Los Deformes – Capítulo 19

En el sótano de la mansión principal del Centro, el doctor Cairolo presidía una sesión de estimulación eléctrica, previa al primer simulacro de ataque al capitalista denegante de la silla de Laurita. Martín les mostraba a Valdemar y Maximiliano el complejo mecanismo de la motosierra, los distintos ángulos de los cortes, las llaves de apagado automático y los reemplazos de cuchillas. Nicolás, apartado de las chanzas y movimientos errantes de sus compañeros, apoyaba su oreja artificial en un viejo trabuco de madera, un adorno que había sido acarreado por Orlando con la intención de recomponerlo y llevarlo al asalto como arma sorpresiva. El desorejado quería percibir los ecos de antiguas batallas o escaramuzas privadas, duelos y batidas mortales por un honor herido, cualquier estupidez que provocara los latidos finales de una garganta lacerada con la pólvora escupida a través de esa boca de bronce, salida de un delgado canuto de roble. Parecido a este foco de fuego era la bocina de un gramófono antiguo posado sobre la repisa de la chimenea. Florencia colocó un disco de Cacho Castaña y lo arrastró a Rafael a una danza romántica. Guillermo y Esteban, los profesores de música e inglés, eran los encargados de suministrar los electrodos, en tanto Mariana aplicaba las dosis. Hugo fue el último en recibir su porción de electricidad. Martín lo mandó a José a que apagara las luces. Los tullidos estaban ansiosos, deambulaban por el claustro como si estuviesen en un refugio antiaéreo, dispuestos a enfrentar un cruento bombardeo. Don Alberto liberó la sirena que acalló enseguida los poéticos lamentos de Castaña, e impuso un ambiente acorde a la preparación guerrillera.

-Ahora, todos contra la pared -gritó Martín.

Y en la tiniebla del antro, los deformes enmascarados y uniformados de soldados, se desbandaron, remolcando sus prótesis estridentes y portando cuchillos de juguete, aullando con dolor y belicosidad, intentado afirmarse en un puesto de combate.

-Mantengan sus nervios en la tensión adecuada, la sangre les está bulliendo con mayor vigor y es posible que estén padeciendo cosquilleos, calofríos y picazones en sus lastimaduras. Omítanlos y concéntrense en los costados frágiles de sus enemigos. No recen ni piensen qué hacer antes de embestirlos. Ejecútenlos con ira y justeza -los adoctrinó el profesor de gimansia.

Ciertas punzantes acometidas se perdían en el vacío. Los plásticos inofensivos pero tenaces sólo se estrellaban contra acolchadas bandas y fajas de neoprene o músculos reforzados por células electrizantes. Y las colisiones generaban gemidos de agonizantes empresarios y políticos traidores, padres que regalaron hijos, brujas pedantes que castraban críos; en resumen, los seres más odiados de cada interno. Buscando sobre yertos fantasmas y enchastrándose con la sangre ficticia que había cocinado doña Juana (compota de frutillas, cerezas y ciruelas) sorprendieron a los guerreros baldados los tubos titilantes, prendidos por el muñón de Nora, que había pinchado el botón correspondiente.

-¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ese repentino silencio? ¿Quien causó tanto estrago? -preguntó la ciega.

-¿No se dan cuenta que este empalagoso jarabe les puede caer mal al estómago? -inquirió también Nora.

-¿O acaso creen que nuestros planes son juegos de niños? Limpiénse ya mismo, que está por llegar Gustavo con una visita importante -completó Cecilia, cuando los blancos hilos lumínicos recién se habían estabilizado.

Los guías de este entrenamiento marcial (el cuerpo docente y el psiquiatra oficial) estaban desplegando los esquemas que iban a utilizar para representar cada paso de la misión. Las celadoras buscaron entre los irreconocibles tullidos el andar gentil y tímido de Nicolás. Y su acechanza resultó vana, porque el niño se había ocultado dentro del hogar, a un lado de la leña rancia, y allí seguía auscultando el murmullo del trabuco, los ruidos y voces que su audífono captaba del delgado cañón, apoderándoselo secretamente, encontrándole un precio al perdón y la actitud amistosa que exhibiría ante el borracho. La periodista y Gustavo demoraron bastante en lograr que Pimienta se despabilara. Don Alberto colaboró introduciendo dos cabezas de ajo en sus prominentes fosas nasales, más efectivas que un algodón impregnado de éter, o el vaso de agua que le habían tirado a los ojos cerrados.

-¿Dónde está mi Perla? ¿Y mi botella, quién se la llevó? ¿Ustedes qué quieren? -les gritó Pimienta a sus despertadores.

-Serénese, esto no es un hospital ni una comisaría. Nosotros queremos ayudarlo -le dijo Gustavo, agarrándolo de los brazos para evitar sus sacudones.

-Y si no son vigilantes del gobierno, ¿qué pretenden de mí? -repreguntó el beodo, intentando desprenderse de las manos de su cazador.

Don Alberto, con su radio de fondo, espiaba por detrás del hombro de Inés al nuevo y exótico interno.

-¿Otro esclerótico más? -le preguntó al oído a la periodista.

-Vaya a atender su garita, que la noche neblinosa está propicia para los ladrones -le recomendó Gustavo.

-No se preocupe, el hombre tiene una enfermedad más común y alegre: es un dipsómano marginal -le aseveró Inés al portero.

-¿A qué mierda se refieren? ¿Son médicos, no? Yo me voy a escapar, no van a poder encerrarme -exlamó el bolsista.

-Aquí no va a tener claustrofobia. Digo, perdón: podrá correr por el parque y beber todas las ginebras que se le antojen. No se asuste si usamos palabras raras -le advirtió Gustavo.

-Lo trajimos porque deseamos que conozca a un niño sordo que necesita cariño -dijo Inés.

-Ya sé, ustedes son pacientes y están esperando que arriben los doctores. Les dieron permiso para salir y con la libertad soñada, les vinieron ganas de divertirse. Vieron a un débil mendigo y se propusieron secuestrarlo. Como no pudieron por la cantidad de policías apostados en la zona, se metieron en un bar a hacer líos y lo único que encontraron fue a un tierno borrachín enamorado de la dueña. La escena conmovió sus corazones y decidieron llevarme. Usted, señorita, por ser loca y descocada, es muy buena conductora, pero no voy a tragarme la pavada que se mandó. Y usted, señor, no me parece franco. ¡Socorro! ¡Que venga alguna autoridad! -monologó Pimienta.

-Se equivoca, sus neuronas están aturdidas, y sus nociones de lo que ha sucedido se despistaron durante su tranca. Piense en el niño, recuerde un viaje en colectivo cinco años atrás, recorra el tiempo pasado con la ayuda del líquido ingerido, o si quiere, podemos darle más ajo -le sugirió Gustavo.

-Por suerte Dios me ha concedido una memoria irreprochable. Mis visiones lejanas aunque muy vívidas se instalan en un bochornoso verano, en autos y micros repletos de gente sudada. Mi cabeza gira buscando despejar un profundo mareo, imágenes cruzadas llegan a mi mente: los apiñados ocupantes de los asientos traseros reflejados en las ventanillas y los espejuelos de adelante, el sol encandila y agobia, el aire está tan denso que cuando mis manos lo atrapan, caen húmedas, empujadas por su peso invisible, como si lo estuvieran orbitando partículas de plomo. Puede ser que vomite, necesito largar flema acumulada.

Inés y Gustavo retrocedieron, Pimienta continuó su recuerdo sentado en el baúl del auto.

-No, no tengan miedo. Estoy metido en el pasado. Entonces me echo un poco hacia un costado y busco un milímetro de piso libre. No lo encuentro, pero sigo: yo trabajaba en una curtiembre, vivía en una pocilga con una mujer y sus cuatro hijos, en la provincia. A veces me suspendían y quedaba desocupado. No me inquietaba, todo era triste igualmente, más que ahora, y preferí no ser explotado. Fui armándome una rutina propia y agradable. Abandoné a mi familia para ir a una pensión destartalada. Mi cuerpo funcionaba a duras penas, pero era feliz. Nadie me daba consejos y la dueña de la casa me apreciaba. Yo era así, como les cuento, y ahora soy parecido, algo más viejo y con nuevas mañas.

El bolsista sonrió aguardando alguna apostilla de sus raros anfitriones. Tras un minuto de silencio, no se produjeron las acotaciones esperadas. Ya no garuaba, un fuerte viento removía los coposos sauces y los espigados álamos del jardín. El tiempo era refrescante y alentador. Sus siguientes remembranzas brotaron con mayor énfasis, como los henchidos delirios de un poeta engreído.

-Apenas divisé un espacio deshabitado me arrimé y con máximo recato devolví mis excesos cerca del primer asiento indiviual. No pude excusarme ni ver dónde caía; tal era la fuerza de mi confusión. Los días eran muy semejantes entre sí y no podría distinguir hechos sobresalientes; sólo que a veces aguantaba hasta bajarme del vehículo, y luego sí, me encomendaba a mi protector antes de arrojar los despojos de mis tripas.

-Su retrospectiva narración es perfecta, y cae de maravillas para explicarle el asunto del niño. Dígame, ¿en alguna de esas jornadas fue testigo de episodios sangrientos? -le preguntó Gustavo.

Pimienta eructó largamente.

-Sí, vi peleas entre pandillas, choques con estallidos de vidrios, y me he topado con un par de suicidas voladores.

-Yo me refería a algo más específico -insistió Gustavo.

-En todo caso, ¿qué significa esta tramoya del chico sordo? ¿No hay enfermeros en este hospital? Aquí me estoy congelando, vamos a las habitaciones -propuso Pimienta.

Gustavo quería sonsacarle un indicio, un atisbo de su antigua afición por las orejas infantiles; y el borracho no podía convencerse de que no estaba en un manicomio. Inés se hallaba en el medio de este desbarajuste de hombres tozudos y se esforzaba por conciliar sus absolutas divergencias.

-No se altere, ya vamos a ingresar. El viento es bueno para despertarse, ya va a ver cómo todo se aclarará -le dijo al bolsista. -Y vos no te desesperes. Sólo te interesa extraer de su boca una culpabilidad ilusoria que satisfaga tus fantasías, te comportás como un obtuso torturador…-agregó, mirando fijamente a Gustavo. -Usted, Pimienta, si quiere seguir contándonos sus costumbres, puede continuar.

-No, gracias, señorita. Han sido muy amables conmigo y aún no comprendo el motivo. Creo que son ustedes los que deben hablar. Yo ya lo hice, y es hora de que me lleven a conocer a ese chico; tal vez él sea capaz de explicarme este embrollo.

Y naturalmente se pusieron a andar hacia la secretaría. Gustavo le preguntó qué tipo de herramientas empleaba para curtir pieles. El borracho rehusó contentar su curiosidad. Su desaliñada figura caminó tonificada y retorcida, ensayando sus piernas varios números cuatro o avanzando en zigzag, haciendo surcos de eses en el césped.

-¡Qué tranquilo está el hogar! -exclamó Gustavo al ingresar.

-¿Ustedes son los dueños de estos terrenos? -inquirió Pimienta.

-Yo soy periodista y estoy aquí por casualidad. Es un instituto de rehabilitación de discapacitados -dijo Inés, colocándose a la par del bolsista, y procurando enderezar sus pasos.

Gustavo iba adelante, dejando que la periodista manejara el rumbo del borracho. Los internos, reunidos ahora en el sótano de los vecinos, estaban en los tramos posteriores del estado Delta, apaciguados, fervorosamente místicos, excepto Nicolás, que había evitado el efecto de los electrodos untándose los brazos y la frente con gomorresina de contrahierba, un ungüento ideal para anular las corrientes eléctricas. Sus manos resbalaban sobre los flejes gastados del trabuco, los dedos sosteniendo con dificultad la culata de bronce. Refugiado tras un viejo panel exhibidor de arañas ubicado a un lado del pie de la escalera, creíase un justiciero acobardado, un pequeño héroe marginal emperrado en concretar una hazaña, aún con el pulso tembloroso y los ojos llorosos. Le sobraban agallas pero le faltaba pólvora. ¿Cómo obtenerla? Si persistía en ocultarse, se desenmascararía como un niño travieso y apocado, una tonta criatura avergonzada, y dilapidaría la ocasión de aprender el manejo de revólveres modernos y automáticos. Su venganza concebida en soledad quedaría así truncada. Mientras sus compañeros abrevaban valiosas instrucciones guerreras que les instilaban una valentía incomparable, él buscaba inútilmente algún material explosivo que se pudiera adaptar a su herrumbroso armamento. Las celadoras se habían distribuido distintos sectores donde buscarlo. Martín permaneció a la cabeza del grupo, vigilando los pasajes mentales (de un estado a otro) de los internos, recontando el arsenal desplegado en su mesa de trabajo. Al crujir la puerta subterránea, Nicolás le dio una patada al suelo. Las baldosas estaban flojas, quebradas y pulverizadas en sus bordes. Una saltó enérgicamente por la repercusión del certero taconazo, formando un hueco ideal, de un tamaño apropiado para esconder su trabuco.

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