Los Deformes – Capítulo 11
La organización de las reuniones (el orden de los oradores, los retos a los participantes y las conlusiones finales), corría a cuenta de quien ganara un sorteo. Las celadoras ya estaban repartiendo números de un talonario entre los baldados.
-Les ruego que disculpen el retraso y mi intromisión, -dijo Gustavo- pero estaba recopilando información trascendente para que nuestros planes resulten exitosos. Después conluirán de observar la película, ese homenaje a las posibilidades ilimitadas de la mente humana que filmó un director norteamericano. Si quieren, luego podemos recrearla y debatir cuáles fueron las imágenes más impactantes. Lo harán contentos y reanimados, todavía más compenetradas sus ideas con el guión y asombrados por las soberbias actuaciones, cuando hayamos terminado con el objetivo de esta reunión. Simplemente porque su buen humor saldrá recargado después de la sesión de estimulación eléctrica que servirá de culminación a este largo proceso teórico que vienen soportando.
Un murmullo aprobatorio recorrió las bocas de los internos, seguido por un aplauso de palmas discordantes y un alarido de entusiasmo de Maximiliano: había salido favorecido por el azar. El joven calvo lanzó al aire su petaca de licor y la atrapó justo antes de que cayera sobre la cabeza de Mariana, la encargada de extraer su triunfante bolilla. Arrojóse a su lengua una gargantada suficiente para vaciar la botellita y avanzó hacia el proscenio. Allí, Gustavo retenía unos parantes a fin de que Nora pudiera desplegar las representaciones gráficas de la disertación teórica, más algunas que aludían a distintas tácticas a emplear en un atentado. El feo y afortunado vencedor carraspeó y sus labios se movieron para formar con su nariz contraída una mueca grotesca. Gustavo se le acercó y apoyó su mano en su hombro.
-Vamos, hablá.
-Saben que no soy tan garlero como él; por lo tanto, sólo les dire que deben obedecerme sin chirlar cuando invoque silencio. Gustavo, podés dar el argumento inicial.
-Gracias. Hoy íbamos a revisar los motivos que nos han impulsado a acometer a nuestros enemigos, esos viles cerdos descarriados. Sí, no somos nosotros los separados del rebaño social sino que son ellos los marginados por la gracia de Dios, los despojados de siquiera una mínima bondad, los asesinos que nos escatiman sillas de ruedas para nuestros pacientes y aquellos que, cegados por la codicia, han condenado a morir de hambruna a millones de hombres y mujeres, paralíticos o no. Sin embargo, no nos guía el odio ni sentimiento vengativo alguno contra esos crueles especímenes. Este golpe lo hacemos principalmente, para enderezar sus conductas y corregir sus defectos. Si tenemos que mostrarnos un poco violentos no importa. Los tratamientos para curarlos a ustedes exigen en todos los casos tormentos difíciles de sobrellevar en sus comienzos. En consecuencia, la primer causa podría catalogarse como solidaria, conforme al principio fundamental de todos nuestros proyectos: corregir las deformaciones, físicas y morales, de los hombres. Paralelamente, nos urge a actuar otra angustiosa situación que ya he mencionado: los últimos cheques de nuestros financistas han sido rechazados por los respectivos bancos y momentáneamente dejamos de ser solventes, estado que se arrastra hace un mes con las patéticas consecuencias que todos conocemos. Laurita yace postrada y hemos suspendido la recepción de nuevos pacientes. Nuestra segunda intención, se basa entonces en un criterio económico, puramente mercantilista. Finalmente, y como podrán apreciarlo en este croquis -se explayaba Gustavo, señalando un triángulo en cuyos vértices figuraban las tres motivaciones- todavía resta un último propósito, tal vez el más auténtico y menos contaminado por justificaciones forzadas. Y como dice en el dibujo, se trata de «sacudir la modorra», tal como lo bautizó la semana pasada Valdemar, a quien invito, con el consentimiento del moderador, a referirse a sus características relevantes.
-Adelante, negro -gritó Maximiliano.
Gustavo dejó el puntero sobre el atril y se acomodó entre el público, sentado en el piso porque no quedaban más sillas. El joven murguero, recuperado de sus dolencias y con galante andar, se encaminó al escenario.
-Maxi, Maxi -aulló la pequeña Laurita, acurrucada en los brazos de Silvia.
-Sí, niña -dijo ufano el conductor ocasional.
-Quería decirles a mis compañeros que yo no quiero inspirar misericordia, y que no me considero ultrajada especialmente por el capitalista cuestionado. Don Julián está construyendo una silla que será mejor a la que él me quitó por incumplimiento de pago. Su pérfida acción derivará, por lo tanto, en mejorías de mi afección. Los médicos pronostican que la nueva silla aliviará mis dolores vertebrales y recuperará la movilidad de mi cadera. Por una cuestión cabalística, convendría no exterminarlo, ya que su propia maldad me trajo muchas buenas venturas.
A continuación, José levantó su mano y la agitó desesperadamente.
-Sí, podés ir al baño -le dijo Maxi.
-Bueno, pero antes quería manifestar mi repudio a la supersticiosa opinión de Laura. ¿Cómo puede establecer un vínculo tan directo entre una cretinada y sus supuestas consecuencias favorables? La inteligencia y el duro empeño de don Julián, tanto como los conocimientos y las terapias de Martín, se contraponen absolutamente a las villanías del sujeto, y son independientes de él. No se puede plantear aquí una tesitura tan arbitraria para determinar los efectos de una causa.
Asentado su punto de vista, el niño torció su rodilla artificial y emprendió una rápida carrera (tan elástico y dinámico era ese modelo estadounidense de rodilla) al retrete de los Murúa. Mientras los más pequeños representantes de los paralíticos exponían sus pareceres, Valdemar le daba visibles codazos a Maximiliano. Estaba enfadado porque había permitido aquellas infantiles intervenciones sin respetar su turno. Con su característico porte de visionario, escondiendo la mirada, y con ampulosos movimientos de brazo casi danzantes, y una delicada y fina voz que ablandaba los espíritus más endurecidos, se adentró en el segmento oratorio que le correspondía.
-¿A qué llamo la razón de sacudir la modorra? Bien nosotros sabemos que la letargia provocada por algunos medicamentos suele ser contraproducente, pues estamos acostumbrados a ellos; y frecuentemente padecemos estados de apatía preocupantes en los que, luego de disfrutar de una somnolencia que nos parece embriagadora, terminamos acechados por los más sombríos pensamientos que postran nuestros verdaderos anhelos. Aunque desarrollamos a toda hora variadas actividades recreativas, la modorra no se sofoca fácilmente; y deja un residuo en nuestras almas (y perdónenme por emplear un término tan equívoco y confuso; si no lo comprenden, mejor suplántenlo por corazones, si bien alma y corazón tienen entre sí el mismo parecido que hay entre luciérnaga e iluminación) que necesita ser expulsado para purificarlas. ¿Cómo es esto? -se preguntarán. Tan evidente como que se deben remover las cuantiosas cenizas acumuladas en un hogar para que la chimenea funcione apropiadamente en gélidos días invernales. Para despojarnos de nuestros prejuicios es imprescindible sacudir la modorra, liberarla por vías de escape más fluidas que una clase de pintura, ejercicios físicos intensos o una tediosa partida de ajedrez, que sirven como paliativos eventuales, pero no llegan a extraer las capas espesas de modorra que recubren nuestras voluntades. ¿Y a qué se debe tanto introito? A que pretendo evitar las malas interpretaciones que puede suscitar mi exposición.
El negro detuvo un instante sus palabras para descubrir un plano donde aparecían escritos en letra gótica los conceptos principales de su explicación. Entre su público se contaban más internos distraídos que atentos, más internas amodorradas que pizpiretas o concentradas en su discurso. Por no aludir a los que estaban decididamente roncando (como Andrés, el esclerótico estudiante de historia). Florencia besaba a su Rafael con los ojos entornados, explorando con su lengua los dientes de él, Nora y Martín seguían los ardides que empleaba una araña para atrapar a una escurridiza cucaracha, Silvia le dedicaba una cantata a Laurita, Cecilia releía ciertos razonamientos de Pascal, los mancos se lanzaban unos a otros sus jeringas vacías y los rengos, que sólo querían que concluyese la reunión para reanudar la velada cinematográfica, estaban ocupados reparando una cancha de metegol. Gustavo y otros internos (en su mayoría parapléjicos leves), que masticaban babeantes unos caramelos que les había distribuido Cecilia, eran los únicos que lo escuchaban. Hasta Maximiliano se encontraba abocado a otra tarea: la profunda excavación de sus fosas nasales mientras aplacaba su ansiedad, debida a la espera de un vaso de oporto que le había prometido don Julián.
-Vean -dijo Valdemar, empecinado en lograr mayor atención. -El adormecimiento es perjudicial desde una perspectiva político-económica. Los grandes terratenientes del planeta cuentan con múltiples recetas que mantienen a sus siervos amilanados, absorbidos por disputas y chismeríos que los alejan de la sencillez con la cual todo puede resolverse. Ellos están atenazados por fatigosas jornadas de labor, atormentados por sus pecados y sus crímenes, inconscientes de la estupidez de sus gobernantes, que los duermen, que no los pueden ver despiertos, porque si lo estuvieran caerían en la cuenta de que los están estafando. Los bombardean con publicidad, con la que despachan a la mitad del orbe. Los que se resisten son perseguidos y excluidos hasta darles caza; los llevan a sus palacios y les ofrecen trabajos muy bien redituados, o los muestran a la prensa como fenómenos (grandes titulares: «Insólito: Un hombre pudo sobrevivir un año sin mirar televisión»). Y para salir de este embrollo no es preciso retornar a sistemas de convivencia primitivos, se pueden ofrecer planes de eliminación de electrodomésticos y otros enseres nocivos. Bienvenidas sean las revoluciones que ayuden a escapar a las millones de almas (y otra vez les pido perdón) sometidas y humilladas. No encabezaremos nosotros justamente una, pero al dar un batacazo, proclamaremos a viva voz este punto de vista. Desde el aspecto físico-espiritual, no nos podemos contentar con la salida al Tigre; necesitamos aventuras más riesgosas y quijotescas para demostrar que nuestra rehabilitación ha sido integral, que nuestros sueños están a nuestro alcance y podemos concretarlos fácilmente. En fin, que somos elementos humanos dispuestos a combatir las injusticias antes descriptas. Y por último está la perspectiva educativa; debemos enseñarles a los ascetas, puritanos y filósofos recogidos en perdidas aldeas que sus oraciones son inservibles, que no están ajenos a la miseria ni a la hecatombe de la cordialidad y la afectividad humanas, que son solitarios y egoístas, más pedantes que algunos gobernadores. En esos tres frentes es necesario emprender campañas de esclarecimiento para «sacudir la modorra», concepto que espero hayan comprendido después de haber atravesado mis escarceos -concluyó Valdemar.
-Muy bien -dijo Maxi, que dejó de comerse las uñas cuando la hija del vecino le entregó su copita. -¿Alguien quiere rebatir este mensaje? -preguntó a la audiencia.
Uno de los parapléjicos, más precisamente el tuberculoso, llamado Hugo, se adelantó con modorra al estrado.
-¿Puedo yo? -inquirió con timidez.