Los Deformes – Capítulo 13
Sin recurrir a sus muletas, abrazada al nuevo integrante de la asociación delictiva que estaban ideando, sostenida por sus fuertes y ágiles brazos, la ayudante de Gustavo arribó al púlpito con gruesas lágrimas que lubricaban su cutis tirante. Era una mujer fuerte y valiente. En sólo tres semanas se había recuperado de su fractura de tibia, y pronto cedería las muletas a algún próximo paciente, una vez que reuniesen el dinero para volver a recibir lisiados, y ofrecerles comodidades adecuadas.
-Pueden ver que los ejercicios de Martín y de don Julián son eficientes, y que debemos confiar en sus técnicas -se expresó con voz entrecortada por estornudos y fruncimientos de nariz.
Rafael le prestó su pañuelo para que escurriera su flema. No sin dejar de hablarle a los internos acerca de las maravillosas cualidades del hombre que estaba a su lado, ella continuó disolviendo sus espumajos.
-Es un cajero despabilado, no se le escapa ni una moneda que ronde sin rumbo cerca de su entorno. Es clarividente y sagaz, adivina cuánto dinero hay en cada caja fuerte que enfrenta y en todos los monederos de las ancianas que van a comprar a su supermercado. Pueden apreciar sus fornidos hombros -decía golpeándolos con sus dedos, -y les aseguro que resistirían el peso de un elefante adulto. Su único defecto es que no tiene deformidades, y le va a costar adaptarse a nuestros sentidos más desarrollados.
Ella se inclinó sobre su pecho y concluyó su presentación ahí, sollozando.
-Bueno, espero que me acepten y que nuestros propósitos triunfen -dijo Rafael, un panzudo y resudado joven con aires de inteligente, sólidamente fundados en su rapidez para efectuar cálculos matemáticos que resultaban en cifras astronómicas.
Gustavo, con su cartuchera de electrodos bajo el brazo, retomó el púlpito y procuró detener los aprestos de Martín para reanudar la película.
-No te apresures, todavía no corras la pantalla -le dijo.
Y luego, desviando su mirada hacia el hueco de salida, donde los vecinos jugaban con sus mascotas, preguntó a los internos:
-¿Se olvidaron que hoy deben estimularse?
Estos, de forma caótica, empujaron sus sillas a un costado y, gimiendo alegremente, chocando sus miembros espasmódicos entre sí y crujiendo sus huesos con los codazos que se propinaban, se arremolinaron a un paso del escenario formando una hilera más ancha que larga.
-A ver si pueden ser más cuerdos y educados. Hasta que no hagan una fila normal no voy a comenzar. Alíneense detrás de José, que es el más chiquito -les sugirió Gustavo.
Las celadoras, acariciando unos zurriagos que rescataron de la despensa, con suma amabilidad y dedicación consiguieron ordenarlos contra la pared luego de quince minutos de arduos y cariñosos apercibimientos. Martín ayudó a Gustavo a conectar los cables y Nora, verificando una planilla, le cantaba a Cecilia qué dosis le correspondía a cada enfermo. Entretanto, Silvia frotaba con una gasa empapada de alcohol los brazos y las frentes de los primeros receptores. Mientras la electricidad se iba desparramando por sus cuerpos, los pacientes cerraban los ojos y sonreían. Todos lo disfrutaban en silencio, como si estuvieran atollados en un trance placentero. Luego de cerrarles el flujo de corriente, movían los párpados lentamente y alcanzaban a vislumbrar el tubo de luz blanca y titilante que repiqueteaba torcido sobre sus cabezas. Entonces movían sus cuellos y lo contemplaban hipnotizados, deseando que reventara o que alguien se decidiera a repararlo.
-Pueden reacomodar las sillas, si quieren -los invitaba Martín a medida que se iban desprendiendo de sus electrodos. -En diez minutos pongo la película. Y si me ayudan a despejar la despensa, en menos tiempo aún. Movámosnos. Vos, Orlando, subite aquí y arreglá el tubo. Ustedes, -les dijo a los cojos (que eran a su vez los más forzudos) -vengan conmigo y ayúdenme a trasladar las armas. Hugo, vigilá los libros y andá ordenándolos en estas cajas.
Las niñas más achispadas por la electricidad fueron colocando los cojines sobre las sillas disponibles, en tanto los parapléjicos se esforzaban por sonsacarle a Gustavo un voltaje adicional para aplacar sus nervios.
-No les conviene engolosinarse; después pueden padecer convulsiones nocturnas y accesos de hipo irrefrenables -les decía Mariana, quien era la que recibía la última y mayor descarga.
-Con esto terminarás por crecer -le dijo Gustavo, moviendo la perilla de su consola al máximo.
-No seas sádico y bajala un poco; estoy temblando demasiado -le rogó la enana.
Con esta aplicación eléctrica concluía el acto de clausura de la etapa teórica y se iniciaba la de la acción. El búnker ya estaba casi despejado. Los vecinitos habían bajado sus bichos para alimentarlos y asear sus celdas de cristal. Algunas balas rodaban por el suelo, deteniéndose en los vértices de las baldosas de losa roja moteadas con muriacitas aplastadas. Sogas y cuchillos cubiertos de polvo yacían en los estantes donde estuvieron apilados durante diez años los libros que Hugo iba arrojando a las cajas sin criterio de selección alguno. Como ofendidas, sus hojas deterioradas se rebelaban y caían afuera, junto a los sacos de granadas y bombas molotov; eran de papel inflamable en todo caso. Ciertamente, una vez que envalijó todos los electrodos, Gustavo arrinconó los explosivos bajo la gris biblioteca. Martín movilizó a sus alumnos, que llevaron las bolsas con desechos a la puerta de la cabina de don Alberto y deslizaron el púlpito hacia el trasfondo. Un rengo apagó los faroles (Orlando ya había extraído totalmente el tubo trémulo), y las celadoras ayudaron a quitarse las dentaduras y los lentes de contacto a los tullidos más cansados. Martín probó la cinta y retrocedió la película a la escena anterior a la rebelión, cuando a los internos ficcionales les daban electricidad salvaje y dañina, que les hacía saltar espuma a través de sus bocas; diferente a la benigna y terapéutica que les acababan de suministrar a los reales. Todos aplaudieron al volver a desplegarse las imágenes. Gustavo revivió la película y registró en su anotador los errores de los psiquiatras y las inepcias de los directores del nosocomio. Tras el fin, la mayoría de los internos dormía en paz o lloraba por la dureza del destino de aquellos pacientes apócrifos, compañeros suyos a la distancia. Se cerraba otra jornada en el instituto, un día más de rehabilitación para los enfermos. Las celadoras condujeron a sus habitaciones a los más graves. Don Alberto ya había cerrado las persianas de su cabina. Los vecinos, dispuestos a soñar acontecimientos propicios, declaraban a su dios oriental una plegaria relativa a su buen comportamiento, al feliz entendimiento con los paralíticos, al buen arraigo de las semillas de tomate. Gustavo, sólo en su estudio, cavilando sobre las desventuras de Nicolás, imaginando las suaves formas femeninas de Cecilia, intentando recordar si le había dicho alguna imprudencia a la periodista, comenzó a teclear con furia sus propuestas quirúrgicas, alternadas con retazos de ideas sueltas, todas tendientes a solucionar angustias de sus clientes (eso sí, escritas con una combinación de amor y desesperación que le hacía transpirar las sienes). Proseguiría con su faena hasta que se consumiese el espiral que había encendido. Al acostarse oyó el zumbido de un helicóptero que volaba hacia el oeste, buscando ladrones o a algún traficante de drogas oculto.
Dos días después, a la mañana, cuando los gallos ya se habían hartado de saludar al día y el sol, velado tras espesas nubes, destilaba una luz vaporosa y amarillenta, Inés se comunicó con Gustavo.
-Estuve oyendo la entrevista y te aseguro que hay suficiente material. Lamentablemente no entra todo y las historias sobrantes las archivaré con los documentos más importantes que tengo. Me referiré a Mariana, a Martín y a algunos pacientes. Pero debés contarme más datos de vos mismo; con las reseñas que me diste no me alcanza. ¿Cómo surgió tu vocación? Vamos, si querés nos podemos juntar otra vez y me lo contás.
El no ocultó un habla telefónica amodorrada ni una voz entresacada del sueño, sino que aparentó estar más dormido aún.
-¿Cómo, qué dices? ¿Quien habla? Ah, sí, recuerdo.
-Disculpame, yo le avisé a Nora que no te despertara.
-No te preocupes -dijo él, y luego bostezó. -¿Qué día es hoy?
-Jueves -dijo ella.
Ante un silencio de diez segundos, el continuó hablándole como soñoliento, aunque dirigiéndole palabras más avispadas.
-Tendría que haberme levantado hace una hora; sucede que ayer me desvelé. El otro día me han contado una historia horrible.
Ella enmudeció. Entonces él preguntó:
-Pero, ¿qué me decías?
-Que quería reunirme con vos, necesito juntar más detalles para la nota.
-De acuerdo, proponé un horario.
-¿A las seis?
-Sí, pero sólo dispondremos de quince minutos.
-Está bien. ¿No podés adelantarme algo?
-Que todos mis sacrificios los hago para sentirme feliz, y que todos los villanos merecen ser ahorcados. Bueno, nos vemos luego.
-Adiós, un beso.
-Un beso.
Gustavo colgó y se rascó la cabeza, ella permaneció pensativa con el celular en la mano más de cinco minutos. El se acercó a su cama y tendió las sábanas con prolijidad. A continuación, abrió las ventanas y encendió un sahumerio. Prendió la computadora y fue hasta la cocina a prepararse un mate. Todo lo ejecutaba con apacibles movimientos. El día no estaba radiante pero su ánimo desbordaba confianza y serenidad.