Los Deformes – Capítulo 28
El aire del local estaba viciado de un desodorante agrio y dulzón. Doña Perla fregaba el mostrador con un gran esparadrapo húmedo. La máquina hacedora de café expedía borboteos burbujeantes y un humo denso le cubría su sonrisa bonachona, apuntando sus ojos a la pantalla maléfica. Su cara redonda aún conservaba una agradable expresión juvenil. Como daban propagandas de bienes inalcanzables para ella, aprovechó para servirle un plato de leche a su gato gris. No advirtió el ingreso del abogado y una de sus secretarias hasta que se incorporó y torció su obesa cintura.
-Por fin aparecieron. ¿Dónde está el bolsista? ¿Ya cobró la herencia y se vengó de su indigna hermana? -les preguntó la matrona.
Sólo estaba el mismo macilento parroquiano que habían conocido en su anterior visita, bebiendo cerveza con actitud taciturna. El volumen desaforado de las empalagosas peroratas de los pésimos actores cariblancos los obligó a esforzar sus cuerdas vocales cuando la besaron y le dijeron:
–Hola cómo doña anda Perla el boliche, cuéntenos buena señora moza.
A ese melindrero saludo su ansiedad se reforzó, y su angustia luchaba por zafar del cuerpo que la tenía aprisionada. Se secó dos lágrimas con un puño de su camisa marrón y extinguió el hervor del agua con cafeína disuelta en gramos, que estaba generando un ambiente digno de un baño turco (no podía esperarse otro ámbito más justo, teniendo en cuenta que el origen de la palabra café se remonta al árabe, de dónde, o de quien -según cómo se conciba al lenguaje idealmente, como demarcación de un territorio o fruto de los antojos de unas personas bienhabladas- se la apropiaron los bárbaros habitantes de Estambul). El aroma de la bebida apta para acabar con fiebres intermitentes recompensó el sudor y los terribles quejidos de la máquina cafetera. Cecilia lanzó un murmullo compuesto de isofónicas consonantes bilabiales y nasales, admirativo de la exquisitez olfateada.
-¿Quieren uno? -les ofreció doña Perla.
-¡Sí! -exclamó Gustavo.
-¿Cómo lo beben?
-Cortado -dijo Cecilia.
-Con dos de azúcar -dijo Gustavo.
-Vamos, desembuchen -les dijo doña Perla, sirviéndoles bellas y simples tazas humeantes.
-¿Y usted no toma? -le preguntó Gustavo.
-No, este doble es para el vejete aquél -dijo la dueña, apuntando al bebedor. -Dice que bien cargado alivia a su estómago -agregó, abriendo la puerta enana del mostrador.
Se lo alcanzó. El viejo levantó su cara matizada con pelambreras desordenadas en la pera y los cachetes. Le dijo algo, doña Perla se rió y le palmeó la cabeza con genuino respeto y cariño. La cantinera bajó el sonido del televisor, regresó a su puesto y clavó los codos en una repisa azulejada de negro y blanco. Así se quedó quieta, aguardando las noticias de Pimienta.
-Todavía no pudimos localizar a la impostora -arrancó Gustavo.
-Abogado, trate de ser franco -le sugirió Cecilia, pellizcándole una pierna.
-¿Qué traen entre manos? -les preguntó la ama de El Tripero, que desilusionada con los titubeos del abogado y el mutismo de la secretaria, que soplaba el café y entreabría un libro, le rendía honores al nombre de su comercio, machacando una colita de cuadril.
Sus antecedentes de mamporrera le facilitaban la labor. Las milanesas eran su especialidad y en breves momentos vendrían los albañiles paraguayos de la esquina a devorarse unas cuantas. Los golpes aplastantes a la carne veteada por rastrojos blancuzcos de grasa frenaron su ímpetu cuando Gustavo se dispuso a contestar, rascándose la coronilla, mirando de soslayo a su amante y extendiendo sus manos para demostrar su limpieza, sus inocentes intenciones.
-Ya ve que nada. Ni siquiera un anillo en mi caso. No bromeo. Venimos a decirle que no tenemos novedades. Presumimos que estaría intranquila y…
-¿Y dónde está José?
-Pero usted no me da tiempo para explicarle toda la situación. Cálmese, el bolsista está en mi despacho esperando la sentencia de un juez. Y nuestra preocupación mayor es que la hermana ya lo haya sobornado.
-¿Cómo dice? ¿Y los documentos irrefutables que usted había hallado?
-Pueden falsificarlos o sencillamente destruirlos. Están imbuidos del poder de la justicia, o sea, se encuentran en el peldaño más bajo de la corrupción e hipocresía humanas. Estos seres no pueden dictaminar un veredicto juicioso -respondió Gustavo.
-¿Y entonces es probable que lo rechacen y que no cobre un céntimo de la descomunal fortuna? -preguntó doña Perla, dirigiendo la mirada a Cecilia, confiando en que la entendería mejor si no utilizaba la misma jerigonza leguleya que farfullaba su compañero.
-Sí, aunque todavía se los puede extorsionar, y discúlpeme, pero nos veremos obligados a ejecutar esa medida tan horrible a la moral cristiana si el juez da un fallo contrario a nuestros deseos, y se lo dice una ferviente creyente. Sí, podemos escandalizar a los medios informativos proclamando el bastardo germen de su riqueza. Y a ella mucho no le conviene que jueguen con su apellido. Nuestro silencio lo cotizaremos a cincuenta mil billetes de un peso. De cualquier modo, no debemos precipitarnos hasta que se decida si cabe realizar una nueva distribución de la herencia. Ya basta, doña Perla, no me haga caso. Usted no me ha escuchado. Sería óptimo que comience a moderar sus esperanzas. Nosotros sólo queremos curar al bolsista. La engañamos para que usted confiara en nosotros. No va a recoger dinero aunque créame, el amor es lo más importante. El dijo que hoy deseaba visitarla, y quien le asegura que un hombre de su perspicacia e inteligencia no sepa justipreciar sus encantos, sus lindos ojos y su feminidad sobresaliente.
Este discurso sí aplacó los nervios de la cantinera. De no ser así, no hubiese subido el volumen de su novela, ni hubiese bañado las tiernas lonjas de cuadril en harina, huevo y pan rallado. Dos obreros con sombreros de papel entraron en el local hablando en guaraní. Apenas se sentaron en los taburetes del mostrador, doña Perla engrasó la sartén, le echó compactos bloques de panceta, y cuando el chisporroteo salpicó su delantal, al minuto de la anterior operación, lanzó dos milanesas al fuego. En ese interín le rogó a Gustavo que dijera la verdad.
-Estoy avergonzado, Perla, ¿puedo llamarla así?
La gorda lo consintió con una sonrisa límpida y franca.
-Me voy a desenmascarar. No soy abogado, no estoy investigando cómo robaron su dinero los potentados más poderosos del país. Es un tema que debiera incumbirme mas me encuentro apremiado por mi verdadera actividad: soy doctor, amo sanar a discapacitados e investigo varias panaceas que podrían aniquilar diversos males endémicos, de los cuales me ahorraré su enumeración para no abrumarla.
-A usted por ahora no le comprendo más que tres palabras seguidas. Esfuércese por ser más claro, por Dios. -dijo la protectora del bolsista, escanciando dos vasos de vino blanco para los paraguayos prestos a saciar sus hambres infinitas, acicateadas por doce horas continuas de tareas peligrosas y exclusivas para lomos resistentes, mandadas la mayoría directamente por los asquerosos magnates que estaban disertando en el hotel.
-Me cuesta creerle, se lo juro. Yo sólo pretendo ver a José. Lléveme a su clínica, y sólo entonces podré reconciliarme con usted. Esta misma noche estoy dispuesta. Déjeme, ¿no desea recuperar mi respeto? -le preguntó la ama de El Tripero, maniobrando con destreza su espátula verde.
-Esta noche, imposible. No quiero volver a mentirle. El tratamiento de Pimienta se escapó de nuestras manos. El hombre está ostensiblemente excitado y no le conviene recibir visitas. Está bebiendo hace veinticuatro horas sin detenerse más de cinco minutos entre trago y trago, y no le escamotea el pulso cuando se los sirve. No ha dormido y demuestra sus emociones recitando poemas amorosos y loas a la disipación, venerando una subsistencia modesta y haragana, practicándola orgulloso.
-¿Ve? Esta vez le comprendí un poco más; la primera parte sobre todo. Es lógico. Todo hombre necesita una hembra que lo cuide, y él no es la excepción. Todos los normales, aclaro, porque hoy los otros se pasean por la calle exhibiendo sus impudencias repelentes -dijo doña Perla, acabando sus sandwiches portentosos al mismo tiempo que sus idílicas sentencias.
Después de recibir unas monedas de los fornidos miembros del gremio de la construcción, que degustaban felices sus piscolabis, doña Perla accedió a sintonizar un canal futbolístico.
-Son cumplidores y humildes. Un par se emborrachan pero lo hacen con tanta ternura que no molestan. Algunos son encantadores -les dijo doña Perla al médico y su simpática ayudante al retomar su expectante posición frente a ellos, más atenta al ingreso de los próximos guaraníes que a los tormentos del bolsista.
Les ofreció otro café y esta vez sólo Cecilia aceptó y conversó un rato con ella. Cuando a la dueña la abrumaron sus tareas, la celadora filósofa procuró alcanzar una mediana concentración antes de reanudar su lectura. Gustavo miró a la cantinera esperando que le dijera algo.
-Sí, las deformidades de los homosexuales requieren detallados análisis -le dijo Gustavo.
-No me interesan. El punto es que él me necesita y yo soy la única que puede ayudarlo -dijo doña Perla.
-Coincido con usted, mañana le inyectaremos unos sedantes y a partir de las seis de la tarde podrán compartir más veladas de alcohol y charlatanería.
-¿Y si le atacan sus jaquecas, o sus tétricos recuerdos infantiles comienzan a aparecer, ustedes saben cómo calmarlo? -preguntó medio enojona doña Perla, apresurada porque habían caído efectivamente nuevos clientes y los pedidos se ampliaban a otros cortes carniceriles.
-La ayudo a llevar las bebidas -se ofreció Gustavo, eludiendo la respuesta con gentileza.
Trasladó botellas de vino, cerveza y soda a dos mesitas oxidadas y las cedió a sudorosos, tatuados y aguerridos brazos.
-Buenas tardes -le dijeron algunos paraguayos.