Los Deformes – Capítulo 6
El partido comenzó a resultarle aburrido a Mariana, que cerró su cuaderno de bosquejos y abrochó con un prendedor el escote de su vestidito. El distinguido y bello perfil de su rostro (la piel un tanto cobriza, suave e impoluta, la boca atrapante y los ojos brillosos y escrutadores) giró y sonrió dulcemente. Gustavo contemplaba el desarrollo del juego con suma atención e Inés se estaba toqueteando las uñas, atisbando las soberbias atajadas de Valdemar que eran aplaudidas por la tribuna.
-Señorita -llamó su atención la enana. -Este partido es muy desparejo, y encima el árbitro, arbitrariamente, favorece al equipo del mulato. Hasta pronto, ha sido un placer conocerla.
Inés se acercó con ternura a darle un beso. Gustavo, contento por el descuento en el tanteador que había logrado Nicolás con un zapatazo desde la mitad de la cancha, también besó a la profesora de dibujo, que al retirarse, corrió hasta el bebedero lindante a la cancha a patear una pelota oculta por el alto césped. Además, aprovechando que Martín estaba cerca de esa zona, lo insultó de un modo soez.
-Mariana es así. Tiene reacciones repentinas que siempre sorprenden a sus semejantes. Los artistas son propensos a cultivar diversas excentricidades. Ella responde a esa ley natural con desplantes y escándalos inofensivos. Si llego a curarla, será una mujer que hará desfallecer a muchos hombres. Y más todavía, considerando que ya en su actual condición tiene una larga lista de cortejantes…-dijo Gustavo.
-A mi me parece una mujer formidable. Aparte de su inmenso talento artístico, no le falta ninguna cualidad, excepto más altura, para ser…como cualquier otra modelo de las que aparecen en nuestra revista -dijo Inés.
-Faltan cinco minutos y este partido está prácticamente liquidado, más allá de algún otro gol que pueda hacer Nicolás. ¿Quiere venir a la carpintería? Allí le presentaré a todos los muchachos.
Inés, luego de sacarle una foto a Valdemar saludando a la hinchada, aceptó. Se paró y se calzó su pequeña cartera negra. Iban andando ambos en silencio. Pasaron junto a la piscina, donde Gustavo inició el silbido de una canción playera. Ella estaba ensimismada en sus propios pensamientos (el plazo en el que debía entregar la nota, el carácter fóbico de su novio y la explicación a su peluquero del peinado que deseaba, abarcaban los temas principales). Cuando llegaron a colocarse otra vez frente a las regaderas, una pregunta inesperada surgió en su mente periodística, y la expuso con un tono preocupado y la cara circunspecta.
-¿Alguno de los internos posee serias alteraciones mentales?
-Ningún caso extremo. Todos rechazan la violencia y aceptan alegremante el trabajo que hacen por la prosperidad de la comunidad. Sus brotes dementes son muy esporádicos y se cristalizan en mudos llamados de atención: pueden romper la vajilla o arrojar sus medicinas por la ventana, abrigarse con gruesas bufandas en tremendos días de calor y dedicarse a leer la biblia durante veinticuatro horas seguidas. Después de esas acciones, permanecen quietos con la vista fija en un horizonte incierto, como si estuvieran hipnotizados. Ese estado les dura apenas unos segundos. Ya ves que son incapaces de hacer nada que sea auténticamente dañino.
El siguiente interrogante, por su parte, fue meditado, y calculada con frialdad su entonación para que se parezca más a la soberbia e ignorancia de una inspectora gubernamental que al impudor hierático de una joven reportera.
-¿Cuentan con un equipo de psicólogos que se encargue de tranquilizarlos durante sus crisis?
-No creo que ese sea el término adecuado. No necesitamos ni pretendemos tranquilizarlos. Aunque con la electricidad y las drogas adquieren un carácter pacífico, preferimos no mantenerlos a raya cuando demuestran síntomas de algún ataque nervioso. Los tratamientos que les recetamos no buscan que los pacientes respondan de un modo automático. Si se les antoja quebrar un plato contra el suelo, bienvenida sea esa reacción, y tanto más para los fabricantes de platos. Asimismo, ese tipo de arranque de furia ayuda a mantener los pisos más limpios. Con respecto a tu pregunta concreta, tres veces por semana concurre aquí el doctor Cairolo, un reconocido y prestigioso psiquiatra de nuestra ciudad. En los folletos que te dí figuran los antecedentes de nuestro plantel de médicos. Mirá, desde que inauguramos nuestro centro, todos los pacientes que se recuperaron decidieron establecerse y quedarse a vivir con nosotros, rechazando acogidas familiares largamente esperadas. Una vez rehabilitados, afuera del instituto se sienten oprimidos, melancólicos y desilusionados. El afecto de sus parientes, melifluo y pesado, termina por agobiarlos. A lo sumo tardan una semana en regresar…saben que sus amigos tullidos necesitan su apoyo y sus consejos.
-¿Y ninguno desea estudiar una profesión, llegar a ser médico como vos, o arquitecto tal vez?
-Por supuesto. Mariana, por ejemplo, ya repuesta de sus convulsiones crónicas, obtuvo su título de profesora mientras vivía aquí, y todavía la tenemos entre nosotros. Nora está haciendo un curso de tejedora, y tenemos dos alumnos con mielitis que siguen la carrera de diseño de indumentaria. También Andrés, uno de los chicos escleróticos que estaba jugando, optó por el profesorado de historia.
Arribaron, yendo por el húmedo camino de piedras, al tinglado plateado techado de chapas metálicas. Se sentaron en la pulcra escalera de troncos por donde se ascendía a la carpintería. Escucharon el rugido de la segadora de césped. Un joven jardinero, con una gorra de un equipo de futbol americano puesta al revés, apagó el motor. Se secó la respiración de la frente con el antebrazo y saludó desde lejos brevemente. Luego trotó hacia ellos y ya cerca, dijo:
-¿Quiere que plante entonces los rabanitos?
-Sí, y no te olvides de los tomates -le contestó Gustavo.
El joven, de cara chata, rasgos orientales y comprimidos, giró la gorra hacia un costado y salió corriendo.
-¡Orlando!
El jardinero interrumpió su carrera no habiendo dado más que cuatro pasos.
-Tratá de no manchar con tierra las prótesis de las chicas. Y cuidá que no desperdicien el abono. Después podés pasar por mi oficina para cobrar -le advirtió Gustavo.
Orlando salió impulsado con más ímpetus. El timbre, más quejumbroso e inquietante, atronó en toda la comunidad. A las mujeres les tocaba ahora la clase de huerta orgánica. Un teléfono celular chilló dentro de la cartera de Inés pero ella no se apresuró a contestarlo. Mientras el aparato sonaba, se dedicó a revisar uno de los folletos en el que aparecía una idílica fotografía del panorama que tenía enfrente de ella, un parque con niños y niñas lisiados divirtiéndose, gritando, respirando satisfechos. Ella, ante la insistencia del que llamaba, se dispuso a desconectarlo.
-Vení, vayamos entrando -dijo Gustavo, despertándola de su ensueño.
Ingresaron por la alta puerta ojival al recinto oscuro. Una fragancia penetrante a madera y caucho quemado le provocó a Inés unas toses. Astillas desperdigadas por el suelo crujían antes sus pasos. Aún flotando entre el polvo y el aserrín, se divisaban unas moscas atrapadas en las telas de arañas. Inés estornudó sobre el mango de un serrucho llenándolo de saliva. A través de un par de banderolas enrejadas caían haces de sol en jirones descuajeringados por la suciedad de las ventanas. Todo esto no impedía que el ambiente resultara grato. Porque también flotaban en el aire concentrado ecos de voces dedicadas a despertar el esfuerzo heroico de hombres que, despreciados en la calle, escarnecidos públicamente sin miramientos y abrumados por impedimentos físicos irreparables, luchaban hasta el límite de sus fuerzas; y luego las superaban y dejaban atrás, impulsados no sólo por el aliento de Martín, sino que, mediante una rara mezcla de deseos irrefrenables y ansias de justicia, por las hazañas inéditas, como construir una mesa de roble en menos de veinte minutos, que podían llegar a alcanzar. Y efectivamente lo hacían, ya que las sillas, quenas, biombos, escritorios y armarios del taller hermoseaban su aspecto. Inés, calmada su alergia con unas gotas nasales, se detuvo a contemplar una pequeña artesanía, una estatua de ébano, un cisne sin alas y con ojos pintados de blanco. Gustavo paseaba junto a la larga tabla de madera donde suelen sudar serruchando los tullidos más inexpertos. Así permanecieron un minuto hasta que escucharon torpes pisadas exteriores en medio de gritos y suspiros gangosos, jadeantes, gozosos, de hombres jóvenes olvidados de sus exulceraciones y sus gangrenas, polemizando sobre el arbitraje del profesor y acerca de las circunstancias fortuitas del fútbol. Pronto se oyó a Martín mandándolos a refrescarse antes de reanudar la clase. Gustavo, viendo que Inés estaba concentrada en la serie de esculturas de madera de Mariana, se dirigió a la puerta. En la mitad de su camino, la figura del entrenador, saltando ágilmente, apareció en el taller.
-¿Y, cómo terminó? -le preguntó Gustavo.
-Cinco a tres.
-No había sido penal… -dijo Gustavo.
-¿Cómo se puede reclamar cuando José le pateó directamente el tobillo? Reconozco que tendría que haber amonestado a Maximiliano por sus gestos burlones. Cuando terminé el partido lo reté severamente…
Inés giró sus talones y se acercó sonándose la nariz con su pañuelo.
-¡Qué admirables trabajos! -exclamó, señalando las mesas redondas de madera cañiza barnizadas con látex.