Los Deformes – Capítulo 36
Avanzados los sucesos hasta las cercanías de mayo, los lectores habrán percibido que ya en el Centro no se hacían distinciones de acuerdo a las múltiples patologías de los internos. Quienes ya lo habitaban estaban completamente curados, y a los aspirantes a deformes les asignaban una habitación y un tratamiento mediante un sorteo con naipes españoles. Además los síndromes de los tullidos novatos tenían particularidades peculiares que resistían cualquier clasificación. En este sentido, Cairolo y Gustavo tenían convicciones homeopáticas: cada paciente es un caso único.
El bolsista había formalizado su relación con doña Perla. El Tripero progresó y ya no era de mala muerte. Pimienta demostró talento como cocinero y la hija de la rolliza fondera atendía recados alimenticios por doquier. Formaron una familia típica y hermosa cuando prohijaron al ministro de la reina, quien se evadía del Instituto en las cenas para colaborar en la parrilla de sus padrastros. Y las tirrias que le tenía al borracho en sus arrebatos de enajenación devinieron en amor filial y veneración conciente. No necesitó utilizar protectores de acero sobre su implante Cloacar, su circuito auditivo reconstruido recibía con ternura los consejos de don José.
-No bebas hasta que cumplas catorce años. No hagas notas efectistas en el piano. Mantené las brasas en un encendido mínimo. No le rebanes la oreja groseramente al director ejecutivo de los laboratorios Bagó, debes efectuar el corte como yo te enseñé.
La ciega prefirió no recobrar la vista hasta haber terminado con el último de la lista. Nora la convenció de que sólo después de la muerte del Presidente el mundo era digno de ser contemplado con fe y buen humor; antes, todo lo visible sería sangriento y miserable, cosas censurables para un alma que pretende vivir pacíficamente. Así que su ceguera continuó siendo un instrumento para sortear escollos policiales y enamorar a muchos guardias adversarios, dejándolos bizcos con su gracia y su silueta delantera (y a veces permitía que le toqueteen sus carnes).
Valdemar, el primer paralítico criminal, el pionero de la política poco piadosa adoptada por los tullidos, amante del candombe y de plegarias enfermizas y fervientes, había asumido la costumbre de escaparse en su moto para buscar a Renata en las rutas que circundan la capital. Giraba, soportando los primeros vientos frescos del año, mirando a los cordones y banquinas pedregosos, confundiendo corpulentas prostitutas con la cómplice de su primer pecado escandoloso, el cometido en los bosques de Palermo junto a la forzuda mujer que buscaba. Y cierto día, cuando estaban menguando sus ansias de reencontrarse con ella, harto de desdeñar y desechar a esforzadas vendedoras de sexo que deseaban subirse a su moto (vuelta a programar para personas normales tras su obvia recuperación), al circular por una rotonda en bajada, sintió una voz cristalina y atiplada que creyó reconocer.
-¡Valdemar! ¡Pero si es el negrito que encontraba excusas para no remover un cadáver! ¡Vení, flojo! ¿No me llevás con tu máquina? Quiero meterme en alguna aventura como la que vivimos en el verano -dijo ella finalmente, ya cuando él acercaba su vehículo rugiente al apreciado cuerpo de la dama que protagonizaba sus fantasías.
Y Renata se montó al rodado, abrazando como corresponde al uruguayo, a aquel murguero mimoso que viajaba como un vagabundo con el motor recalentado. El la llevó a un hotel, la penetró y actualmente está esperando un gurrumino que sea distinto, más retraído e inteligente que su padre. En fin, …llevó a la madre a vivir con Lorena y las cuidó con el mismo cariño que los mancos le rendían a su reina. La creciente y novedosa abundancia de las arcas del Instituto alcanzaba para sustentarlas con holgura, hasta consentir sus caprichos alimentarios y de maquillaje, perfumería, vestimenta, etc.; todos caros y exquisitos, y reunidos en conjunto, posibilitaron que su hermana fuera aceptada en una augusta agencia de modelos femeninos.
Don Alberto se hastió de tanto fútbol; sus historias terroríficas continuaron embelesando a los internos. Roxana le ofreció el cargo de adivino de su Corte y lo obligó a jurar que enterraría su radio en el estadio de River. Sus atónitos oyentes iban todas las noches a su cabina a asombrarse con los nuevos capítulos que había escrito sobre las maldiciones que padecieron jugadores de balompié. En lo referente a su desarrollo físico, concluyendo de algún modo la información sobre la vida del portero, cabe apuntar que Gustavo le obsequió una de sus rodillas. Así acabó con su encantadora cojera, y bajo la supervisión del traumatólogo, enderezó su columna. Con todos estos cambios, se dignó a hacer una limpieza profunda de su vivienda, y la acondicionaba bonita para agasajar a la reina, su invitada predilecta.
El gallinero de los vecinos se había enriquecido notoriamente. Las subsidiarias contribuciones de Gustavo bastaron para pintarle decorosamente la fachada e importar los mejores ejemplares de los corrales argentinos. Entre otras reformas a su terreno, figurarían en un manual de modas o arquitectura, la instalación de una laguna artificial con su consiguiente cría de patos, la construcción de un templete oriental de mármol al estilo budista donde don Julián les rezaba a sus maestros o dioses, una cabaña individual para Fernando y una especie de laboratorio astronómico para Margarita, réplica del Planetario. Las parras también gozaron de los cheques que les extendía Nora. El vecino introdujo saberes que elevaron el nivel de su vino. No es sabido cómo lo lograba, o si consultaba a algún enólogo experto, pero cada nueva botella era superior a sus antecesoras. Pero algo había permanecido incólume, su vetusta mansión. La única remoción que efectuaron en la casa fue un aseo superficial. Se negaron a modernizarla a pesar de las insistencias del abogado y Gustavo. En el vecindario se esfumaron las denuncias que les habían hecho por suciedad y emanación de sustancias tóxicas. Al viejo garage venían a comprarles pollos y doña Juana aprovechaba para venderles también toda variedad de tortas.
Cecilia leía y leía, sin problema alguno y con serena determinación. Había adquirido libros jamás soñados y no deseaba perder tiempo en sacar la vista de ellos. Claramente, estaba compenetrada en sus asuntos, y siempre le pasmaba a Gustavo su sensatez cuando platicaban en la cama, con qué desparpajo podía dejar de ser filósofa y actuar como una gata celosa. Y ella estaba a favor de las medidas violentas, pensaba que las alternativas pacíficas eran peores porque implicaban una sumisión disfrazada de cordura. Solía sacarse los anteojos y decir:
-Las rebeldías a la razón forman un agujero negro por el cual fluyen hacia depósitos de escoria que los gobiernos sostienen esforzadamente (cárceles, hospitales, manicomios, etc.). Para que las revoluciones se canalicen en hitos de libertad es preciso bombardearlos y conseguirles una tierra edénica a los deformes resistentes al orden predominante.
Y ellos estaban en camino de obtenerla, arrasando a sus ocasionales dueños. ¡Cuán sumisa y precavida era con Gustavo! ¡Cuánto apoyo metafísico le daba!
Maximiliano aprendió técnicas quirúrgicas con Cairolo. Luego de tomarse el desquite de su derrota con el negro en la lucha motora (el último desafío terminó con un surco en la moteada cabellera de Valdemar que por su patética prolijidad sedujo a su compañera, testigo del piedrazo que partió los sesos del militar), tomó coraje para utilizar su destreza con la motosierra en instumentos más delicados y con fines menos escabrosos. Mosqueteriles, los internos asistían a sus prácticas y lo ovacionaban en cada incisión, aplaudían sus extirpaciones y observaban con mudo asombro el tacto y el pulso inmutable que empleaba para encajar todo tipo de implantes. Después de cubrir con una sábana al maniquí que había intervenido, el pelado se esmeraba en lograr poses graciosas con las cuales saludaba como si hubiese hecho un gol. El psiquiatra le garantizó que sería él quien le devolvería la visión a Silvia, y el que curaría con pastillas la adicción de Pimienta. Sus ocupaciones lo abrumaban y era indispensable nombrar a Benavídez cirujano suplente. La dificultad de los atentados aumentaba a medida que se iba agotando la lista. La jerarquía de las últimas víctimas significaba vencer a organizaciones de mercenarios más complejas y con mayor poderío bélico. Entonces Cairolo tenía que diseñar tácticas más sutiles para desbaratarlas, y le demandaba horas y horas analizar sus relevos y debilidades.
Andrés suplantó a Donelo y fue designado profesor de Historia. Pancho fue recompensado con el ofrecimiento de una nueva asignatura que se asentaba a su carácter: «Ironía Básica», en la cual se les enseñaba a los internos recién ingresados a superar sus reparos a una lucha armada. La esclerosis del joven historiador ya no se vislumbraba en sus gestos, y apoyaba a Laurita regalándole buenas calificaciones, soslayando su mediocre memoria para retener los conocimientos que le transmitía.
Orlando no representaba más al turista idiota y sorprendido, su capacidad marcial resultaba más redituable en el centro de las batallas, donde sus manos aplicaban métodos de ahorcamiento instantáneos que exterminaban ipso factum a los celadores de la injusticia antes de que pudieran apelar a sus revólveres. La huerta ganó color y vivacidad, brotaron nuevos vástagos de todas las hortalizas y se extendieron los plantíos frutales. El jardinero multiplicaba su sudor para cuidar el jardín esplendoroso y floreciente, combatía alimañas y malas hierbas, sometiéndose a un régimen que robustecía su cuerpo atlético y oriental.
Preocupado por seducir constantemente a la morena y simple mujer que lo había acogido en su hogar acunando sus sueños de ebriedad, el bolsista le había implorado a Gustavo que hiciera una acción meritoria alterando la plasticidad, los bultos y la dimensión de su nariz (y que moderara su color si podía). El escritor se opuso aduciendo que su naso natural y ganchudo ya atraía a la gorda, y que sus encantos no residían en el irregular relieve de esa parte prominente de su rostro. Y así como no se permitía cuatro horas consecutivas de abstinencia al alcohol, alegando que obedecía a un ritmo necesario y placentero que le imponían los sectores inconcientes de su cuerpo, no podía su mente ser tan susceptible y querer disfrazar un defecto, equiparable, por su origen corpóreo, a su adscripción permanente a la ginebra, con una operación artificial, supuestamente favorecedora desde un plano estético. Al contarle el episodio a doña Perla, en el medio de freiduras, chillidos de la cafetera y chanzas de albañiles norteños, ella no pudo comprender su falta de viveza y entendimiento, su necia pretensión de arreglar su nariz cuando esta era el secreto de su arrolladora personalidad.
Hugo ya no se veía pálido ni vomitaba sangre mezclada con bilis. Sus pómulos hundidos, sus ojos exprimidos, su enjuto y espigado porte seguían dominados por una fabulosa cachaza. Su mejoría no se registraba en su conducta silenciosa, quedita; y apenas se sacudía su tedio con unas dosis de electrodos más elevadas que le recetó Gustavo.
Negro decidió recuperar su ojo de menos, Villamayor le construyó uno de vidrio.
Esteban tradujo a los yanquis todos los pormenores de la fabricación de la rodilla Villamayor, los objetivos del Instituto y otras semblanzas sobre sus prótesis galardonadas.
Nuñez estudiaba todos los vericuetos de los ataques, aseguraba cierta incidencia publicitaria convocando con anónimos llamados a la televisión, rescataba a Silvia de las comisarías y a los falsos heridos de los hospitales. Prevenía a los internos cuando intuía que podrían tenderles una emboscada y se infiltraba con su computadora en campos ajenos donde obtenía informaciones de los capitalistas que levantaban trincheras y construían refugios, temerosos de la fuerza invisible que los estaba aniquilando. En los suburbios distinguidos y elegantes de la ciudad flotaban pesadillas en los hogares, las familias dormían con la respiración contenida, y aunque un frío incipiente se había apoderado de las calles, se alzaban transpiradas de sus camas, nerviosas y con los ojos conmovidos por imágenes siniestras. Enterraban sus cabezas en mullidas almohadas para desenterrarlas ante ruidos ficticios o verdaderos de sirenas y cazadores de oligarcas que venían persiguiendo sus huellas. Y muchos se acostaban aferrando pistolas con sus manos. Tal pánico engendraron los planes de los discapacitados. ¡Ni una valiente guerrilla de ideas socialistas hubiese creado tanto terror!
Al domingo siguiente aprovecharon la visita a la capital de un indeseable gobernador tucumano para eliminarlo mientras paseaba con un general amigo, socio de villanías y bajezas. Ya había progresado la tarde hasta las cinco y el cielo amagaba con oscurecerse temprano. La señorita Inés fue la autora del disparo que perforó el corazón del aborrecible líder provincial. Desde la oficina céntrica del abogado, apuntó con un rifle que le había regalado Martín. Demostró una buena muñeca para el oficio, similar a la que tenía como fotógrafa. Cuando su blanco cayó dolorido e insultando, sin poder adivinar de dónde provenía la muerte que comenzaba a marearlo, la periodista se incorporó sonriente y se rascó las islillas. Abrazó al traumatólogo y besó la boca de su arma caliente. Aún les quedaba despachar a un músico de la misma procedencia, lambe-culos de cuanto personaje vil pueda imaginarse. La ejecución de este segundo ataque estaba a cargo de Laurita y Andrés. Lo atraparían en el vestuario de un teatro donde iba a ofrecer una conferencia política. Simulando ser admiradores de su música, y para darle un toque sobrecogedor a su actuación, ella cogería su vieja silla de ruedas y le socaliñaría la vida, enterneciéndolo para darle un beso de lengua con suficiente veneno en la saliva. Ella bebería enseguida su antídoto y esperaría junto al profesor de historia, sentada cómodamente en la platea, el derrumbe de su víctima.
Reunidos en el sótano renovado, el suelo fortificado con basamento de hormigón y alfombrado, amplios sillones de don Julián dispuestos para albergar a cien tullidos, las cajas de arañas agrandadas y como ornamento atractivo, la nueva colección de serpientes de los vecinos adolescentes, los internos oían el programa de radio que iba a cubrir el acto del empresario tucumano y servil. Era el primer atentado limpio de sangre y saña, una auténtica labor de guante blanco. Ya habían cumplido una etapa de encarnizamiento y se habían propuesto suavizar el salvajismo de sus acciones. Al no estar irritados, y viéndose adinerados subrepticiamente, ya mataban con calma a los hombres y mujeres (tenían su turno para morir pronto una funcionaria pública y una célebre conductora de televisión estrábica) de la lista. No se entusiasmaban con lapidar sus cuerpos hasta hacer de ellos un amasijo de carne humana. Habían ingresado a un período de densa soñarrera, donde sus hábitos sediciosos se estaban modificando: eran menos cruentos y se iban desligando de sus propósitos prístinos. Ya no necesitaban ser tan sanguinarios.
¿Quien mata mejor? ¿Quien es el campeón de lucha motora? ¿Se hallaban en la lista los peores malvados disponibles, o contenía algún inocente perejil, comparado con las bestias humanas que habían quedado excluidas? ¿Todos los parapléjicos deben ser elegidos para dar golpes fatales? Estos interrogantes habían aparecido en la conversación que tenían Gustavo, Cairolo y Donelo en el baño finlandés que habían construido en una recámara contigua al búnker. De todas maneras, la tensión que habían acumulado por estas cruciales dudas desapareció cuando el locutor anunció el desmayo del veterano y venerado chupa-medias. Se hicieron mutuas jugarretas en las bañeras de agua espumosa y cálida, hundiéndose las cabezas o llenándose de jabón los ojos.
-El espíritu de los deformes sobrevivirá a cualquier circunstancia. Ya les pusimos cruces a varios integrantes de la lista y no es momento de apechugarse por las comodidades obtenidas, y volvernos contemplativos o continentes -dijo Gustavo, emergiendo de la bañera con el puño en alto.
Pancho y el psiquiatra, riendo, asintieron.