Los Deformes – Capítulo 21
Gustavo recogió las anotaciones de Pimienta. Con letra desgarbada y maniática decía lo siguiente:
Características relevantes de los sujetos a timar
«Dan vueltas constantes, se acercan oportunamente ufanándose de sus uniformes, de sus camperitas brillosas y sus chiches para atormentar a indefensas prostitutas o a jóvenes desamparados. Sólo desean robar o aprovechar sus cargos para obtener comida, drogas y cigarrillos gratuitos. Creen que el mundo es una pirámide, una estructura a cuyo ápice sólo acceden los más corruptos y asesinos. La geometría de sus mentes no concibe figuras convexas. Su gramática absurda no comprende las oraciones dudosas, la superposición de lo positivo y lo negativo. Ante el peligro de bataholas, si no se esconden o escapan, desenfundan y apuntan a los desprotegidos. No disparan a ciegas, ya que su mayor placer consiste en ver desangrarse a sus presas».
Modos simples de embaucarlos
«Alegando tener parentesco con un comisario bravo y pesado, de los que matan impunemente. Por ejemplo ante sus acechanzas, proferir: ‘Soy el sobrino del Inspector Rodriguez, de la comisaría 33’. Sus esquemas se descalabrarán y dejarán de acosar al que tal respuesta brinde. Si esta táctica fracasa, uno debe resignarse a obedecer y respetar sus zopencas elucubraciones, plegarse a sus amenazas compungiéndose y respondiendo con veneración a sus interrogantes (fijarse en sus placas y llamarlos por su rango inmediato superior contribuirá enormemente a desprenderse de su atosigamiento, puesto que son sumamente vanidosos, y creyéndose importantes, perdonarán la supuesta infracción aducida para molestar al perseguido de turno). Si no queda solución, satisfacer sus reclamos con un chascarro que halague su posición, y sin titubearlo, entregarles dinero falso».
Modos complicados de engatusarlos
«Aparentar varios lisiados que les han birlado sus prótesis, provocar una colisión automovilística a unas tres cuadras del edificio a invadir, avisar por teléfono la colocación de una bomba en alguna oficina del Gobierno. Esto bastará para distraerlos y apartarlos de nuestro radio de acción. Estos ardides, a pesar de ser vulgares, demandan una gran coordinación para resultar eficaces. También se los puede reunir en una plaza, y con toda la artillería que veo en esta habitación, lanzar disparos al aire para asustarlos, y luego, presenciar cómo se matan entre ellos, insultando con coraje a sus invisibles enemigos».
Conclusión: De acuerdo al alcance del primer acto terrorista, del cual solo dispongo esbozos ambiguos, propongo la aplicación de una técnica mixta de ambos modos. Denunciar un desfalco y alargar la visita a la comisaría relatando inextricables descripciones y semblanzas del modus operandi de los delincuentes. Lamento no poder postularme para llevar a cabo esta empresa, dados mis antecedentes de curda, pero estoy dispuesto a asesorar a quienes se presenten ante los agentes, y puedo enseñarles las predilecciones de cada policía, según el nivel que ocupe en la pirámide mencionada».
Firmado: José Pimienta
El borracho miraba hacia la escalera, arrepentido de su desobediencia al vecino. Nicolás ya se había apartado con su batallón. Recibió una reprimenda de Valdemar por cantar una melopea en la mitad del simulacro de un tiroteo. El negro le dio un empujón con sus enormes ojos destellando cólera.
-En mi pelotón nadie se desbanda con cantilenas inadecuadas. Sólo se permiten después de una batalla, con un fuego adelante, algunos cadáveres desparramados y la secuela de la victoria recién impregnada en nuestros corazones. Y para esa situación aún faltan demasiadas prácticas, así que callate y retorna a tu puesto, que casi se te cae el máuser de la mano y el esclerótico aquel por poco te acribilla.
La motosierra crujía sin descanso manipulada por Rafael, quien perforaba trastos herrumbrosos de acero que le habían prestado Fernando y Margarita. El ensayo se desarrolló con normalidad durante la primera hora; luego fue un tumulto de aturdidos enfermos que, desconociendo las normas impuestas, prefirieron omitir las reconvenciones de sus maestros. Las unidades de combate se dedicaron a recrear ad infinitum las escenas en las que su participación era decisiva, y se disputaban cuál tenía mayor relevancia en el ataque. Inés obvió unas cuantas llamadas a su celular. Retenida y encantada por los lisiados, no quería enterarse de los histéricos vaivenes de su novio ni chusmear con sus compañeras de trabajo sobre los defectos y aficiones de las nuevas empleadas. Cuando ya predominaba en el sótano una barahúnda insostenible, Gustavo les propuso a los guías que culminasen sus demostraciones. Martín y las celadoras dieron las respectivas indicaciones a sus grupos para que cesaran sus movimientos. Orlando yacía en una camilla con una camiseta ensangrentada; le había tocado el papel de Gostanian, el criminal potentado a asaltar. Los tullidos más jóvenes lo habían zamarreado y vapuleado con distintos instrumentos cortantes, recibiendo el jardinero algunas lesiones verdaderas que le agregaron un crudo realismo al entrenamiento. Don Alberto se plegó al adiestramiento proveyendo tarjetas magnéticas que podían vencer las cerraduras a atravesar en la acción justiciera. Aunque la disciplina inicial se había empañado con el revoltoso final, Gustavo estaba contento y confiaba firmemente en la sapiencia y destreza de sus pacientes. Los mancos, apenas la chicharra repercutió en la sala subterránea, abandonaron sus puestos y corrieron al aula de entretenimientos. Estaban ansiosos por resolver unos tests de inteligencia que les había dejado en un diskette el doctor Cairolo. Nora y Silvia sanaron a los contusos y sosegaron a los que presentaban síntomas de sobrecarga y saturación. La periodista, todavía admirada, las vio trabajar sin mosquearse ni errar un diagnóstico.
-Supongo que no mencionarás los excesos de nuestros métodos curativos en tu nota -le dijo Gustavo.
-No te preocupes. Ya está cerrada. Sólo faltaban tus datos, y los que me diste pueden adornarse con mesuradas acotaciones respecto de tu sano altruismo -contestó Inés.
-No pretendo ser elogiado. Y mucho menos aparecer como un carismático evangelista. Acordate de subrayar mi interés por la investigación científica -le recordó él.
Los profesores fueron despidiéndose amablemente y ascendieron a la planta baja en lenta procesión. Martín escogió a un par de escleróticos para que lo ayudaran a reacomodar el armamento. Cecilia le suministró a Pimienta dos calmantes en un vaso de licor. Inmediatamente, el bolsista se quedó tumbado arriba de su cuaderno y comenzó a emitir unos ronquidos estremecedores.
-Déjenlo aquí, que a este ni las gallinas lo van a despertar -le dijo doña Juana a Gustavo. -Vénganlo a buscar cerca de las diez, antes de que lo encuentre mi esposo -acotó mientras acomodaba un almohadón bajo su cabeza
-¿No lo metemos en una bolsa de dormir? -preguntó Florencia.
-Nosotros te ayudamos -afirmó Gustavo.
Maximiliano se agregó al equipo y sigilosamente situaron al borracho dentro de la bolsa. Al cubrirlo con dos mantas, doña Juana tarareó una melodía sobre un monigote.
-Ya está, espero que los bichos no estorben sus sueños -dijo Margarita.
-Echemos un poco de veneno en su entorno -sugirió Fernando.
-¡Chicos! Váyanse a dormir -los retó su madre.
-Bueno, muchas gracias, y que pasen buenas noches -saludó Gustavo a los púberes.
La vecina apagó las luces. Gustavo mandó a sus cuartos a los deformes que aún erraban por el sótano. Los demás ya estaban encerrados, repasando la lección de Historia que el profesor Pancho Donelo les tomaría a la mañana siguiente (les exigía tenerlas archisabidas). Inés lo acompañó hasta la secretaría a tomar un café.
-Parece que te has encariñado con nosotros -dijo él, sirviéndole una taza ancha de porcelana verde.
-Sí -reafirmó ella, soplando la cálida y negra bebida.
-Para mí es una aventura extraña. Algunas cosas me fascinan y otras me inspiran pavor. ¡Un ejército de discapacitados! ¿Quien no diría que es una ridiculez? Pero ver el esmero de sus entrenadores, la generosidad que despliegan los más chicos cuando hallan a un semejante envuelto en un serio percance y concretamente, cómo han aprendido a movilizarse en un virtual campo de guerra, derriba las más juiciosas objeciones al intento. ¿Y por qué no? ¿Acaso deben vivir humillados constantemente? No, y si deciden defenderse, cuentan con mi admiración. Ahora, no comprendo cuál es la fuerza misteriosa que les has infundido -añadió la periodista entre sorbo y sorbo.
-¿A qué te referís? -preguntó él.
-A que los veo felices y valientes. La mayoría de la gente anda malhumorada y desabrida, escéptica e impotente. No creo que una carga eléctrica les esté confiriendo una personalidad tan regocijante, sinceramente. Aquí hay una labor casi religiosa, y eso es lo que más me atrae.
-Sería un impostor si te diera la razón. No es así -dijo Gustavo, tomando de su pocillo hasta agotarlo.
Luego se produjo un enigmático silencio. Rayaba una medianoche pálida y nubosa. Inés pretendía una aclaración, una revelación sobre los argumentos que escondía la negativa de Gustavo.
-Ya es tarde. La captura de Pimienta fue excitante. Todo sucedió naturalmente, sólo esperaba más ingenio de su parte. Cualquier neófito conoce las tretas que planteó en sus escritos -dijo él.
Ella estaba desilusionada; él porfiaba en evadir sus motivaciones. Entró Florencia, despeinada y con el vestido descorrido, el rouge expandido más allá de sus labios. Gustavo se levantó.
-Si encontrás las fotos de los andadores modelos, llevámelas al estudio -le indicó.
La secretaria puso las tazas vacías en una bandeja negra de plástico. Se notaban desabrochados los breteles de su corpiño. Usaba una sola muleta y miraba huidiza al escritorio.
-¿Y Rafael? -le preguntó Inés.
-Se fue, ¿cómo te ha caído? -preguntó, dirigiéndose a Gustavo.
-Un poco bruto pero voluntarioso. Debe ser más delicado con las cajas.
-Ya aprenderá, es divino -sostuvo Florencia.
-Buenas noches -la saludó Inés acercándosele para besarla.
Su piel calcinada tenía la textura del pellejo de una lagartija. Su bombacha ligeramente caída le imprimía un gracioso meneo a su trasero.
-En mi próxima visita seguramente ya no la necesitarás -le vaticinó Inés, señalándole la muleta.
En el jardín la periodista procuró dar pasos lentos, logrando que perdurase un rato más su estancia en el Instituto. Los arbustos salpicaban fragantes gotas de lluvia. Alineadas nubes grises y alargadas cruzaban el cielo negro velozmente. Unos sapos croaban entusiasmados, haciéndoles coros a los grillos insistentes.
-¿Hay ranas acá? -le preguntó Inés a Gustavo.
-No, son sapos. Los vecinos los protegen, creen que traen buena suerte.
Llegaron al auto. Inés no había podido descubrir qué sueños guiaban el inmenso esfuerzo de Gustavo.
-Yo te llamo. Te enviaré unas copias de las fotos.
-Adiós -le dijo Gustavo.
Inés, pensativa, se mantuvo con el motor en marcha sin avanzar por más de cinco minutos. Don Alberto acudió con un farol para revisar qué problema la detenía. Cuando ella lo vio arribar en su espejo, arrancó despacio y tocó su bocina.