Los Deformes – Capítulo 31

Habiéndolo visto muy ensimismado, el profesor de historia optó por no saludar a Cairolo. Se lanzó al agua cuando Gustavo salía, pestañeando para que brillasen las gotas asoleadas en los bordes de sus naturales protecciones oculares. Pimienta y la enana ya habían desaparecido del paisaje. Trotó hasta el alambrado a recoger su toalla y se acercó a conversar con Cairolo mientras Pancho hacía la vertical o nadaba de espaldas, reverberando al sol el vello de su abdomen.

-¿Qué se inspecciona tan meticuloso en esa región inguinal? -le preguntó Gustavo.

-¡Ah! Estaba percibiendo algunos avances de envejecimiento en mi cuerpo. Nada preocupante. Cuando llegues a mi edad lo vas a comprender. Decime, ¿vislumbraste algún inconveniente en el terreno de nuestra futura hazaña?

-Todo normal, ningún indicio inquietante. Los guardias me parecieron toscos y estúpidos, del postrero nivel de su raza aborrecible. Los mataremos si reaccionan como matones, pero no les ví traza de pesados bandoleros suburbanos. Es más interesante cómo nos fue en tu frente. El impacto de las rodillas implicará cierto desahogo de nuestras finanzas, el desarrollo de nuestro hermoso proyecto, este plácido Centro que pronto contará con los medios para curar todas las deformidades físicas, y de existencia comprobable, de este planeta.

-No contemplo al destino tan provechoso. La prosperidad económica engendra la peor de las molicies, o su contrapunto, la híper-actividad más enajenada. Y ninguna de estas dos consecuencias es favorable a nuestros propósitos clandestinos: el adiestramiento de nuestro ejército se verá afectado, indudablemente -dijo Cairolo, ocultando su envidia, su bronca y su egocentrismo.

-¿Cómo sucedió? ¿Quiénes son los que vendrán mañana a las diez? -le preguntó Gustavo.

-Unos yanquis que me obsequiaron estos deliciosos puros cubanos. ¡Ojo!, que yo se las pude encajar con maestría -dijo el psiquiatra con un dejo de cinismo.

-¿Y qué acaeció con tu compuesto, con la mezcla sintética y prodigiosa que iba a revolucionar los círculos médicos más prestigiosos? -respondió Gustavo, reduplicando con su énfasis la grosería de Cairolo.

En sus disputas jamás apelaban a expresiones soeces ni hirientes alusiones a las flaquezas más escabrosas de cada uno. De las rarezas que hacían y profesaban, ninguna era tan disparatada como su charla más intrascendente. El sol ya había caído tras el muro occidental, bandas de palomas atravesaban el Centro con equilibrados vuelos mientras juntaban sus cuerpos formando triángulos y flechas. Predominaba la sombra de la arboleda sobre los espacios verdes y relucientes del césped. Una fresca brisa veraniega los acompañaba en tanto platicaban, ahora con menores planteos absurdos y ocurrencias punzantes.

-¿Por qué los científicos y los filósofos chocan en determinadas áreas y se creen los padres del progreso? -preguntó Gustavo.

-Ambos asumen que su sabiduría paternal resuelve muchos problemas; desde el transporte, la edificación de viviendas y monumentos, y otras futilidades que necesita el hombre -respondió Cairolo.

En este apasionante punto se agregó Pancho a la conversación, y desde ese momento, Gustavo y Cairolo sofrenaron su locuacidad. A la media hora, el tópico había variado treinta veces a causa del historiador, que definía cada tema con apenas dos palabras exactas, luego de oír las opiniones de ambos galenos. Don Alberto acababa de encender los elegantes faroles de hierro que rodeaban los vértices de la piscina. La cena estaba a pedir de boca: necesariamente temprana para aprontar las fuerzas y dar las últimas instrucciones a los combatientes del Instituto, a los héroes que vengarán la ruda acción de Gostanián, y la espantosa discriminación que soportan de los empresarios imbéciles. Dos gritos acoplados de Fernando y Margarita bastaron para que los nadadores vespertinos fuesen al vestuario antes de pasar al comedor; todo ello en menos de cuatro minutos, tal energía les había infundido el agua clórica. Cairolo todavía mostraba su desazón con ademanes ampulosos y desacostumbrados. Recordaba sus intervenciones fallidas en los albores de su carrera, qué disfrute extraño surgía cuando presentía la proximidad de la muerte. Calculaba asimismo abandonar sus investigaciones, reconocer su carencia de dotes científicas. Era sencillamente un destacado especialista en rehabilitar neuróticos y esquizofrénicos mediante prudentes recetas persuasivas (unas cuantas cargas de electrodos, lecturas intensas de novelas delirantes, darles más horas libres que al resto de los internos, para que aprecien cuán terrible y descarnada es la libertad) y el ideólogo de la rebelión marginal que estaban dando a luz, y que pretendía alcanzar la conquista del mundo y la ruina de los gobiernos satelitales del imperio estadounidense. Pretendían dejar de negociar con intermediarios yanquis.

-Actualmente los adquiridores de nuestras rodillas apócrifas dominan el juego, dictan a sus lacayos una lista de infamantes órdenes y obligaciones, como una monstruosa maestra, ignorante y tiránica, a un puñado de temerosos pupilos de tercer grado. Pero esta noche provocaremos un vuelco impactante en el curso, denigrante para nosotros, de esta historia: las humillaciones desfachatadas e inverosímiles que nos imponen los cabecillas de las potencias económicas del orbe desaparecerán -le dijo Gustavo al psiquiatra, untando una apetitosa palta en un panecillo negro, tratando de combatir el abatimiento del psiquiatra, perdedor en el duelo verbal que los había enfrentado.

(Segundo rastro del instante en que vuelven a partir los distraídos agentes de seguridad. ‘Tienen deseos de encargar sandwiches de milanesa’ -leía Gustavo en su libreta. -¡No le yerres, de esto no depende el éxito sino la relajación; ya no buscarás placeres ni deleites (ni afeites)! Dejá esas cápsulas de cloroformo, Valdemar. Falta poco para el comienzo de la acción. Oren, encomiéndense a su propia valentía, a su fortaleza y a su sabiduría -soñaba con arengar a sus pupilos.)

Acaso su silencio inspiraba una sensación de derrota bastante urticante.

-¡Sí! La base del poder que los sustenta es increíblemente maleable. Nosotros poseemos las técnicas y el alcance de fuego necesarios para desmoronarla en un tris -dijo Cairolo, algo recompuesto, conforme con todo lo que había cavilado sin que apareciera alguna contradicción.

    Los internos lamían unos helados que les había repartido doña Juana. Se comportaban de un modo menos ruidoso del que acostumbraban, para nada artero, y apenas interrumpían sus relameduras para observar los actos simiescos de los escleróticos burlándose de Pimienta. Laurita yacía arrinconada y solitaria, ocupando ella sola una larga mesa rectangular sobre la cual tenía apoyada su cabeza de leve relieve triangular (escaleno), su cachete derecho sufriendo con placer las cosquillas que le hacían las migas distribuidas en un mantel pegajoso, mirando con desprecio a sus vengadores. Ella, la propia víctima del ultraje del armenio, no deseaba mezclarse en el castigo que le aguardaba a Gostanián. Y su perdón conmovedor no había sido tenido en cuenta por sus congéneres, enfrascados, como toros mareados por los pases de un hábil matador, en una ciega campaña para derrumbar los gigantescos y herméticos sistemas de apariencia autodeterminada a perpetuidad que imponen las condiciones de vida de los siervos de las potencias a las que se refería Gustavo. Cecilia se acercó a la parapléjica y le acarició su raleado y pobre cabello.

-Verdades que se imponen sin argumentos. Están escasamente relacionadas con los inevitables hechos que se producen a diario. Fraudes y patrañas; son ilusiones de una familia quieta y feliz. ¿Es que no advierten que parecemos un animalito indefenso en un rapto fugaz de envalentonamiento? ¿Cómo almas tan inofensivas como las nuestras encararán una trifulca contra irresponsables adúlteros que están preparados para hacer ¡bum! la tierra en el instante más inesperado? ¡Vos sos inteligente, Cecilia! No podés participar de este sinsentido…¡Seremos tan criminales como ellos! -le dijo Laurita, a quien los escleróticos denominaron ‘la renegada’.

Cecilia se inclinó para escuchar sus gangosas palabras proferidas con voz cavernosa, y metiéndose en su campo visual, apoyando una mano para que no la pinchen las migas, le replicó:

-No sé. Son honestas tus consideraciones, aunque un poco miedosas. Cuando las papas se incineran y un grupo de impedidos se ve pisoteado por crueldades humillantes, en algún momento necesariamente deberá reaccionar con feroces respuestas. Miralo como una guerra -le dijo la celadora, fregando sus anteojos con un pañuelo bañado de saliva dulzona de propóleos.

Quienes se sumaron a su proclama contra el belicismo fueron Roxana -agotada y zaherida por las continuas imprecaciones de Benavídez, que no sólo le prometía venganza al negro sino que se plegaba con un rol preponderante al continuo acoso al que la sometían los mancos-, Mariana, ausente ante el suceso trascendente -¡ey!, el ataque a Gostanián para buscar fondos y castigar sus maldades-, porque le encantaba escuchar las fantasías y sueños de Pimienta en su taller: «Nunca pararé de beber. En ese aspecto soy esencialista: todos fuimos un gen alguna vez. Físicamente no siento daños severos, mi dieta líquida se complementa con caldos, cafés y mates reparadores. Soy de espíritu errante y puedo acostumbrarme a convivir perfectamente con delincuentes y débiles ment.ales, ¡por qué no! ¿Por qué no? Puedo lograrlo. Mi fea nariz no es un impedimento. Aún poseo ciertas cualidades que doña Perla sabe apreciar. Si la ayudo a atender «El Tripero», haciendo tareas que sean compatibles con mi borrachera perpetua, podré encarrilar mi situación desesperante. Soy apto para oficiar de cajero, en la escuela primaria me destacaba en las operaciones matemáticas». Así se preparaba la enana para la entrevista, ahuyentando inquietantes recuerdos y suposiciones que le marcaban un inminente fracaso por su enanismo, la deformidad evidente de su talla -los empresarios la humillarían y terminaría llorando- (le daba bronca la actitud del armenio, pero consideraba una imprudencia, fruto de un estúpido orgullo masculino, ir a la caza de un rico, robarlo y acaso matarle, y no estaba dispuesta a participar del evento). Los vecinos tampoco participarían. Como buenos pacifistas le ofrecían a los tullidos y oprimidos únicamente insulsos consuelos morales, además de no desear percances con las instituciones policiales. Otro interno que no se asociaba a la misión ´Gostanián´ era Andrés. Los solitarios lamentos de Laurita lo habían conmovido, y decidió permanecer en el Centro a su lado para contarle vivencias interesantes de Colón, diferentes de las erráticas de Donelo. Laurita lo nombró su adepto más fiel y le prometió una divertida velada junto a Roxana, que también estaba interesada en oír sus historias. Desde luego, a Pimienta no hacía falta contarlo entre sus seguidores. Se quedaba porque estaba simpatizando con Mariana, y asimismo, habiendo aumentado su entusiasmo por la cantinera carnosa durante su estancia en el instituto, al día siguiente pensaba despedirse de sus nuevos y cuantiosos amigos discapacitados para proponerle una especie de matrimonio sin papeles.

 

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