camiones. La advertencia de Nano daba vueltas en mi cabeza, y traté de calmarme y prepararme para una espera e inmovilidad inquietantes. Traté de divisar para todos lados y oponiéndose a la vía por donde debía venir el ómnibus, unos treinta metros después de la parada, había estacionado una combi pintada con publicidades de bailantas y grupos musicales cumbieros, de la que salía una música tonta y pegadiza. Agucé la vista y sólo aprecié los contornos de cabezas que se asomaban a la ventanilla del vehículo para hablar con tres o cuatro jóvenes que se encontraban merodeando al borde de la autopista. Eran todas chicas y estaban ligeras de ropa, casi todas fumaban y se movían como si se hubieran tomado varios fernets. Parecía que estaban tramitando algo que podía ser droga o pases libres para boliches de la zona. Los movimientos que se comenzaron a percibir adentro de la combi eran muy extraños. Logré distinguir algunos muchachos forzudos que se prodigaban por atender y conquistar a las señoritas. Buscaban latas o paquetes pequeños en el interior para entregárselos, no sin antes obligarlas a rogarles de alguna manera. Era el requisito para lograr el propósito, sonreír o decir una palabra prometedora a los dueños del vehículo. Para que no me vieran, me oculte detrás de la parte más gruesa de la parada, disminuyendo el campo visual que dedicaba al eventual arribo de mi transporte. Atento a los escarceos y cabildeos que había alrededor de la combi, reteniendo las cumbias que difundían, me perdí dos ómnibus que pasaron a toda velocidad, como si la parada no representase nada para sus conductores. Y en eso estaba cuando perdí la cuenta del tiempo que había transcurrido desde que me había bajado de la moto. De pronto aparecieron en la parada un hombre y una mujer cincuentones, entrelazados en una típica discusión de índole doméstica. Giraron sus cabezas hacia la combi y comenzaron a comentar:
-Estos están toda la noche rompiendo las pelotas. No entiendo qué hacen aquí. La policía debería hacer algo –dijo el señor, que tenía anteojos oscuros y la boca arrugada como un trapo.
-Vos siempre mala onda, cascarrabias, dejá vivir a la gente –lo retó la señora, ataviada con un llamativo vestido amarillo, cartera negra y labios pintados de rojo furioso.
Había una vitrina con publicidades de revistas femeninas y pequeños folletines de acompañantes sexuales y plomeros de barrio. También firmas y graffitis de tinte político o poético, de una suburbanidad notable. Para aquel entonces no tenía celular y no era conciente de lo feliz que era, de cómo me hallaba en una plenitud inesperada. Sólo con el ejercicio de la memoria a la vida se le da la costura que necesita para tener coherencia. Tampoco usaba walkman porque a la ida había viajado en tren con mis amigos, y ahora me hallaba a varios kilómetros de la estación. Desde la combi oí que gritaban mi nombre, pero era imposible que me conocieran, yo me di vuelta, fingiendo estar concentrado en la autopista, y en aquel instante emergió en el paisaje la silueta del colectivo 159 semirrápido. No lo conocía pero tenía pinta de eso. Tanto la pareja como yo estiramos nuestros brazos para que se detuviera. Amablemente dejé subir a los mayores y lo encaré al chofer:
-¿Hasta el Obelisco vas?
-Sí.
El tipo adivinó mis intenciones y mi situación, y dijo:
-… pero es sólo con tarjeta SUBE, y sale más caro.
-Pucha, y no me podés hacer un favor, yo te pago el boleto, lo que vos me digas…
-No, no te puedo cobrar en billetes, dale, pasá, sentate acá atrás mío y hacete el boludo, pero bajate en Constitución.
-Mil gracias, sos muy amable –dije e inmediatamente le obedecí.
El trayecto fue muy rápido y en Avellaneda se subió el inspector, al que saludé con una inclinación de cabeza cordial, como si estuviera frente al papa o un diplomático ruso. El colectivo iba a medias vacío y los viajeros parecían todos trabajadores serios que cumplían su horario en la noche porteña, ninguno parecía oriundo de la capital. Luego de cruzar el Riachuelo –ante lo cual me tapé la nariz para contrarrestar la hediondez del rio-, comencé a mirar por la ventanilla y sólo se veían cirujas o grupitos de borrachos dispersos, en busca de alguna aventura nocturna. También ví a cartoneros y a los repartidores de diarios esperando en sus camiones a que terminaran de trabajar las imprentas. Cuando descendí en Constitución las avenidas lucían bastante desoladas. Sólo había reducidos corrillos de travestis y prostitutas, o niños que buscaban comida desperdiciada por los bares y restaurantes de la zona. Por suerte me estaba yendo bien en mi trabajo y contaba con dinero para tomarme un taxi e ir a resguardarme en la cama con mi chica caliente. El taxista era silencioso y cauto en el manejo, así que me dispuse a disfrutar del final de mi expedición.