Los Deformes – Capítulo 15

En el día acordado con doña Perla, Gustavo se estaba afeitando en su habitación a las once de la mañana. Sabía que a José Pimienta no lo iban a poder embaucar con aquel cuento de Silvia. Seguramente la ciega se había inspirado con alguna deleznable novela, llena de vertiginosos escalamientos y caídas sociales, y personajes con serios entumecimientos mentales. Todo aquello podía cautivar a una señora mayor, tan buena y sensible como doña Perla, pero no serviría para atraer el interés de un cruel vagabundo aficionado a cortar orejas de niños. A él tenía que hablarle de una manera especial para ganarse su confianza, quizás invitarlo a beber una copa de vino, y luego otra, y otra más hasta que se terminara la botella y recurriese a su ginebra; entonces, se tornaría lento y pesado, y comenzaría a babearse, y a Gustavo ya no le quedarían más dudas de que era el culpable. El paso siguiente todavía no lo tenía decidido. Nada lograría atacándolo, sólo aliviar sus tensiones y crispamientos, y para ello resultaba más cristianesco, por el momento, ir tranquilo a nadar a la pileta. Enjuagó las hojas cortantes y dejó la colonia para después. Allí podría meditarlo mejor.

Cecilia, recostada en el altillo de su cabaña, entornó sus miopes ojos con alegría cuando lo vio dar sus ágiles y elegantes brazadas. Cerró su libro de Cioran y bajó las escaleras precipitadamente. Las mujeres estaban vagando por el parque en un recreo de la clase de cocina naturista de doña Juana. Los muchachos estudiaban con aplicación la lección de percusión que debían rendir ante Guillermo Negro, el tuerto profesor de música (viejo amigo hippie de los vecinos), golpeando los troncos de los árboles con sus palillos y ramos de ciprés esculpidos en la carpintería. La amante celadora los dejo atrás y se arrimó al alambrado de la piscina.

-Buen día, nadador -le gritó con entusiasmo a Gustavo, que aspiraba aire con la boca abierta tras hacer un largo de mariposa.

-Hola -dijo él, luego de escupir agua que le había entrado por la nariz y restregarse los ojos.

Orlando, en el lado opuesto de la pileta, estaba quitando con su mediacaña los escarabajos y las avispas ahogados.

-¿A qué milagro se debe el chapuzón? -preguntó ella.

-Me estoy entrenando para las olimpíadas -replicó él, y se sumergió hacia lo hondo a practicar un largo buceando.

Y sí que el agua, el cloro y las burbujas aclaraban su pensamiento. El borracho, a pesar de su rostro chupado y demacrado, sus ojos acechantes y hundidos, su nariz rasposa de buitre y sus labios caídos, conservaba una imagen noble de autenticidad humana, una inocente franqueza y un inexpugnable tesón para aceptar el desprecio de sus congéneres. El hombre debía conocer las actividades internas de muchas comisarías; podía serle de mucha utilidad. No, no lo mataría. Prepararía un piadoso discurso para seducir a las chicas y lo convencería a Nicolás de que debía perdonarlo. A sus implantes auditivos sólo les faltaban pequeños retoques. Pronto volvería a operarlo para restablecer los nervios cercanos a sus orejas, y con la cirugía que pensaba practicarle, ya no tendría motivos para sentir rencor por aquel hombre. Se acordó del búmeran y se dijo que todo debe regenerarse, y llegó a imaginar que todo pudo haber sido un accidente, que con la navaja el borracho debía estar espantando a algún monstruo morador de sus turbias visiones, o que ni siquiera fue él el que empuñó el arma sino algún bandido del colectivo que, necesitando la distracción general para cometer sus fechorías, le arrancó súbitamente la oreja al niño, y luego sacó provecho de la inconciencia de Pimienta para que aparezca el beodo como el lógico culpable (y quizás luego, sacó provecho del tibio alboroto que había armado robando alguna billetera). Al llegar al extremo de su corto viaje subacuático terminó de cavilar, presintiendo que su análisis se encontraba en la senda correcta, o cuando menos, la que menos lesionaría a su conciencia. Apoyándose en sus brazos, emergió de un salto del agua y comenzó a corretear por el pasto. Estaba muy despabilado; seguro y contento: nada podría impulsarlo a actuar en sentido contrario, traería a vivir a Pimienta a la comunidad e intentaría curarle su alcoholismo, los vecinos le enseñarían las ventajas de una vida sana y harían de él un ser encantador, más orgulloso y satisfecho que siendo el virtual poseedor de los innecesarios millones que le había inventado la ciega. Hizo algunos ejercicios abdominales y espinales antes de sacudirse las hojas barrosas de los pies con la manguera, y secarse después el cuerpo frotando sus músculos con su toalla turquesa. Tras el cerco poblado de arbustos mecidos por el viento ya no se encontraba Cecilia, sino que podía apreciar dos colibríes picoteando el verde follaje, y más atrás, a las mujeres dándole alimento a las gallinas, azuzándolas y pateándolas. Gustavo regresó a su oficina y le solicitó a Nora que no le pasara llamados telefónicos excepto de su abogado. Las lentas y densas horas de la tarde las atravesó encerrado en su habitación, con el ventilador acariciándole la cara, escribiendo armónicamente con el teclado sobre la panza y los pies apoyados en la banqueta que era su mesita de luz. Los informes sobre tornillos acetabulares lo tenían hastiado; y para moderar su aburrimiento, se reservaba diez minutos de cada hora de trabajo para completar un poema que le estaba dedicando a Cecilia. La música clásica a leve volumen que lo estaba acompañando cobraba mayor enegía al abocarse a la poética tarea. Surgían con fuerza y belleza arrolladora las románticas melodías de Chopin y las palabras aparecían en la pantalla con fluidez y libertad, sin ataduras que hicieran recular al autor. Ya lo estaba por rematar con una última invocación a las musas para el conmovedor estribillo final cuando sonó el teléfono. Gustavo se fijó que apenas faltaban diez minutos para la entrevista con la señorita Inés, y unas pocas horas más para ir en busca del borracho. Dio un suspiro antes de atenderlo.

-Sí, es el abogado -le dijo la melodiosa voz de Nora, encima de la «Marcha Fúnebre».

-Pasámelo.

-¿Sí, Gustavo?

-¿Cómo te va?

-Buenas noticias. Por ahora el fisco no tiene pruebas y no pueden embargar los bienes de la institución.

-De acuerdo, Nuñez. Cuidate y llamame si tenés novedades.

-Un abrazo.

-¡Chau!

    Inés, colocados sus anteojos negros, manejaba con el celular entre la oreja y el hombro. El pavimento estaba húmedo y el sol le caía de frente. Acababa de cortar con su novio, a quien cada día toleraba menos, y ahora le hablaba una compañera de trabajo.

-Sí, ¿pero no la conocés a esa? Es una chupatintas, por no decir otra cosa -decía, conversando acerca de otra colega. -No quiere dejar títere con cabeza y es capaz de arrastrarse por dos mangos. No la tomes tan en serio.

El motor ronroneaba suavemente ante cada detención. Los semáforos mal sincronizados la estaban demorando.

-Bueno, a las diez llamame a casa y entonces me contás el resto. Ya estoy llegando al instituto. Mañana nos juntamos y te muestro las fotos. Un beso. Chau -y manejó durante dos cuadras con una mano para guardar el teléfono en su cartera. Parece un hombre suave y tolerante. ¿Qué estará tramando? Su mirada es amplia y a veces extraña, ambigua, como si quisiera anular los sentimientos que confluyen en ella (rencor, modorra, deseos lucrativos, indiferencia a la muerte). Es raro, no tiene aspecto de terrorista -pensaba. Mientras subía con su coche a la vereda, tocó la bocina y en seguida se asomó de su casilla don Alberto. El sereno salió a destrabar las cadenas del portón. Andaba con una renquera parsimoniosa, y una gorra cubría su frente gris y alargada aunque no sus ojos animosos. Doña Juana y Orlando estaban agrupando a un costado de su puesto de vigilia unas planchas de tierra y plaguicidas en aerosol.

-¿Cómo anda señorita? -la saludó el viejo.

-Muy bien, ¿y usted?

-Y, aquí me ve. Les estoy enseñando a jugar al truco a Andrés y Nicolás. No oyen muy bien pero entienden todas las señas.

-¿Lo dejo ahí? -le preguntó ella, sacándose los anteojos e indicándole la flaca sombra del sauce.

-Sí, vaya, hasta luego -se despidió el viejo, que retornó con pasos más firmes y enderezados a su cabina.

Ella se bajó del auto, caminó por el sendero de piedras hasta las oficinas administrativas y golpeó la puerta. Gustavo estaba retirando la hoja con la poesía de la impresora. La firmó a mano con su lapicera, apagó todos los equipos electrónicos y corrió las persianas. Una luz verde y opaca invadió la habitación. Tomó una pastilla de menta y se la introdujo en la boca. Sus manos estaban un poco torpes y lentas, por lo tanto, prefirió no apresurarse y recapitular en su mente qué tenía planificado hacer. Sonó el teléfono y Nora le anunció la presencia de Inés.

-Bajo -dijo él.

Y después de un rato brevísimo, suficiente para que su secretaria no hubiese colgado, dijo:

-No, mejor decile que suba.

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