Nuevas búsquedas de ociosidad

Los días están pasando entre paréntesis gruesos. (Es que se vive para sobrevivir, sin aspirar al cambio de costumbres, dejando la guía del universo en manos de tecnologías siniestrales, envilecidas por el espíritu comercial del capitalismo). Así no se gana plata, porque tampoco se trabaja: la dedicación al ocio es absoluta, de una plenitud incontrastable. La amenaza de caer en la ruina económica, la carencia de billetes de cien pesos se avizora inexorable. La caída por la escala social también se asoma irremediable, y ello puede entrañar problemas de salud de toda índole. «El trabajo es un bien cada vez más escaso» –es el argumento preferido de los ociosos convencidos, especialmente los que proceden de clases acaudaladas. Sustentados en la filosofía de Tinguitella («laburás, te cansás, ¿qué ganás?»), los ociosos de las clases más menesterosas escupen frases provocadoras y se animan a robar si se encuentran en algún apuro. Varios muchachos deciden vender su semen y su sangre pero se topan con un abigarrado mercado de sementales de sangre azul y salud de hierro que arruinan sus planes, pues sus fluidos se cotizan a muy bajo precio y sólo son estimados por millonarios excéntricos que satisfacen un capricho para pasar por raros.

Hay que introducir a los protagonistas de esta historia –una entre tantas que revelan las costumbres del hombre en el siglo XXI, en su segunda década infame-. ¿El lugar? Pinamar, un pituco balneario argentino de paisaje boscoso y casas de ensueño. Allí se nuclea una oligarquía que se cree dueña del país sólo porque maneja los hilos de la información y la represión de los elementos rebeldes. Se mezclan jueces con policías, funcionarios con barrabravas, y configuran una mafia arrogante. La fórmula es simple y se repite de pueblo en pueblo.

La casa donde me han acogido es cómoda y arenosa. Cuenta con un garincho (ambiente combinado de garage y quincho), que cobija una parrilla y plantas amables. El dueño es un «incapacitado mental» que recibe una pensión por no trabajar. Se mantiene calmo a base de psicofármacos, pepsi y cigarrillos Lucky (paquetes y paquetes). Esto no le impide ser generoso y poseer un corazón tierno. El problema es que es muy pero que muy obsesivo, se preocupa mucho por ostentar su lado bueno y se expone a que lo tomen por un paparulo.

Gustavo es un clásico ocioso, aunque se haya ganado con esfuerzo esa condición. En verdad es, como todo hombre, una paradoja caminando. Cerca de los cincuenta años se le ocurrió anotarse en la carrera de abogacía, en un campus que tiene la UADE en Pinamar. Duró apenas dos semanas, cuando descubrió que debía comprar libros y estudiar para lograrlo. A pesar de su eficiencia en la charla, que lo proyecta como un eximio vendedor, decidió no trabajar y mantenerse con su pensión, el salario de Susana, su pareja, y las dádivas de sus padres, que alimentan su ‘dolce far niente’. Prefirió dedicar su encanto verbal a la conquista de damiselas lábiles (llámense prostitutas que publican sus servicios en Internet).

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