Los Deformes – Capítulo 2

-Es muy bonito el lugar. Cuénteme ahora algo que pueda conmover a nuestros lectores, detalles sobre las deformidades de los internos, cómo hacen para sobreponerse a ellas.

-¿Apreció la belleza de la prótesis de Norita? Es un diseño estadounidense con material colorido: los clavos y los tornillos parecen juguetes de niño. Ella opina que le gustaría algo menos vistoso, es una chica muy moderada. Dice también que le gusta más la oscuridad que la luz, que excita su imaginación divisar los contornos de los objetos desdibujados, apreciar los movimientos, por sus ruidos o los suspiros que generan en el ambiente, de sus cuatro compañeros de habitación. José, el pelirrojito flequilludo de eterna sonrisa y orejas salientes, tiene apenas doce años. Por las noches, se mueve en la cama aparentando ser un jugador de futbol. Es una lástima que su pierna izquierda mida nueve centímetros más que la derecha. Su habilidad para gambetear no se podrá desarrollar en otro lugar que no sea su colchón, entre sábanas y medias acolchadas. Igualmente, grita los goles e imagina las tribunas repletas apenas les apago la luz de la pieza. Nora se acerca en el recreo del mediodía y me confiesa cómo divisó en la penumbra los sueños y las costumbres nocturnas de nuestros internos. Un rato después de concluido el partido de Josesito, puntualmente se suceden distintas series de jadeos jalonados con excitantes exclamaciones, suspiros y pataleos que provocan chirridos en los resortes de la cama de Silvia, la ciega que se masturba sin disimulos. Sus orgasmos consiguen que vibren las paredes. Dura cuatro o cinco minutos su euforia. Nora la oye estremecida, se toca por un reflejo ella también su pubis, desea aproximarse a su gozo, pero no imagina visiones que la estimulen. Abre los ojos y la otra ya no se sacude. Enseguida Silvia comienza a roncar, satisfecha, sus pupilas atrofiadas chispearon de alegría. Después recorren veloces imágenes. Nora entonces medita que no es tan triste quedarse ciego. Accede luego a su cama un cansancio espeluznante, se siente completamente exhausta pero sus ronquidos efectivos tienen que demorarse aún más. De pronto, Valdemar, el único negro de nuestra comunidad, se queja de dolores en la cabeza, exhala ventosidades y lamentos, intenta mover su cadera rígida. Ella escuchará su dolor gigantesco, hasta imaginarse las lágrimas que mojan su almohada. Cuando su llanto recrudece, se levanta y le cambia los pañales. Valdemar suelta una risa sin esfuerzo. El también oye los eróticos delirios de la ciega. No chista aunque tenga irritados los glúteos. Las manos de esa mujer palmeándole el ombligo son para él las de un princesa egipcia, dispuesta a celebrar un rito en honor a su faraón. Ella tamborilea sobre las heridas de su cintura, desliza los finos dedos de su prótesis por las llagas escamosas. Valdemar huele entonces a desodorante y alcohol. Desde su última operación, sólo usó una vez su silla de ruedas, y fue antes de ayer, para escaparse de la visita de su hermana Lorena. Nora fue su cómplice. A él aún le duran los efectos de la morfina. Estaban todos mirando una película yanqui en el comedor. En una escena de tiros, el portero Alberto, encorvado y achacoso, con su linterna y su radio encendidas, buscó en la oscuridad el rostro de Valdemar. Agarrada de la manija de la puerta, flaca y tímida, la mulata Lorena espiaba los semblantes de los tullidos.

-Vienen a ver al negro -dijo con tono quejumbroso don Alberto.

Reaccionó velozmente Florencia y reclamó silencio a los gritos, subiendo el volumen mientras seguían cayendo los muertos en la pantalla. Todos reclamaron que querían continuar viendo en tranquilidad la película. Se generó una pequeña revuelta que yo, abstraído en la redacción de mis experimentos quirúrgicos, no me preocupé de controlar. Don Alberto intentaba encender la luz pero Nora, apoyada contra la llave, se lo impedía. Los parapléjicos leves rodearon a la esbelta mulata. -«¿A quien buscas, belleza?». -¡»Unete a nosotros»!. -«Pareces salida de la televisión». Los lisiados acorralaban a Lorena con este tipo de comentarios. La hermana repudiada, retrocedió hacia el pasillo exterior. Valdemar aprovechó el caos momentáneo para ocultarse detrás de Nora, y con suplicante y fina voz, le dijo: «Sacame de aquí, no quiero que esa maldita venga a compadecerme». «¿Y a dónde te llevo?» -preguntó ella. -«Desvíate hacia la carpintería y allí me las arreglaré sólo» -contestó Valdemar. -¡»Si te estás por desmayar otra vez»! -le reprochó ella, conduciéndolo con sigilo, vigilando que nadie los vigilara. Los gatos del garage se espantaron ante cómo rechinaban las ruedas de la silla del negro. Era tan intensa la tensión sobre sus vértebras inferiores, que los retorcijones llegaban a oprimirle los testículos. Sudado, esforzándose con sus brazos para balancear todo el tronco, logró saltar a una moto y sostenerse de sus manijas. Retrocedió con el motor apagado hasta la canchita de basquet. Vio que en el comedor se encendía la luz y oyó unas voces que preguntaban por él. Pedaleó con violencia y alegría sobre la palanca de arranque. Atravesó el puesto del portero sin mirar hacia atrás. Continuó rodando por las calles vacías y oscuras, patrulladas por los vigilantes de la zona. Atravesó vertiginosamente el frente de la escuela, el viento frío golpeándole la cara, el cuerpo envuelto en su buzo negro. No huía hacia ningún lugar específico. El frenesí de una ilimitada libertad circulaba por su sangre cada vez que efectuaba un cambio de velocidad. Se internó en la oscura y densa espesura de los parques que rodean las vías del tren. Plenas estrellas titilaban y una luna amarillenta lo guiaba con su luz para que eludiese los troncos. Al girar para evitar un pozo, Valdemar apagó el encendido y cesó de inmediato el rugido del motor. El silbido y el traqueteo de una locomotora progresaban desde Retiro. Descansó un instante. Se reía sólo, salvajemente. Aguardó a que pasara el tren y lo saludó con un bocinazo. Revisó todos sus bolsillos. Vacíos. No podría procurarse una puta. Decidió rumbear hacia la Costanera. El mar debía combinarse bellamente en el cuadro nocturno bajo el manto de un cielo negro. Entonces vio un coche estacionado entre las sombras de los árboles, sin patente y con un hombre siniestro de finos bigotes y anteojos oscuros sentado al volante. En el asiento del acompañante llegó a distinguir una rubia cabellera reclinada sobre las piernas del conductor. Valdemar intuyó que se trataba de la francachela de alguno de nuestros enemigos. Acopió pedruscos considerablemente punzantes que fue guardando bajo su brazo, moviendo la cintura como en sus mejores épocas de trapecista o candombero. Sus piernas amagaron resurgir de la postración y luego, con algo de torpeza, se bajaron de la moto pisoteando el pasto humedecido. En el auto, concentrados sus habitantes en su burdo acto sexual, no registraban la proximidad del negro. Llorando y agradeciendo el enorme milagro, Valdemar caminaba sigiloso, relamiéndose los labios, ocultándose tras el follaje. Las piedras le raspaban el vientre pero pronto se liberaría de ellas. A dos metros del coche tomó las más grandes. Sus ventanillas estaban abiertas para disfrutar del agradable aire que corría esa noche. Se trataba de un deleznable ex-torturador que gozaba con los ojos cerrados. El cálculo de Valdemar fue exacto. La calva del cretino se hundió en una leve depresión cubierta de sangre y masas cerebrales. La prostituta casí se atragantó del susto que sufrió. El hombre no tardó en morirse. Ella, aún pasmada, miró suplicante al paralítico que la contemplaba con ternura. Un patrullero pasó fugazmente por la lejana avenida, su luz turquesa girando inútilmente. El dejó caer al suelo los cascotes que le habían sobrado. Las piernas de Valdemar volvieron a entumecerse. De repente le comenzaron a temblar.

-Quedate tranquilo, yo te ayudo a bajar el cadáver -le dijo la ramera.

Valdemar cayó de espaldas, con un dolor punzante en la región pélvica.

-¿Pero qué te sucede?

Ella se bajó del auto y apreció su cadera desencajada.

-No te muevas, voy a llamar a una ambulancia.

-¡No! -le gritó él. -Sos grandota y tenés fuerzas. Sacalo del auto y tapalo con hojas.

Una brisa tenue ondulaba los cabellos de la meretriz, que antes de acatar las indicaciones de Valdemar, procuró ayudarle a incorporarse.

-¡No! Primero ocupate del muerto. Detrás de esos ombúes está mi moto. Después traela hacia acá.

-¡Cómo pesa el condenado! -exclamó ella, mientras lo arrastraba desde las axilas.

-Si no se me estuvieran desprendiendo las piernas te ayudaría. Agarralo de la entrepierna -le dijo el negro, sus ojos exaltados, grandes, redondos, buscando un horizonte donde se extinguiera el dolor que sentía.

Y lo encontró en los cándidos movimientos de la rubia, en su energía para arrastrar el cuerpo inerte al que un minuto antes le estaba brindando placer. Y también hallaría otro si se aseguraba que el occiso era el que él calculaba. Ella lo dejó tendido, a merced de los linyeras que merodean la zona. Volvió al auto y se quitó la falda para limpiar la sangre derramada, quedando sus esbeltas piernas desnudas.

-¿Y vos cómo te llamás? -le preguntó Valdemar.

-Renata.

-¿Y ese era un comerciante explotador, además de torturador profesional, no es cierto?

-Sí, no lo lamento…

-Valdemar

-Valdemar, apurémonos.

-Estoy así porque me operaron la semana pasada -se justificó él, sin vestigios de sus agudos padecimientos.

-Ja, a todos los hombres les gusta excusarse -dijo ella, y fue a buscar la moto.

Todo aquello sucedió rápidamente.

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