Los Deformes – Capítulo 9

La tarde caía serenamente alargando las sombras de los abruptos pinos que se colaban a través de la ventana del laboratorio de Gustavo. Sus afiladas puntas llegaban a dibujar pirámides invertidas sobre la revista esotérica que estaba hojeando. Mientras se rascaba una picadura de mosquito en su empeine izquierdo, apreciaba una nota sobre pases mágicos medicinales de tribus africanas con fotografías que mostraban brujos emplumados, desnudos y ancianísimos. «Tipos de curaciones que todavía combaten los gérmenes putrefactos que trajeron los colonizadores», era el título de una nota que, en su comienzo, sacaba estadísticas escalofriantes, todas versadas en extinción de aborígenes, bacilos asesinos y epidemias devastadoras; y luego enseñaba primitivas fórmulas dialécticas, zumos de árboles milenarios o tripas de animales selváticos que contrarrestaban los incontrastables números con una profilaxis infranqueable: la sabia y candorosa simplicidad de sus métodos basados en recluirse en sus naturales paraísos inaccesibles al hombre blanco, y sólo salir de ellos para pagar un soborno (piezas de oro y especies de monos desconocidas por la cultura occidental) al sheriff hambriento de la región para que mantenga alejados a los antropólogos pedantes. Pero no podía concentrarse. Desde el baño contiguo llegó el batir de aguas de una minúscula y artificial cascada. Cecilia debía estar preparada. El miró hacia la puerta pero esta se mantuvo cerrada. Impaciente, giró la cabeza hacia la computadora. Entonces ella salió, caminando con pasos cortos y rápidos hacia él, su corpiño sosteniendo dos pechos rollizos, un poco grasientos y de considerables pezones, ya erguidos. Su bombacha cavada no ocultaba unas estrías blancuzcas alrededor del pubis (tampoco las cremas que se había aplicado sobre los vellos y los granos). Gustavo se lanzó delicadamente hacia ella y mordió el elástico a la altura de la cadera derecha, y desde allí la fue bajando con los dientes. Ella lo ayudó con gimoteos y susurros gozosos.

-Debemos apurarnos -le dijo él, ya en la mitad del sube y baja.

-¿Por qué? -le preguntó ella, después de un breve orgasmo.

El salió de su cuerpo, hizo un nudo con el profiláctico y lo arrojó al tacho, donde yacían arrugados todos los escritos plagados de defectos que había hecho durante el día entre vasos de plástico descartables.

-A las veinte horas está planificada la reunión.

Ella se fijó la hora en el reloj triangular de pared.

-Si falta bastante todavía…-dijo, dándole un beso en la oreja.

-Pero Nora ronda este lugar y puede oírnos. No debemos arriesgarnos, vos la conocés.

-¿Creés que ella no lo sabe?

-No lo sé. Voy a traer la botella de agua.

El se calzó su short y se colocó su remera granate. Buscó debajo de la cama sus sandalias y se las puso. Ella permaneció despatarrada en la cama, con las piernas muy abiertas y sus esponjosas tetas achatadas, mordiéndose las uñas.

-Ya regreso -dijo él.

El crepúsculo se desvanecía ahora con más intensidad. Las sombras de los árboles ya no se distinguían, una opaca bruma purpúrea era el último aliento del día. Pesadas nubes negras recorrían el cielo alumbradas por una pálida luna. Cecilia volvió al baño a lavarse la boca y el trasero. Gustavo reingresó bebiendo del pico de la botella. Llamó a Cecilia y esta respondió desde su nueva reclusión momentánea.

-Ya salgo.

El prendió un espiral y se acostó en la cama tendido de espaldas. Mientras se aflojaba otra vez los pantalones, encendió el velador y volvió a tomar la revista.

-¿Querés un caramelo? -ofreció ella, mascando uno.

-No, gracias.

-¿Cómo está todo abajo? -le preguntó Cecilia, luciendo recompuesta su delgada bombacha.

-Los muchachos están jugando al póker y las chicas están cantando con Juana.

-¿Y Nora?

-Está ordenando las sillas con Orlando. Llevaron la televisión al subsuelo.

Cecilia comenzó a seducirlo con lengüetazos prometedores pero el se resistió.

-Andá vistiéndote -le dijo Gustavo.

-¿Por qué te comportás así? -preguntó ella incorporándose, mirándolo con impotente rabia.

-Está bien, no te enojes. Vení, acostáte a mi lado.

-Es que siempre lo arruinás, te ensimismás y rehuís el encuentro.

-¿Y qué pretendés? Tengo muchas preocupaciones.

-Vencélas, un hombre inteligente no puede detenerse ante ellas. Cuando decís que analizás fríamente las situaciones yo sé que te vas a perder en timoratos razonamientos, y mal disimulados esfuerzos por evadir el nudo del problema. Hacer el amor es algo sumamente importante: para mí fue descubrir un mundo nuevo, donde no podían entrar las malditas especulaciones mentales.

Gustavo, enternecido por tan bellas palabras, comenzó a hacerle caricias en el hombro, apenas raboseándole la piel. Este contacto mínimo la arrullaba y confortaba más que sus decididos embates, y sofocaba también, dulcemente, su ímpetu carnal. Entonces ella se colocó sus anteojos y sumergida en un limbo estático, como los que le estaba criticando, continuó su peroración.

-Yo no te pido que te enamores incondicionalmente, o que te babees como un chiflado maniático sexual. Aspiro a disfrutar más tardes así, desnudos y en la cama, filosofando sin complejos ni ataduras, con ideas originales, impactantes y demoledoras; por ejemplo, demostrar que Hegel no era más que un necio de una manera mejor que la empleada por Bertrand Russell.

Cecilia notó que los dedos de él se acomodaron pacíficamente en su seno derecho. Esto le provocó un estremecimiento que la hizo girar a su diestra y apoyar su cabeza en el fuerte pecho velludo de Gustavo. El pasó a acariciarle el cabello crespo y castaño, teñido con mechones rojos.

-Me parece, en cualquier caso, que tus preocupaciones son muy distintas a las mías. Sos capaz de solucionar una intrincada cuestión metafísica fácilmente mientras enfrentás las cuestiones terrenales y cotidianas con ligereza e incredulidad. Solés revelarme en nuestra intimidad, y de forma negligente, pensamientos para mí incomprensibles. Vamos, olvidate de tus filósofos y decime algo práctico: no me cuentes nada de iluminaciones místicas ni de inspiraciones divinas.

Cecilia le hizo leves cosquillas en el cuello en tanto él deslizó su pierna izquierda hasta ubicarla entre las de ella.

-Lo haré, y te interesará porque se trata de una historia relacionada directamente con uno de tus pacientes. Pero prometeme que no me interrumpirás para pedirme opiniones particulares sobre la conducta moral de los protagonistas, ni tampoco para que organice a tu gusto el relato.

-De acuerdo -dijo él

-Hay algunas pérdidas de tiempo que son más graves que otras, todo depende del lugar y el momento en que se producen. Recién hablábamos de dudas, de cómo nos paralizamos frente a dilemas indescifrables o ante absurdas inquietudes.

El amagó abrir la boca pero ella lo calló cruzándole un dedo que el chupeteó.

-Me prometiste una cosa.

-Bueno, adelante -dijo él, con las vocales deformadas por el dedo obturador.

-Refiriéndome a lo que decía, no quiero incurrir en más dilaciones y afrontaré el relato olvidándome de la introducción. Imaginate a Nicolás antes de su accidente: un joven amante de la música, talentoso para varios deportes, admirado en su barrio y mimado por su familia. Sin embargo, aquí nadie le consiente sus caprichos y tiene que pelearse para imponer sus dogmas (eso entre los niños suele ocurrir). Un día, vuelve a su casa de hacer un mandado, sentado en un asiento individual de un colectivo. Era una jornada calurosa, de esas en que no hay cuerpo humano que no transpire, cuando menos, medio litro de sudor por hora, y aquel día había huelga de transportes públicos. La hora, la del tráfico más embarullado, la de la salida de miles de almas enfadadas y molestas de sus sitios de trabajo, le agregaba un ingrediente candente a la ciudad ya recalentada, asfixiada, que buscaba un alivio en la noche que tardaba en llegar. Y el micro, a tres paradas de la terminal, ya estaba repleto; la gente parada codeándose y observando malhumorados a la nada, tratando de soportar el repugnante hacinamiento estoicamente. Nicolás silbaba una de sus canciones favoritas, reteniendo con sus manos los medicamentos que había comprado para su madre, recibiendo una cálida y húmeda brisa cargada de gases contaminantes que ingresaba por su ventanilla. Los conductores de los colectivos y autos estancados de la senda opuesta apretaban con histeria sus bocinas, escupían sobre el asfalto y murmuraban infinidad de maldiciones. Entre tanto lío, él seguramente se dedicaba a detectar señoritas con llamativas vestimentas y físicos sensuales, como cualquier adolescente de su sexo, encendido y alerta. En dicha búsqueda se encontraba cuando un fuerte olor a alcohol rancio y barato lo estaba apestando desde el interior del vehículo. El giró su cabeza y vio muchas manos morenas (algunas superpuestas) de pieles curtidas aferradas a los hierros que ayudaban a mantener el equilibrio de los pasajeros ante los bruscos arranques del omnibus. Y percibió también que un líquido viscoso y transparente caía sobre su rodilla. Alzó el rostro, su mirada revirtiendo el curso de aquella asquerosidad que continuaba fluyendo hacia su pierna hasta que sus ojos se toparon con un rostro de nariz colorada (casi violeta) y ganchuda, pálido y cadavérico, con una barba mal rasurada bajo unos callosos labios abiertos a través de los cuales se escapaban gruesos hilos de baba mezclada con bilis, ginebra rechazada por un hígado saturado. Los ojos de este individuo parecían dos pequeñas canicas encajadas en profundas cuencas grises, se movían constantemente con una mirada fanfarrona y alucinada. El niño, una vez superadas su sorpresa y su consternación, prefirió deslizar sus piernas hacia el borde izquierdo del asiento a fin de esquivar la saliva repugnante. Los pasajeros parados se apartaban del hombre hediondo, aislándolo y apretujándose ellos aún más. Nadie intervino. Si el beodo necesitaba ayuda médica, bien podría morirse porque a nadie le inquietaba su condición; si acaso se trataba de una grosera provocación a un niño indefenso, todos simulaban no advertirla. El tránsito se tornaba cada vez más pesado. Nicolás miró hacia afuera el caos de la ciudad, procurando, para aplacar su estéril enojo y su deseperación, observar detalladamente a un linyera dormido en la escalinata de una iglesia. Cambiaba de una mano a la otra la bolsita de nylon con los remedios para que sus dedos no quedaran pegoteados; tal ejercicio se lo imponía la humedad reinante. Pero nada hubiera podido distraerle. El hedor se acentuaba perturbando su respiración y otra vez percibió la saliva verdosa derramándose hacia su pierna. Nicolás cerró sus puños, muy bien apretados para acopiar la mayor fuerza posible, y comenzó a mover la piernas frenéticamente. Decidió mirar la nueva posición del invasor (mucho más cercana, ya que sus brazos, apoyados contra el borde superior de la ventanilla, le estaban haciendo sombra a su carita), aunque sin mover un músculo de su cuello. Y esa cara pendenciera y gaznápira, interrumpiendo su exhalación de babaza alcohólica, enseñaba unos dientes verdosos agitándose en una sonrisa diabólica. El hombre se limpió la boca con la manga de su camisa blanca, raída y con restos de ceniza. El niño lo vio durante un segundo y contempló luego su pierna ultrajada. Repentinas lágrimas brotaron de sus ojos en tanto su bronca se agigantaba. Entonces oyó que el adulto agresor balbuceaba palabras ininteligibles. En cuanto a su composición de sílabas y consonantes, no podía relacionarlas con ningún idioma conocido; pero inmediatamente reconoció que eran perfectamente comprensibles en lo que atañe a su intención: proseguir su humillación, su sometimiento al escarnio. Y para corroborar esta hipótesis, sus manos debieron ablandarse. Primero se secó las mejillas y luego sus ojos lentamente abandonaron al mendigo pachorrudo para enfocar a su patente enemigo. El hombro soltó un berrido lacerante y volvió a escapársele un líquido, ahora menos condensado, que fue a parar alevosamente a la remera de Nicolas. El golpe de nuestro pequeño salió directamente proyectado a la bragueta del ruin atacante, que se agachó arrojándosele encima con una navaja en la mano. El marrano no se inmutó. El puño del niño no encontró más que una carne hundida y fláccida de consistencia pringosa. En cambio, el brazo del borracho con tremenda agilidad embistió al niño, a quien tomó del cuello para asfixiarlo. Ninguno de los pasajeros evitó su rápida y siguiente felonía. El filo de su arma brillaba bajo la luz del atardecer.

Cecilia comenzó a lloriquear y a besarle las tetillas a Gustavo. El le sacó los anteojos y fue a depositarlos al escritorio.

-Vamos, hacé un esfuerzo y concluí la historia. No podés dejarla ahí, falta todavía la parte sangrienta -dijo Gustavo al retornar a la cama.

Ella apretó su cabeza bajo la axila de él, temblando con un llanto que le removía los mocos.

-No quiero seguir. Sólo me entere que así perdió su primera oreja Nicolás. A sus padres les dijo que un piedrazo lanzado por un huelguista provocó la caída del vidrio de la ventanilla encima de su perfil derecho. Pero él mismo le ha confesado a Silvia la verdadera historia, que no se atrevía a decírtela. Si deseás detalles escabrosos, pedíselos a ella. Además, ya estoy cansada -dijo ella desconsoladamente.

Gustavo intentó bajarle la bombacha mas ella no lo permitió, moviendo su cintura de modo esquivo.

-¿Me alcanzás la botella? -le dijo, defraudando al segundo intento de él.

Cecilia alzó su cara conturbada y dolorida. Bebió el agua directamente del pico. Tragó con tanta voracidad el líquido que una parte se le escapó, mojándole las mejillas y los hombros. Luego se la cedió a Gustavo y comenzó a vestirse velozmente.

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