Los Deformes – Capítulo 30

Hicieron el viaje relativamente rápido. Eran sin embargo pasadas las seis y en el Instituto, el auto de Cairolo ya estaba en su protegida cochera, el garage donde Orlando apilaba sus instrumentos de jardinería. Los amantes del «Recodo» saludaron a don Alberto. El portero panzón salió cojeando de su garita para entregarle a Gustavo los avisos de vencimiento de sus créditos bancarios. Sin molestarse en abrirlos, entraron a la secretaría y él los dejó en el escritorio de Florencia.

-¿Cómo les fue? -preguntó Cecilia a la secretaria.

-Tu rodilla fue la que más atrajo a los yanquis. Vendimos dos franquicias y los compradores, enloquecidos por conocerte, vendrán mañana a las diez. La droga de Cairolo pasó desapercibida -dijo la quemada, dirigiendo su seca y apagada mirada a Gustavo.

-¿Y el doctor dónde está? -inquirió él boquiabierto.

-Fue a darse un chapuzón. Dijo que pretendía estar despabilado para la noche -contestó Florencia.

Cecilia abrazó a Gustavo, aún impactado por el éxito de la «Villamayor».

El modelo de esta rodilla, sus sostenes condilares, su rótula de acero plateado y sus resortes de caucho lubricado, los había plagiado de unas preciosas láminas de prótesis que fabricaba con huesos de leopardo una tribu amazónica, uno de los originales hallazgos de la National Geographic.

‘A las eminencias científicas más encumbradas se las puede timar con absoluta facilidad. Han conquistado sus puestos basamentados en una carencia patética de un mínimo de imaginación. Hasta los guardas que burlaremos hoy tienen más capacidades poéticas que esos cirujanos estelares’ -tanto pensó Gustavo mientras duró el abrazo, que entró en corto-circuito con la siguiente inquietud de Florencia:

-¿Y a ustedes? ¡Ey! Reserven sus mimos…

-Justo vos te referís a una moral…-empezó a replicarle Cecilia mas Florencia se dio por vencida, ya se daba por enterada de que habían gozado de un muy lindo paseo, y de algo más también.

Ella estaba enamorada y podía entenderlo. Rafael ya tenía sabidos los detalles de la operación nocturna, y a ella no le interesaba aprenderlos. A Gustavo le saltaba la alegría por los ojos. Nunca había visto su rostro con tan sutiles expresiones de gozo interno. Era el simple efecto del amor. La chamuscada especuló que si se retiraba a tomar unos mates con don Alberto, ellos podrían continuar con su protagónico romance.

-Yo también voy a la pileta, ¿venís? -le dijo Gustavo a Cecilia.

-No, gracias. No quiero que nos alienemos. Tengo que cumplir con mis funciones. Chau -dijo ella.

Lo besó furtivamente y se escapó hacia la carpintería. Maximiliano y Valdemar estaban enarbolando sus motosierras, recreando un género de lucha extraído de uno de los terroríficos cuentos de don Alberto. Al notar la atlética estampa del traumatólogo procurando que no transgredieran los parámetros de un inocente y divertido juego infantil, Cecilia no se alarmó. Además, pasando dos metros de los caballetes empotrados tras los cuales rugían los espectadores de la ‘lucha motora’ (tal como había bautizado el portero narrador al deporte que practicaban el negro y el pelado), Mariana les enseñaba a los sordos a manejar unas garlopas vetustas sobre unos troncos de lapacho, y lo hacía indiferente al jaleo circundante.

-Así no, Nicolás. Tenés que alisar la tabla para no rasparte los codos, ir de los bordes al centro, verticalmente, aplastando las astillas rebeldes -le decía la enana al joven que se empeñaba en seguir un método adverso al de la experta dibujante, asir las manijas de su garlopa y revolver los matices y ondulaciones de su material de trabajo como la había visto hacer a doña Juana con su cucharón sobre sus guisos.

Sucedía aún un acontecimiento más raro cerca de los maderámenes que a Cecilia no pudo pasarle desapercibido. José, el modelo seleccionado por Gustavo para exhibir mañana el funcionamiento de su rodilla ante los representantes foráneos, y Pimienta, ostentando una voluntariosa disposición, empecinado en demostrar que el alcoholismo no conforma un impedimento para que un hombre realice sanas y afanosas labores terrestres, estaban arrasando el aserrín del suelo con trapos húmedos, destruían los nidos de araña visibles y acopiaban los trozos de herramientas despedazados por sus compañeros para alimentar la pira con la cual los mancos rebeldes amedrentaban a Roxana, ajenos también al desenlace del combate filoso (llevado a cabo por razones de seguridad sin baterías ni suministro eléctrico alguno a sus armas), en el que Valdemar triunfaba al abrir en el parietal izquierdo de la pelada de su rival una incisión de tres centímetros longitudinales. La pujanza de Maximiliano, a pesar del derrame sanguíneo promovido, no se frenó: el pelado insistió con una serie de embates que el negro eludió y luego, con celeridad, Martín sujetó al derrotado para desinfectar su herida, coserla, vendarla y acallar las groserías de los espectadores. Cecilia corrió a la enfermería y ordenó el equipo de cirugía más moderno que encontró, influenciada por los tontos discursos del congreso al que había acudido. Mientras el carpintero y la ciega escoltaban al ágil centrodelantero hacia la sala de operaciones, Nicolás tomó la motosierra vencedora que le legó Valdemar en un acto de celebración. El talentoso músico enchufó el cable y la cargó encendida hacia donde el borracho, alterado por la caída de su proveedor de bebidas espirituosas, asentado tras la ventana de la carpintería, espiaba las parras de don Julián, deseoso de que apareciera su armónica figura de yogui, y esperanzado, excesivamente optimista, torcerle el brazo y lograr que le obsequie una botella de su cosecha del año mil novescientos noventa y dos. El zumbido del motor alertó al pequeño tocayo del bolsista, quien llegó a desconectar la sierra cuando Nicolás se aprestaba a taladrar el sufrido hígado de Pimienta.

-Tzzzzzzz -dijo el joven jazzero, en ese tono desesperado de quienes padecen accesos de sordera, antes de reír, engolfado en la titánica tarea de contener una irritación mayúscula que erizaba su piel, sacudiendo sus miembros y flexionando el vientre.

Con tales ramalazos delirantes, el verdugo de su primera oreja creería que el punzamiento sobre su estómago era simplemente una travesura pasajera. Y a la valiente acción del xeneize soñador, testigo privilegiado de los orgasmos de Silvia, se debió que el asunto sólo alcanzara ribetes menores y anecdóticos. La manera en que las carcajadas de Nicolás repercutían en las paredes del tinglado no le resultó sospechosa al hombre que tenía ilusionada a doña Perla. El eco del vigoroso caudal fónico del nuevo amante de la ‘lucha motora’ fue decreciendo a medida que sus manos aflojaban su presión sobre la blanda panza de Pimienta.

-Ja -dijo el borracho sonriendo.

-Chicos, no estorben al señor Pimienta. Está bajo un tratamiento estricto de recogimiento y ascetismo. Dejen esa máquina arriba del caballete y vayan a la clase de inglés. Con que los vea portándose mal otra vez se perderán el asalto -los reprendió la bella pintora aspirante a ingresar en la sección Arte de La Nación.

Nicolás y Josesito partieron al adelantarse la enana con gestos severos.

-Adiós -dijeron desde la corta escalera.

-No los amenace, ni se aproveche de su inocencia -dijo el borracho. -Yo tengo demasiadas culpas y es legítima su pretensión de asesinarme. Le corté una oreja sin fundamentos ni pruritos. Por otro lado, soy cargoso y atolondrado con la mujer que amo. Mucho no perderá el universo si Nicolás concreta sus propósitos -agregó apesadumbrado, luego de atisbar que el vecino digitopunturista le hacía un corte de mangas.

-No se menosprecie, don José. Y no tuerza la realidad con visiones pesimistas. ¿Acaso los doctores están influyendo en su mentalidad? ¿Quién lo convenció de tantos disparates? -preguntó la profesora de dibujo.

-Nadie, son verdades que se decantan despacio porque están revestidas con demasiadas impresiones ebrias -contestó Pimienta.

-¿No opinó ayer que la bebida aumenta las capacidades metafísicas del hombre? -inquirió Mariana.

-No yo -dijo el borracho.

-Venga conmigo, voy a mostrarle unos dibujos -le dijo la enana.

Nadando su último largo de pecho, Gustavo apreció su caminata a la sala de profesores: el perfil hermoso del rostro de ella, coronando un metro veinte impactante y más arriba, la ganchuda y prominente nariz de Pimienta, enpañados por agua, rodeados de los rosales de Orlando, las sombras delgadas de los abetos y el firmamento púrpura del atardecer. Cairolo estaba aposentado en una yacija de caña, envuelto en una bata violeta y pitando un fragante habano. Hojeaba un diario con desgano, y mantenía una actitud displicente hacia su entorno. Donelo arribó con un estrecho short negro que recalcaba su respetable vientre. El psiquiatra no levantaba su cabeza, fumaba concentrado en los motivos que condujeron al fracaso de sus píldoras. Manuales de química equivocados, anestesistas tozudos que trabajan para las compañías farmacéuticas como meros comisionistas, la mala presentación de Salvatori, haber hablado de una cosa y luego vender otra. Todas esas causas cruzaron por su mente pero ninguna logró establecerse con convicción. Todas resultaron fugaces y fortuitas comparadas con la que se impuso obligándolo a soltar el diario y a bajar aún más la cabeza. Seguro. Los consumidores masculinos reservan su dinero para agotar el Viagra y las drogas peligrosas ya no circulaban en el mercado. ¡No, tenía que invertir más sudor, ojos cansados, noches enteras dedicadas a la observación de células malheridas esperando el glorioso instante en que apareciera un signo de resurrección -todo ello deberá entregar, con los consiguientes experimentos en colaboración con don Julián, en los cuales se entretenían manipulando ácidos, cultivos y extractos herbáceos- para perfeccionarla y dotarla de los requerimientos esenciales: un buen precio, un sabor agradable y un alivio psíquico indiscutible!

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