Los Deformes – Capítulo 22

Gustavo se dirigió a su estudio. Frente a la computadora, empezó a describir las características de sus nuevas drogas para el tratamiento de la mielimeningocele. Se quedó tecleando hasta las cuatro de la madrugada. Tres internos tenían esa enfermedad y sus síntomas habían recrudecido la última semana. Si no apuraba sus pruebas, los vería desfallecer, ingresarían a la terrible fase irrecuperable. El abogado no le había girado fondos, y el atraco a Gostanian no podía esperar otra semana más. El efectivo no le alcanzaba ni para la expedición al Tigre. Con esos pensamientos el insomnio lo derrotó y tuvo que apelar a sus narcóticos más pesados para abordar la cama desarreglada. Añoró la compañía de Cecilia, el consuelo de sus filosóficos consejos, sus bragas rayadas y su sexo ardiente. Los picaflores trinaban cuando se durmió. En una hora cercana, luego del desayuno, el profesor Pancho Donelo se relamía sus bigotes. Los internos, juntos los sexos como en todas las examinaciones, debían aparecer pronto. Había presentido sus gritos subiendo la escalera, unos buscando preguntas díficiles para ridiculizar a sus compañeros, los otros haciendo alarde de sus insuficientes conocimientos. Los mancos se habían fugado al consultorio del doctor Cairolo, iban a demostrarle que sus tests eran un cúmulo de gansadas insignificantes. Los internos se aposentaron en sus pupitres. Casi todos tenían una honda preocupación, manifestada en sus miradas nerviosas y sus modales suavizados. El profesor tosió, y sin desearles una jornada provechosa, revoleó un lápiz sobre la lista de alumnos. La mina recayó en Benavídez Maximiliano.

-Al frente, y sin el manual ni los apuntes.

El calvo dipsómano se encaminó al pizarrón, mordiéndose las verrugas de sus antebrazos y pateando los asientos. Sus ademanes desesperanzados presagiaban un aplazo hiriente.

-Lo escucho -dijo Pancho, reteniendo sus gafas semicaídas mientras leía Clarín con acabado desvergüenzamiento.

-La península estaba dividida en cuatro partes. Castilla, Navarra, Granada, que era de los moros, y Aragón. Llegados los reyes la unieron, unieron esos reinos.

-¿Todos los reinos de entrada? -inquirió el profesor sin alzar la vista de las falsas novedades del día.

-No, menos Portugal.

-En aquel entonces Granada y Navarra no. ¿Por qué mencionó tan bellos reinos? -preguntó sin variar su actitud

-Castilla y Aragón se unieron. ¿Y qué pasó? Los reyes, los reyes católicos, emplearon una política enérgica para resolver los motines que habían provocado los nobles que no se querían someter a su dominio. Esta monarquía pergeñó la Santa Hermandad para combatir a los malhechores.

-Sentate. Tus respuestas han sido vacuas e imprecisas. Seguimos con…

El maestro revoleó una moneda y la dejó rodar por el suelo. Los diez centavos se frenaron en las patas de la silla de Cáceres Roxana.

-…vos, Cáceres.

La niña se apretó las trenzas y se dirigió con flojedad y recelo al borde del escritorio de Donelo.

-¿Si? -preguntó él, algo más atento, dando vuelta las páginas del periódico con mayor velocidad.

-Esta monarquía tenía tres objetivos: la unificación religiosa, territorial y política: La religiosa implicaba que todos debían profesar el catolicismo, ¿no es cierto?

Pancho le hizo un gesto despreciativo con la mano.

-A los judíos y a los herejes los persiguió la Inquisición.

-¿Eran policías sus miembros? -preguntó el profesor, ya a la altura de los chistes.

-Algo parecidos. Eran dirigidos por un tribunal eclesiástico.

-¿El nombre formal te lo acordás?

-La Policía de la Santa Hermandad -aulló Laurita desde el primer banco.

-Al próximo que intervenga sin permiso le encajaré sanciones terribles en su currículum. ¡Ustedes, los de atrás, cállense! -exclamó Donelo guardando el diario en su portafolios. -¿Y cuál era la alternativa de las personas que tenían otra religión?

-Los expulsaban o los quemaban en hogueras.

-Ah, tenían buenas posibilidades -comentó con una sonrisa el irreverente y mordaz profesor.

El suplicio de los internos duró más de dos horas. Todos debieron responder a sus inquisitoriales y punzantes cuestionamientos, además de padecer sus groseras ironías. La mayoría de la clase, excepto Andrés y los pocos alumnos que congeniaban con Pancho, salió reprobada y entristecida cuando se anunció el recreo de las diez. A esa hora Florencia fue a despertar a Gustavo. El creyó que era Cecilia y la invitó a tenderse a su lado, a cobijarse en sus brazos.

-Pero Gustavo, ¿qué decís? Estás peor que el borracho.

El abrió los ojos esperando ver los anteojos en la penumbra, y un cuerpo femenino rellenito avanzando hacia él. El cabello era semejante pero la pose, la voz y el semblante de su secretaria le arruinaron el sueño. Entonces dio media vuelta en la cama y boca abajo, se tapó hasta la coronilla.

-Sí, seguí durmiendo mejor.

Nada igualmente reclamaba su presencia. Hasta el mediodía nadie solía molestar su intenso trabajo de escritor. Se encerraba en el cuarto, abría las cortinas y con la luz del verano revisaba sus textos, los pulía y corregía incansablemente, obstinado con los detalles hasta las mismas médulas que trataba, elaborando historias clínicas dignas de un premio nobel. Algunas clases matutinas de los internos se desarrollaban en el jardín. Y escuchando sus voces, aumentaba su inspiración. Después se trasladaba a la mesa revuelta donde tenía empotrados sus microscopios y sus mejunjes. Estudiaba las reacciones de sus cultivos y le dictaba a Nora sus impresiones.

Luego de las desazones sufridas en las lecciones orales de historia, el panorama desolador que presentaba el humor de los internos comenzó a desvanecerse. Los más despreocupados corretearon bajo la ventana del laboratorio, y se sorprendieron al divisar las persianas cerradas. Algunos especularon sobre el malestar que podría aquejar a Gustavo. Silvia les imploró que hablasen bajito y los condujo hacia el cerco de la pileta. Resonó el timbre y retornaron a las aulas. Pimienta ya estaba despierto. Enseguida se adaptó al jovial ritmo de las clases subsiguientes. Se mostró dicharachero en la de geografía y complacido en la de inglés. Los mancos, luego de dejar mensajes impúdicos en la computadora del psiquiatra, lo acogieron en sus filas. Durante las horas libres ganduleó con ellos. Espantaron a Roxana con variedad de recursos: la amenazaron con degollarla; previamente la enjuiciaron por bruja y la rodearon de llamas, encendieron diarios y la azuzaron con lametones de fuego. También solían gesticular una gran gama de obscenidades, le refutaban sus plañidos con carcajadas diabólicas y, disfrazados de verdugos, balanceaban réplicas de su rostro en cabezas reducidas de madera delante de sus aterrados ojos. Con las internas que no excedían los quince años su sadismo se esfumaba. Desplegaban una bondad que contrarrestaba todas sus perversiones corrientes. Les obsequiaban golosinas y las invitaban a fumar sus primeros cigarrillos. Consentían cada uno de sus caprichos, les resolvían las dificultades de sus tareas escolares, les enseñaban métodos anti-conceptivos y les narraban historias alucinantes. A cambio de tan gauchescos favores, apenas les reclamaban una mínima retribución: que les cosieran atuendos de fieras y monstruos abominables a utilizar en sus excursiones fuera del Instituto, y hasta le solicitaban permiso a Gustavo para llevárselas con ellos en sus recorridas externas. El borracho se sentía gustoso de participar en sus correrías. Maximiliano se le acercaba solícito y le contrabandeaba ginebra. El bolsista la disfrutaba, sumándose a las bromas continuas del grupo. Pero esta escena casi utópica estaba a punto de desmoronarse. Nicolás se había infiltrado en el búnker desde temprano. Se había escapado de las tediosas pronunciaciones inglesas de Esteban para desenterrar su preciado instrumento de venganza. Trepado a una escalera de manos, rompió a hachazos el barril de pólvora que escondía Martín detrás del de gasolina. El polvo marrón cayó a través de la boquilla de su cantimplora. Clavó luego una madera en el agujero que había provocado para evitar derrames innecesarios de materias explosivas. Una vez doblada la escalera, la ubicó encima de las herramientas de Orlando. Buscó la baldosa mágica, fácilmente reconocible por su grieta peneana, y la penetró con su mano. Sacó el mosquete y cargó un lienzo de pólvora hasta dejarlo rebosante. Tapó el minúsculo almacenamiento con su cubierta de bronce. Forzó luego el placard de las mochilas de guerra. Cogió la suya, apartando adrede su máuser, y se dirigió al altillo repleto de telarañas. Brillantes hilos de un micrón de anchura se entrecruzaron contra el ventanal formando redes blancas a la redonda lumbre del sol. Hileras pertinaces de hormigas marchaban incesantemente por las húmedas paredes, rojas y negras combinadas transportando fétidos alimentos: cucarachas muertas, hongos orinados con pasto reseco, humus agusanado y sobras de ratas. Partículas de vidrios verdes y transparentes adornaban la tierra y el hormigón acumulado sobre el colchón desfigurado donde los piojos y las arañas tejedoras habían instalado sus nidos. ¿Qué más cabía en ese cubículo? Libros desmembrados y maderos corroídos, juguetes arruinados y cartas olvidadas, basuras útiles para las combustiones de los mancos. El sordo no recularía por tales minucias. Se calzó cuidadosamente sus guantes de tirador, despejó unas nubes de polvo y se parapetó acostado, su arma inclinada treinta grados en declive hacia el espejo de agua refulgente donde los paralíticos competían en pecho y mariposa. Calibró el cabo del disparador deslizando el serpentín a través de la llave mediana. Alzó sus largavistas y lo deslizó lentamente, apreciando piernas inútiles y brazos partidos arriba de salvavidas naranjas. Distinguió a José, ahogándose como un perrito, a Valdemar, revoleando un balón de goma al estilo de su arquero predilecto, a Cecilia leyendo apartada, su espalda apoyada en las ramas de un arbusto, a Laurita aferrada a una soga que cruzaba horizontalmente la parte más profunda de la piscina. Asimismo divisó a Andrés, lanzándose en vertical desde el trampolín más elevado, a Lorena luciendo sus bellas formas en una tanga negra y a Hugo oficiando de juez en el medio de las metas de cuatro carriles.

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