Un encuentro con Picasso
El negocio de la prohibición de la prostitución floreció durante aquellos años en España, y las putas eran exclusivamente controladas por cafishios franquistas. No se podía ir a un burdel o tugurio sin vivar a Franco y al desalmado aniquilamiento de sus enemigos. Uno no se podía concentrar en el cuerpo de la mujer y acababa fastidiado, retornando a un hogar cerrado e impoluto, a buscar consuelo en las esposas feas y agrietadas por los años. Eso experimentaron los bolivianos por las calles de Málaga. Allí visitaron el estudio de Pablo Picasso –de incógnito en el país- donde departieron largamente durante la tarde lluviosa. El pintor y Reinaga hicieron buenas migas y jugaron al ajedrez, venciendo Fausto con las piezas negras en treinta y seis movimientos. Picasso lo felicitó y lo estimuló a seguir su lucha, la de los excluidos del mundo que creen en el socialismo, y le ofreció dinero para continuar su viaje, intuyendo sus escasos recursos económicos. El lo rechazó alegando que el gobierno boliviano apoyaba su viaje y promocionando la revolución boliviana, exponiéndole a Picasso el idílico gobierno que implantaría en cuanto su indianismo accediera al poder.
-Esto, por supuesto, tendrá repercusiones en el mundo del arte. Usted sabe bien que de las entrañas de la humanidad salen los mejores sueños y proyectos artísticos. Usted conoce a los pintores indios, usted es uno de ellos, disfrazado de español, seguro que lo es –aseveró Fausto.
A Picasso le gustaba la osadía de Reinaga, era un hombre auténtico, que cultivaba un primitivismo feroz. Así se lo definió a sus amigos Dalí y Buñuel, cuando se llevaban bien y sus visiones del mundo concordaban. El recuerdo del pintor quedó grabado en el corazón de Fausto. Era tonificante que aún existieran hombres como él en el mundo. Además coincidía en su visión de la dictadura de Franco:
-Y usted cuídese, que ese enano no se va con chiquitas. Desconfíe de los policías y los diplomáticos. Muchos querrán hacerse amigo suyo y lo abordarán con toda clase de impertinencias, arguyendo simpatizar con su causa para luego entregarlo a la policía, evítelos, por el favor de Dios, y sólo confíe en sus camaradas más cercanos.
-Gracias Pablo, tomaré en cuenta tus palabras. Quédate tranquilo que mis amigos me protegen, siempre vamos en grupo y llegada la hora, sabremos batirnos como indios bravos que somos, y con mucha mayor hidalguía aquí, en Europa, el continente que nos ha desangrado… ¿Pero usted, qué hará? Acá está condenado a muerte.
-Por supuesto, ya estoy harto. Sucede que los guardias son unos cobardes, inútiles hasta la captura de gente indefensa o inofensiva. Saben que estoy armado y que asesinarme no les saldrá gratis. De todos modos, su inoperancia para gobernar me irrita. Este fin de semana me voy definitivamente para instalarme en París –contestó el célebre pintor.
Huañapaco y Pacsi estaban observando la obra doméstica del pintor malagueño, disfrutando de sus ventanales y de la hospitalidad de su mujer y sus amigos, que los atiborraban de preguntas acerca de su origen y sus impresiones sobre la realidad española. Henchidos de timidez, los hombres de Fausto permanecían mudos, explicando que apenas sabían hablar español. El único que se animaba con alguna frase era Choque, y cuando lo hacía generaba entre sus oyentes una diversión estúpida. Entonces comenzaba a mirarlos con mala catadura y el regocijo se congelaba para dar paso a una molesta introspección. Esto permitía a los bolivianos alejarse y caminar por el barrio de La Victoria, la calle Las Lagunillas y la Plaza de la Merced, entrando a las tiendas de ultramarinos, los negocios de telas y asadores de pollos. El incipiente mundo capitalista los estaba maravillando, y eso preocupaba mucho a Reinaga.
La velada se prolongó hasta la noche a partir del encantamiento mutuo que se habían suscitado el pintor y el político. Picasso le estaba revelando su tendencia al nomadismo. No tenía una residencia fija y paraba en casas de amigos en distintas ciudades, destacando a Madrid y Barcelona. Ya le había pedido a su madre y sus hermanas que prepararan un gazpacho para los visitantes.
-A mí me tira la vida bohemia de las grandes ciudades. Me pierden las mujeres y el vino. Ya sé que esas cosas a tí no te mueven un pelo pero también me considero un revolucionario, un trabajador y un obrero. Mi obra habla por sí misma. Para venir a España tengo que disfrazarme y aparentar ser franquista, y eso me provoca vómitos serios. Me considero comunista hasta la médula aunque detesto todas las ortodoxias. En un punto soy bastante nietzscheano: a veces, como hoy, a tu lado, abrevando de tu sabiduría incaica, me siento todopoderoso.
Las loas del pintor envanecían a Fausto. Intentando estar a su altura, le respondió:
-Así somos los amautas, los maestros, y tú sin duda eres uno. Un amauta de la imaginación, la rebeldía y la belleza.
Los amigos de Picasso pusieron música mexicana y representaron una obra de Valle Inclán mientras aguardaban la preparación del gazpacho. Fausto le pidió permiso al pintor para ir a la cocina y ver cómo se hacía la comida. Penetrar en los secretos domésticos de sus semejantes era una actitud corriente del héroe.
-Así converso también con su madre. La sabiduría se asienta y robustece en la ancianidad.
Picasso lo palmeó y lo veneró una vez más. Aquel hombre era fantástico, nunca había visto tal devoción por el conocimiento superfluo. Verdad es que el ambiente de la cocina agradaba también al pintor, así que no tuvo inconvenientes para acompañarlo hasta allí y sumarse al encuentro del amauta con su madre y las cocineras de la casa (con algunas de ellas mantenía serios amoríos), que estaban pelando tomates a todo vapor.
Fausto curioseó por el recinto, observando los hornos apagados, la zona del lavatorio pulcra, las ollas y utensilios que se disponían ordenadamente, dando el aspecto de una cocina de restorán. Sobre una tabla de madera divisó unos pimientos colorados y anaranjados que le hicieron recordar al entrañable rocoto, sólo que éstos lo doblaban en tamaño, aunque tenían la mitad de su picor. Fausto saludó amablemente a doña María e intercambió lindas palabras con ella, elogiándole su cocina y su vástago. Picasso paseaba por distintos rincones, hablando con alguna cocinera o mucama (arreglando encuentros furtivos), abriendo las heladeras con curiosidad y probando unas tapas sencillas con huevo, cebolla de verdeo y champiñones. Reinaga le pidió un cuchillo a la madre y se puso a despepitar los pimientos, picándolos con destreza con un cuchillo de hoja gruesa. De inmediato, su anfitriona lo introdujo en los secretos del buen gazpacho malagueño. Primero puso en remojo el pan en un recipiente que contenía aceite de oliva, ajo y perejil. Mientras esperaban su ablandamiento Fausto le pidió tostar un pan para acompañar la ingesta de un pimiento crudo. Luego le reveló que estaba empezando a apreciar varios aspectos de la cultura española, especialmente en las casas de sus camaradas comunistas y socialistas. A Doña María le causaba gracia se español antiguo, sus expresiones tan arcaicas como ciertas. Sacó el pan del aceite, lo descortezó y lo estrujó, depositándolo luego en una fuente donde había batido los tomates pelados. Agregó a la fuente un poco de sal, pepino recortado, los pimientos cortados por Reinaga y varios condimentos que despertaron las papilas de los visitantes. Seguidamente, con la ayuda de dos cocineras, coló el brebaje en una gran garrafa de vidrio, quedando un líquido de color sanguinolento. Los laderos de Fausto acudieron a la cocina y se les sirvió una taza de gazpacho a cada uno. Los bolivianos brindaron por Picasso, su familia y el arte eterno, disfrutando del sabor fuerte y reconfortante del gazpacho. Además, habían cocinado papas y solomillo. De postre, hicieron roscos de vino, tarta de aguacate y torta de café. Picasso invitó luego a los bolivianos a fumar marihuana y escuchar jazz. Estas actividades extendieron la estadía en la casa del pintor, interrumpido su encuentro de vez en cuando para darle tiempo a Picasso a que descargara sus impulsos sexuales con alguna cocinera (en ese momento su esposa se hallaba en Madrid). Fausto retornó al hotel con sus hombres recién a las tres de la mañana, acompañados por doña María, quien los orientó por las intrincadas callejuelas de La Victoria.
La pobreza que los bolivianos conocieron en las urbes españolas era aún más lastimosa que la de sus pagos americanos. El terror que había impuesto la dictadura franquista había alcanzado a las entrañas del pueblo español, ya fuera en Andalucía, Galicia o en cualquier región. Reinaga era curioso y se movió por todos lados, disfrutando del salvoconducto que le había dado Paz Estenssoro. Los guardias y soldados que paraban al grupo para pedirles documentos y explicaciones de sus actividades en España eran replicados con insolencia. Fausto no era un hombre de guardarse o esconder su rebeldía y sus ganas de vociferar a cuatro voces su comunismo y su repudio al franquismo. Su discurso lo hacía en quechua, intercalando dolorosas exclamaciones en español que confundían a los policías y parapolicías del régimen. Se creían que estaban ante un loco inofensivo, un indígena borracho o un alucinado de la selva boliviana. Simplemente le solicitaban que continuara circulando. El séquito de Fausto no intervenía, sólo permanecían con la cabeza gacha, balbuceando avemarías tal como les había recomendado Picasso en la fiesta. «Si se enfrentan a guardias o piquetes franquistas, ustedes deberán repetir las siguientes palabras, dichas en voz deseparada: ‘Ave María Purísima…`». Así pasaron los controles fronterizos y lograron entrar en Francia. Barcelona les pareció una ciudad de burgueses inmundos y nobles acomodaticios, la arquitectura gaudiana de un esnobismo repugnante. Los catalanes no tenían remedio y no era tierra fértil para revoluciones sociales. Franco había liquidado a toda la gente valiosa, haciendo estragos el espíritu de libertad y pasión del pueblo barcelonés. Todas las personas que contactaron –republicanos de alma- estaban tristes y acobardados, mojigatos e inmovilizados por deseos de prosperar en la patria franquista. «La vida sigue adelante y algo hay que hacer» –se justificaban. «A veces hay que reconocer las derrotas» –ampliaban en su descargo. Fausto les escupía en la cara cuando llegaban a ese punto de caradurez.
Los franceses le parecieron a Reinaga unos patanes pedantes, aún los que se declaraban socialistas, poetas y revolucionarios. La campiña francesa no le despertaba nostalgias ni admiración, la atravesó en tren junto a sus laderos, haciéndose entender a duras penas sobre sus intenciones alimenticias y su origen racial. Los franceses eran tan reaccionarios como amarretes. No le gustaron para nada, en ninguna región del país. La cultura francesa emanaba para él aires pestilentes. Era la antítesis de su acervo aymará. Se sintieron muy solos y desamparados en aquel país. Por su parte, el régimen político, aunque menos severo que el de Franco, era conservador e imperialista. Los triunfos de los franceses en cualquier terreno le daban arcadas. Si fuera por sus convicciones, debería ser borrado de la faz de la tierra, ya sea a manos de los rusos o de los alemanes. Tanta bronca le tenía… París se le apareció vasta y fría, carente de alma e interés. Por suerte Picasso les había dado la dirección de Man Ray, un yanqui inteligente y vanguardista, una rareza para la concepción de estadounidense que tenía Reinaga. Lo cierto es que pasaron con él una hermosa velada y sesión de fotos. Los bolivianos fueron para el artista modelos de una pureza excepcional. Sus perfiles y facciones quedaban retratados en poses sublimes, ataviados con indumentaria autóctona que la delegación había traído para confraternizar con los europeos. Fausto estableció una comunicación mágica con el fotógrafo artista, entendiéndose con la mirada y ademanes ampulosos. Además, estaba trabajando en un proyecto literario con Picabia, que sabía el español y se ofreció a ser intérprete de los visitantes sudamericanos. Al grupo lo sorprendió la amabilidad del yanqui y del pintor francés, sus sentimientos claros y solidarios. La experiencia en su estudio fue lo mejor de su estadía en el país. Aprendieron miles de cosas valiosas de la técnica moderna, aún cuando aborrecían su utilización por parte del aparato ideológico capitalista. Reinaga intentó explicarle eso a Man Ray y éste coincidió con su punto de vista, reconociendo que la sociedad de consumo lo tenía bastante patitieso. Para los artistas vanguardistas, el encuentro con los indios bolivianos era una oportunidad para descubrir el trasfondo de la vida, incursionando en su mundo tan simple como maravilloso. Man Ray les ofreció dinero para que pudieran llegar a Leipzig, del otro lado del famoso Muro de Berlín. Les armó el itinerario en tren y les recomendó conseguir un guía alemán. También comentaron la pobreza de la cultura francesa, aunque el yanqui les habló de los surrealistas con entusiasmo. Incluso simpatizaba con ideas anarquistas que procuró transmitirle a Reinaga. Luego de fotografiarlos durante más de dos horas los artistas condujeron a los modelos a su laboratorio para enseñarles su proyecto: una serie de cinco placas de vidrio, sobre las cuales habían trazado líneas blancas y negras que giraban sobre un eje metálico. Cada placa era mayor que la siguiente y, cuando se miraba desde una perspectiva superior, todo encajaba y conformaba un solo dibujo. Este dispositivo estaba enganchado a un motor que hacía girar las líneas logrando el efecto de círculos continuos blancos y negros, vaporosos, que se esfumaban en los ojos de los visitantes. A través de Picabia, Man Ray explicaba:
-Cuando lo armamos nos llevamos un buen susto, casi nos hacemos mierda. Al encender el motor por primera vez, el aparato se comportó en forma idiota, aumentando la velocidad descontroladamente, lo que rompió una de las placas de vidrio que estalló en mil pedazos, recibiendo nuestro amigo Marcel Duchamp –el ingeniero de la máquina- algunos cortes en los brazos y el rostro. El vanguardismo artístico tiene sus bemoles.
Reinaga intuía que la valentía de los amigos de Picasso era especial, ellos no podían hacer otra cosa que rebelarse contra el sistema de vida del hombre occidental, putrefacto en todas sus aristas. Estaba la realidad fría y dura de las calles parisinas. Fausto le planteó su pensamiento a Picaba; en definitiva, había venido a Europa para hablar de política.
-¿Y qué opinan ustedes de la revolución social?, ¿que creen o esperan del gobierno francés?
El pintor puso una cara hosca e hizo un ademán como si fuera a vomitar. Man Ray empezó a carcajear, advirtió de inmediato la propuesta tan solemne como sórdida del líder boliviano. De cualquier modo, quiso dejar asentada su posición, haciéndolo en un francés chapucero.
-La revolución social no existe acá en Europa, de todos modos, el sistema capitalista es capaz de resistir y absorber cualquier revuelta en su beneficio. En cuanto al gobierno francés, es una basura, como buen representante del pueblo.
Al rato se sumó Duchamp al encuentro, quien colmó de preguntas cálidas a Fausto y sus amigos. Lo pasmaba la sobriedad y gravedad de aquellos hombres. El contacto directo con indígenas lo fascinaba. Picabia era un eximio intérprete. Clarificaba los conceptos de Reinaga y los ponía en un lenguaje sencillo para sus colegas:
-Dice que le encantaron los círculos mágicos, y que en su pueblo hay un brujo que fabrica vidrios irrompibles. Y que coincide con su visión y punto de vista de la política. Pregunta además si creen que la Unión Soviética da un margen para la esperanza.
Man Ray volvió a ser severo en sus apreciaciones:
-No creo, como dijo un poeta argentino, «el mundo está repodrido y dividido en dos». Los rusos están lo suficientemente locos para destruir todo, pero son vulnerables a la propaganda de las mieles capitalistas. Yo ya he renunciado al partido comunista.
-Yo hice lo mismo en Bolivia. Ya se le metió demasiada filosofía cristiana y marxista en la cabeza a la gente. La salvación de la humanidad somos nosotros, y si fallamos, seguramente se encuentra fuera del mundo occidental. Hacia allí vamos ahora, y espero que nuestro discurso tenga eco para acabar de una vez por todas con el imperialismo –replicó Fausto.
Los artistas convidaron a los visitantes con platos surrealistas y vinos nacionales. Choque les propuso coquear y ellos aceptaron encantados, haciéndose buches grandes con bicarbonato de sodio. Los bolivianos se quedaron a dormir en el departamento del fotógrafo para poder ver sus imágenes plasmadas en el papel albuminoso.