Los Deformes – Capítulo 5
La ciega, luego de utilizar un rollo fotográfico entero en menos de cinco minutos, le devolvió la cámara a Inés y fue a mostrarle su dibujo a Gustavo. Inés remiraba el paisaje de Nora cuando desvío sus ojos y vio que Mariana la llamaba con sus deditos. Al llegar a su lado, la enana le indicó a Inés que se agachara y luego, ocultándose la boca con su pequeña mano, le dijo a su oído:
-No confíe ciegamente en el señor Gustavo. A él no le importa que caigan inocentes a la hora de ejecutar sus planes. Cuando queremos charlar con él nos dice que está todo el tiempo ocupado: probar nuevas combinaciones de drogas, buscar información relevante en la computadora y revisar las prótesis y heridas de los internos, son tareas que le ocupan la mayor parte del día. Duerme poco y él mismo se queja de dolores de espalda. ¿No vio las enormes ojeras que le salieron? Encima, el escaso rato libre que le queda, lo usa para redactar artículos que presentará en un congreso, o para ver películas de guerra, anotando las tácticas guerrilleras que le parecieron más efectivas. Ese hombre ha perdido completamente sus sentimientos de piedad por el prójimo, los mismos que eran tan nobles cuando comenzó a interesarse por los deformes y los paralíticos.
-Sin embargo, muchos de sus relatos me han conmovido, y me ha confesado cuánto ama a los internos del instituto. Y especialmente a usted, le tiene un cariño particular. El se dedica a todas esas cosas, que para usted son distracciones, para curar, no sólo su enfermedad, sino muchas otras que afectan a tantos niños desdichados. Creo que es un hombre ejemplar y sus obras son dignas de admiración. En cuanto al trato personal, se comportó conmigo como un caballero cabal -le replicó Inés, también secretamente.
Pronto la periodista concluyó de recorrer el círculo de las niñas, ofreciendo salutaciones y recomendaciones retribuidas con generosidad. Gustavo, detrás de la pared oriental de su vivienda, separó sus labios de los húmedos y cálidos de Cecilia y la empujó levemente bajo la ventana del baño. La celadora lo había llevado hasta allí con la excusa de mostrarle cómo habían avanzado unas ulceraciones en su piel, que ella atribuía a sus electrodos, y mientras él la revisara, referirle sus filosóficos aprendizajes de la semana. Anatómicamente, las lastimaduras se hallaban próximas al radio vaginal. Gustavo le prometió que las vería más tarde. Le dio un último beso en la mejilla y le acomodó los anteojos contra su nariz recta y pecosa. Seguidamente sonrió, y sin esbozar palabra alguna, dio media vuelta y se encontró con la otra celadora que tanteaba el terreno con precaución. Regresó junto a ella a la clase de Mariana. Apenas pisaron el círculo de pintoras, el sonido agudo y enfadoso de un timbre indicó el inicio de un recreo.
-Chicas, se han comportado excelentemente. Les comenté al principio que hoy íbamos a decidir a dónde iremos en nuestra próxima salida. Aquí está el doctor Gustavo para darles la buena noticia -exclamó la enana.
El se paró detras de Mariana y apoyó sus manos sobre los hombros de ella, que movió la cabeza instintivamente al notar que los dedos de él estaban acariciando sus cabellos. Silvia y Cecilia, que retornó con los primeros botones de su camisa desabrochados, comenzaron a destrabar las sillas de rueda, a recoger los caballetes y a repartir medicamentos y jeringas mientras las chicas, ahora sentadas sobre el pasto formando un semicírculo, alegres y expectantes, se miraban entre sí intrigadas y cuchicheaban respecto a los amoríos del doctor con Cecilia.
-Antes de revelarles el lugar, quisiera que saluden a la señorita Inés. Acérquese usted, por favor.
Sonrojada pero animosa, la periodista caminó unos pasos hasta colocarse junto a Mariana, donde recibió un aplauso que inició Gustavo. La bella enana tuvo que gritar y correr hacia las más alborotadoras para detener el ruido que estaban armando, golpeando sus pinceles más gruesos sobre el hierro de sus sillas y el metal más resistente de sus prótesis.
-Sólo quería decirles que siempre las recordaré como amigas. Ustedes son jóvenes, al igual que yo, y tienen mucho amor y talento para ofrecer. En este breve rato que nos conocimos, han penetrado entrañablemente en mi corazón. Es muy posible que retorne y les haga muchas más visitas. Voy a traerles la revista cuando salga publicada la nota. Las admiro y les pido que nunca se consideren vencidas. Esfuércense por alcanzar sus deseos y no se amedrenten ante nadie. Adiós, y sigan dibujando, aprovechen que tienen una profesora maravillosa -finiquitó su discurso Inés.
Su emoción se transformó en un brote de lágrimas que contagió a las mujeres. Gustavo la consoló dándole un abrazo y le rogó que lo aguardara a un costado. Mariana, durante este lapso, recogió los dibujos de las tullidas. La periodista recompuso su talante, se secó el borde de sus ojos con su pañuelo gris y se ubicó a la izquierda de las celadoras.
-Les anuncio ahora -arrancó Gustavo, mientras comenzaba a pasear dentro del semicírculo con las manos tras la espalda-, que el miércoles veinticinco iremos al puerto del Tigre. Alquilaremos botes y lanchas y daremos un paseo por el delta.
Las mujeres respondieron con fugaces exclamaciones de algarabía. Gustavo prosiguió hablando, engolando excesivamente la voz.
-Ahí la señorita Mariana les enseñará a dibujar el río, sus peces…y la gran variedad y abundancia de mosquitos que lo habitan. Llevaremos muchos tipos de insecticidas para espantarlos. También el entrenador Martín las ayudará a manejar los remos. A muchas les será provechoso para reanimar los músculos que tienen inmovilizados. Además de divertirse, tendrán una gran oportunidad para demostrar que sus cuerpos pueden caminar con libertad e indolencia en un paisaje silvestre.
Mariana, que estaba observando detrás de Gustavo los matices de verde que había empleado Silvia, se abalanzó de un salto y tropezó con la cortadora eléctrica de césped. Evitó una caída apoyando sus manos en el jean de Gustavo. Contuvo una carcajada durante un instante en el que dijo lo siguiente:
-Ya pueden dispersarse. Hasta el lunes, chicas.
Ellas no se retiraron a disfrutar de las travesuras que solían realizar en los recreos (acudir a la cocina y fastidiar a doña Juana, alterando y desordenando las dietas prescriptas por los médicos al aderezar la comida con todos los condimentos que encontraban a su alcance; llegar a la cabina de don Alberto, cambiar de sitio su dentadura postiza, su reloj despertador y su radio, y ocultar bajo sus sábanas prendas íntimas femeninas o maquillaje facial; y, despreocupadas de las consecuencias y con mucha picardía, procurar ocultarse de la vigilia de las celadoras para fumar cigarrillos que les regalaban los hombres), sino que se concentraron para conversar de un modo más privado, y confesarse mutuamente cuál era la verdadera impresión que les había causado la señorita Inés.
En tandas conformadas según la gravedad de sus impedimentos, de los más aptos físicamente a los más dependientes de muletas u otros instrumentos de sostén, los varones aparecieron en el espacioso jardín desde la carpintería. El más ágil e inmune de todos era Maximiliano Benavídez, que se estaba recuperando de una fiebre reumática cuyas consecuencias más trascendentes eran una lordosis espinal severa, una dipsomanía incontrolable y extraños embates epilépticos. Su rostro calvo y extremadamente oblongo tenía mal definidos sus rasgos. Sus ojos eran finos y enrojecidos, renuentes a pestañear y estaban hundidos bajo cejas desparejas. La nariz parecía un pico de halcón transplantado en medio de pómulos granujientos. La boca, que le ocupaba todo el ancho de la cara, se desviaba a la izquierda cada vez que la abría. El llegó corriendo al campito de fútbol y detrás venía José, con la camiseta de Boca que le obsequió Maradona puesta hasta las rodillas, renqueando y retorciendo el torso para no perder el equilibrio de su convulsionado pero lento andar. Y más atrás aún, al boquense lo seguían, encabezados por Nicolás, el muchacho sordo, los demás baldados. Entre ellos, Inés advirtió a un mulato que caminaba de un modo haragán, sin emplear el paso vacilante que predominaba en los que le rodeaban. Venía conversando con un joven alto y muy flaco vestido con calzas estrechas y una musculosa blanca, que hacía picar en el pasto con su gran mano una pelota de fútbol. Mientras los varones sorteaban los equipos, Gustavo le tocó el hombro a Inés.
-¿Ese es Valdemar? -preguntó ella.
-El mismo. Ayer abandonó su silla. Su curación fue misteriosa, totalmente incomprensible para los clínicos más prestigiosos del país. Aquella tarde que lo visitó Lorena, de la que todavía no pasó ni una semana, ella lo acompañó a un curandero del barrio de Liniers. Ella sólo me cuenta que el hombre le dio de beber una mezcla de agua mejicana con un té de floripondio. Mandé preparar uno para descomponerlo químicamente en mi laboratorio, pero no obtuve reacciones que me brindaran indicio alguno. Su cadera, antes de la operación, estaba completamente desarticulada. El pronóstico médico era sombrío, vaticinaba una parálisis múltiple e irreversible. Yo creía en una remota posibilidad de restablecimiento mediante la aplicación de una fuerte estimulación eléctrica. Sus parientes me prohibieron hacerla bajo amenaza de retirar a Valdemar del instituto. Jamás imaginé que estaría caminando, a tres semanas de su accidente, con tanta soltura y ligereza por este parque.
Martín, el atlético profesor y árbitro del partido, daba instrucciones a los arqueros, José y Valdemar. Gustavo e Inés comenzaron a caminar bordeando el límite de la cancha. Al arrimarse a la línea central, sonó un pitazo y el balón fue impulsado por Maximiliano hacia adelante. Rápidamente, Martín corrió a saludar a la periodista. Cuando le extendía su mano, la pelota, arribada de un saque de meta que había hecho Valdemar, rebotó en su trasero. Ella esquivó el tambaleo del profesor mientras Gustavo se plegaba a las risas de los jugadores.
-Mucho gusto. Vaya y enséñeles a cuidar el balón, a no recurrir a los pelotazos.
El sopló el pito y le mostró a un manco cómo debía practicar correctamente el saque lateral. Mariana, acomodada en un banco acolchado con almohadones blancos de pluma para apreciar las jugadas de los paralíticos, invitó a Gustavo y a Inés a su palco. Las mujeres se trasladaron hacia una tribuna compuesta de cuatro tablones de madera de treinta metros de largo, ubicada detrás del arco de Valdemar. En dicho lugar, abandonaron sus disputas internas (Cecilia y Nora le reprochaban a Silvia los privilegios de los que venía gozando: además de disponer de una computadora personal, y de acompañar a Gustavo a realizar complicados trámites en los ministerios y en otras dependencias públicas, era la encargada de recibir a los inspectores; y ella sabía sacar provecho de ellos, seducía con sus exhuberantes pechos, armas casi invencibles, a los hombres de todas las edades y cosechaba amistades en todos los ámbitos. Anidaba en su voluntad la decisión de difundir «su arte», como llamaba ella a su desmañada, pura y abstracta habilidad con los pinceles. Su espíritu comunitario había decaído notoriamente. Ya no le interesaban los dramáticos problemas ni los profundos sufrimientos de sus compañeras. Ella, a su vez, les recriminaba que ellas abusaban de su posición cercana a Gustavo, una ayudándolo en el laboratorio y realizando las cobranzas a los tutores de los internos, y la otra en la cama, para aprovecharse de su susceptibilidad, induciéndolo injustamente en su contra y ganándose favores de él, materiales e inmateriales. Pedía que su caso lo debatieran fríamente entre todas, y de eso se estaban ocupando, y se ocuparían por mucho tiempo más) para alentar como una fiel hinchada al equipo del mulato. Gritaron su gol, producto de un dudoso penal que cobró Martín (José ya había descolgado el balón de un envío proveniente de un tiro de esquina, y cuando quiso sacar un contragolpe veloz, la pelota se le escapó de sus menudas manos. Maximiliano hizo usufructo de la circunstancia. Estando sin marcación alguna por numerosas causas: además de que a los parapléjicos les costaba retornar a la defensa porque recién habían sido inyectados; en otro sector del campo, Nicolás, el mediocampista del equipo, estaba mirando cómo saltaban y cantaban las chicas en la tribuna, y por último, los patulecos boqueaban sacando la lengua. Entonces el pelado goleador tomó la pelota en el borde del área grande y avanzó lentamente hacia el arco. José, nervioso y titubeante, salió a cortarle el paso. Maximiliano, presintiendo que la jugada concluiría en gol, comenzó a burlarse de él ostentosamente. Se puso a hacer malabarismos con la pelota, chanfles, rabonas y diversos jueguitos que exasperaron al arquero. Con la quijada desencajada hacia la derecha, los labios largos y gruesos del delantero se doblaron hacia la izquierda para gritar «olé» o «caliente, bosterito», y en el instante en que había dejado la pelota frenada debajo del arco, apenas más atrás de la línea de gol, cuando estaba pavoneándose como si lo estuviera por contratar el Barcelona, José estiró su pierna más larga y arrastró la pelota, y con ella, el pie plano de Maximiliano, que cayó con aparatosidad en el área chica. -¡Penal! -clamó la hinchada femenina. -¡No, se la quité con limpieza! -empezó a excusarse el niño, ante la carrera de Martín señalando el punto de la pena máxima). Luego se dedicaron a disfrutar de tres goles de Maximiliano y otro más de Valdemar. También aplaudieron la expulsión del arquerito por escupirle al goleador en su nariz de ave arrugada y lanzarle una trompada a sus testículos.