Los Deformes – Capítulo 10

-Don Julián, que sabe bastante de astrología, tal vez pueda ayudarnos a hallar al culpable -dijo él.

-¿Cómo? Si todo sucedió hace más de cinco años…

-No seas incrédula: así como pudo cometerse con tanta impunidad una maldad de esta especie, es posible que la misma persona continúe practicándola junto a tantas otras. Para empezar, debemos vigilar el recorrido de la línea de colectivos usada. Yo hablaré con Nicolás y le pediré que le describa los rasgos del malvado a Mariana, así obtendremos su identi-kit.

-Sos demasiado iluso -lo interrumpió ella.

-¿Para qué me lo has contado entonces? Vos sabías cómo iba a reaccionar -se quejó él.

-Ahora ya te lo dije. Tratá de olvidarte de consultar a adivinos y de hacer pesquisas detectivescas.

-Vos no te preocupes. Te agradezco que no me lo hayas ocultado.

Desde abajo les llegaban las palmas de las niñas aplaudiendo una interpretación de Juana. Gustavo encendió la luz, abrió las ventanas y recibió una fresca brisa nocturna. El cono de luz del oeste se había esfumado. En la casilla de don Alberto sonaba su radio a alto volumen.

-Ya pasaron más de quince minutos del horario estipulado -le dijo Cecilia.

Ella le dio un beso en la oreja que él ni registró. Seguía absorbiendo el aire cuyo olor a eucalipto lo embriagaba, le hacía olvidar su reciente deseo vengativo, arrullándolo con ternura, igual que el cielo reluciente, cargado de estrellas, y los aviones que atravesaban el instituto rugiendo hacia el este, aterrizando con variados estilos. Cuando volvió su rostro ella ya se había ido. Gustavo se sentó e introdujo algunas modificaciones en el diseño del implante que estaba fabricando para Nicolás. La casa se encontraba extrañamente silenciosa. Más que procurar la ingeniería de campos eléctricos que no agredieran los tímpanos de su paciente, escribió rápidamente un par de estrategias que pudieran darle algo de justicia a la horrible historia de Cecilia. Imágenes confusas se le habían grabado en el alma. La pasmosa indiferencia y miserable alienación del hombre moderno se le representaba como una realidad palpable: muchos pasajeros, la mayoría elegantemente trajeados, con walkmans o celulares, best-sellers y portafolios con candados dorados presenciando, con la misma idiotez que traslucen cuando se plantan ante las pantallas de sus televisores, cómo le rebanaban la oreja a Nicolás. Y el grito posterior del niño, un chillido agudo, como el de una máquina de cortar carne, les avisa que salgan de su encierro mental, de su brutal desapego del sentido común, de su derrumbe moral y espiritual, y su hundimiento en un egoísmo penoso e insalvable. Pero nadie lo escucha, están concentrados en sus estúpidas mojigaterías y en sus tragedias personales, sólo advierten lo sucedido cuando el niño cae desmayado sobre las piernas regordetas de una anciana que viaja en el asiento medio del fondo. El borracho, sin recordar lo que acaba de hacer, debería estar vomitando las raíces de algún árbol. ¿Quién merecerá el castigo mayor? Si las cruzadas por reformar y evangelizar al hombre no fueran completamente inútiles, estaría convencido de que el único que merece la horca es el maloliente. Pero la bajeza está totalmente generalizada y acudir a la ley sería ridículo. La carroña ha trepado por sus instituciones hasta infectarlas a todas. El recuerda unos cuantos ejemplos porque se da el lujo de leer los diarios. ¿De qué le serviría descubrir la insanía de los pasajeros, recordar los mecanismos de corrupción más pérfidos que rigen el mundo, si tenía que buscar a un borracho que podría estar tirado en la banquina de cualquier ruta del país? Al plantearse este interrogante, escuchó la clave que tenía concertada con Nora (un golpe seco seguido de tres breves repiqueteos) tocada con energía sobre la puerta.

-Adelante.

-Estamos esperándote -le dijo la manca, que ingresó al laboratorio-habitación escoltada por Florencia, ataviada con una pollera nueva que había elegido doña Juana.

Gustavo vio que se había llenado la cara de ungüentos.

-¿Puedo preguntar qué te ponés? -le preguntó.

Ella se reclinó sobre su muleta izquierada.

-Nada, recordá que hoy viene Rafael y quiero estar linda.

-¿Ya bajaron los planos? -preguntó él.

-Está todo en su justo lugar. Martín ya enchufó la videocassetera, ahora está entreteniendo a los pacientes con una película cuyas acciones transcurren en un manicomio. No creo que les esté amenizando la espera -contestó Nora.

-Creo que la ví; recuerdo agradables escenas de ella, ¿por qué afimás eso?

-Dialoguen en el camino pero vamos de una vez -terció Florencia, apuntándolos con una muleta.

Gustavo apagó las luces y cerró las ventanas. El viento soplaba ahora con mayor fuerza, provocando el vuelo de un par de recibos olvidados que cayeron cerca de la cama. Nora los recogió y los puso otra vez en el escritorio, bajo el botiquín de Gustavo, que había adoptado un porte serio.

Hoy concluía el adiestramiento teórico. Los internos ya estaban aburridos de la cháchara de sus instructores. Deseaban pasar a la etapa militar. Jamás habían esgrimido un arma de fuego, y sin embarazarse por ello, estaban ansiosos por estrenar las granadas.

Gustavo y sus ayudantes caminaron en la oscuridad por un estrecho pasillo que comunicaba a la casa de los Murúa. En su subsuelo se hallaba el búnker de la comunidad. Ahí estaban escondidas las ametralladoras, en medio de una biblioteca. Miles de libros sobre diversos temas: medicinas milenarias (uno de ellos era un apéndice titulado «Composiciones químicas destructoras» y otro «Historia de los venenos asiáticos»), profetas e intelectuales comentaristas del Apocalipsis (entre ellos «Las postreras conjeturas de Jesucristo», obra inédita del apóstol San Juan) y tratados de religiones indígenas arcaicas. Como atractivo adicional, Margarita y Fernando tenían allí su colección de arañas y lagartijas, y los panales donde adiestraban a sus abejas. Todos eso estaba amontonado entre distintas clases de armas, y tablas rajadas de diversos tamaños con muñequitos disfrazados de futbolistas prendidos a cañitos de acero, en una pequeña despensa sin puertas ubicada detrás del trasfondo, tapado por una cortina negra, de la gran pantalla donde Martín proyectaba lo que alguien una vez rematadamente mal tradujo como «Atrapado sin salida».

-¿Es esa, no es cierto? -le preguntó Gustavo a Nora mientras descendían una angosta escalera de caracol.

-No, la que vos decís es más horripilante todavía -replicó ella.

-No entendés nada de cine -le aseguró él.

-Y vos no sabés cómo educar a un lisiado -se puso firme ella.

Florencia, enfurruñada por la pelea de ellos, golpeó la tapa de madera de un metro cuadrado del refugio. Martín y Mariana les abrieron, ellos también discutiendo por las imágenes violentas que estaban gozando los pacientes, que apenas intercalaban esporádicos comentarios risueños, mientras alentaban la rebelión de los locos. Continuaron bajando hasta completar el último tramo de la escalera. Desembocaron en la parte trasera del búnker. Debieron deslizarse con cuidado para no remover ningún sable ni derribar los cartuchos de balas que pendían entre los libros. El recinto estaba mal alumbrado por cuatro pequeños faroles de queroseno en cada rincón, y un tubo desajustado en el centro que se prendía y apagaba caprichosamente. Florencia era la que tenía mayores dificultades; como si estuviera en la cornisa de una alta cumbre, atravesaba el espacio disponible de costado, esquivando las puntas filosas de los puñales que amenazaban su rostro lustroso. Del techo provenían unos tubos de hierro a los cuales estaban sujetadas con cadenas las cajas vidriosas donde los vecinos encerraban a sus insectos.

-Aquí ya no cabe más nada -dijo Nora, afilando su muñón con una navaja.

-Más tarde mudaremos las armas al desván -dijo Gustavo.

-Nosotros nos encargaremos -afirmó Martín desde arriba de la escalera.

-¿No falta nadie? -preguntó Gustavo.

-Estamos todos -dijo Mariana.

-¿Por qué no descorremos el telón entonces? -exclamó impaciente Florencia.

-Ahora querrán ver el final de la película -supuso Martín.

-Al diablo, ya provocó varias rencillas -dijo Gustavo, deteniendo la cinta con el botón adecuado.

Un abucheo reprobador atronó en todo el sótano. Mariana desenrolló la pantalla y Nora abrió el telón. Los deformes estaban sentados en desorden, formando grupos mixtos y heterogéneos que despepitaban por la interrupción.

-Faltaba poco -gritaban algunos.

-Pónganla de vuelta -ululaban otros.

-Ya sé que estaban pasando un agradable rato -comenzó a explicar Gustavo, que se había quedado sólo en el púlpito del disertante ocasional (Florencia había ido a posarse junto al cajero mientras que Martín y Nora se quedaron contemplando las nuevas adquisiciones de Fernando y Margarita).

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