La realidad imperturbable de los barrios violentos
Plátanos se ubica en el sur del conurbano bonaerense. Es un barrio con personalidad y renombre de bravo, habitado por un retablo humano variopinto donde predominan obreros de diversa nacionalidad (paraguayos, chilenos y algunos bolivianos), además de una cohorte de nacionales que dependen para su supervivencia de subsidios estatales de toda clase. La tasa de desempleo es alta, afín con las de homicidios y rezago escolar. Los riesgos de la convivencia superan a los normales, y abundan loquitos que se mandan cagadas, como asesinar a sus familias, burlarse de policías y ostentar que están provistos de cuantiosas dosis de buenas drogas. A los jóvenes ya no les gusta juntarse a jugar picados de fútbol, prefieren competir con sus celulares por jueguitos tontos y/o funciones que ayudan a las múltiples actividades de los malvivientes. Es que no se pueden negar las ventajas que proporciona la tecnología a la delincuencia, el potencial que se encierra en cada chiche electrónico que pueda dar algún dato para realizar golpes grandes, de esos que levantan más de cien mil dólares. Además, las chicas se fascinan con las máquinas de última generación, por no hablar de los modelos de autos y camionetas que se agencian cuando se sale a cuatrerear a los «countries» de la zona.
La mayoría de las calles del barrio son de tierra, y los frentes de las casas, en su mayoría, presentan jardines agradables, construcciones hechas a pulmón, sin la técnica del cemento y la escuadra. Arboles y pájaros acompañan a los caminantes platanenses, cada dos o tres cuadras se divisa un típico kiosko-almacén que ofrece productos tibios y baratos, o bien soluciones a quien se encuentra desorientado y anda buscando una vivienda o persona.
Contradiciendo su denominación, en Plátanos no hay bananas, sólo frutales de estación que se comercializan en ferias de plantas. De cuajo, surgen ladridos amedrentadores o disparos al aire que les resultan absolutamente naturales a los lugareños. Escoltado por Ariel y Nano, dos compañeros de juergas y reuniones que conocí azarosamente en un bar de Almagro, residentes del barrio, no me temblaron las piernas. Me movía como si estuviera en mi salsa, en un villorrio tranquilo y querendón. Andaba con mi habitual paso en punta de pies, como si estuviera deslizándome sobre una delicada barra gimnástica, manteniendo un equilibrio etéreo. Mis amigos eran bastante más jóvenes que yo, y tenían más aguante para las bebidas y las mujeres. Ariel le explicaba a Nano la cantidad de alcohol que había ingerido y las chicas con las que había «transado».
-… y esa petisa me tiene loco, tiene un orto y unas tetas la guacha… Y reva al frente la mina, ya se la cogió el baterista.
-¡Sí, loco! Y a mí me gusta Susana, si me da cabida yo le doy.
-Y con el Alemán nos tomamos cuatro birras la otra noche, y laburando lo hacíamos, atendiendo la barra, está rebueno, siempre se acercan las chicas y jodemos bastante.
-A veces se pone espeso, a esos Escalada hijos de puta que vienen a patotear a mi viejo los voy a cohetear –dijo Nano.
-Pará, ¿qué pasó?
-No, que el otro día vinieron a mi casa, mi viejo estaba durmiendo, lo despertaron y le apuntaron con un arma en la cabeza, casi lo matan, si no hubiese llegado en ese momento el Beto, que los sacó a puntazos y ligó un culatazo en el hombro, en este momento lo estábamos enterrando. Lo tuvo que acompañar al hospital, del julepe que tenía el viejo parecía que le había dado un bobazo, a esos hijos de puta los voy a cohetear, y a la vieja de mierda esa, que lo odia a mi viejo, a esa hay que ponerle los puntos también –balbuceó aceleradamente Nano.
Ariel intercambió miradas conmigo, entre jocosas y de asombro. Continuamos charlando sobre cuestiones más vagas. Yo le pregunté a Nano qué opinaba de la situación política y él me aseguró que estaba contento con el gobierno:
-Mi mujer cobra las asignaciones y eso la ayuda un montón. Ella se está por recibir de maestra, ¿viste? Y me dice que la obra de los tipos hace que los pibes sigan yendo a la escuela y a los viejos, aunque sea, los meten en cooperativas de donde rescatan un sueldito, después, cada uno se tiene que procurar la guita y las changas como pueda –apuntó Nano como si fuera un agudo analista social.
De todos modos, mi amigo retomó el tema que lo tenía exacerbado:
-Y estos hijos de puta nos bardean con que somos chilenos, que «chilote de mierda, no vengas a sacarte el hambre a mi país», y ese tipo de giladas nos dicen, nos apuran e insultan por el sólo hecho de ser chilenos, estúpidos que son, cuando vaya con el arma y los calle a corchazos… Me enerva que se la agarren con mi viejo, loco, él pobrecito, es un laburante y tiene todo el aguante, lo agarran cuando está escabiado, claro, si serán cobardes…
Estos pensamientos puros, expresados con la voz airada y fina, del cuerpo pequeño pero compacto de Nano, me hacían reflexionar sobre la levedad de la vida en Plátanos, y algo feo olía. Más tarde Ariel me comentó que Nano no hablaba en serio, que siempre tenía esos arranques, esas ganas de matar a alquien. Que una de sus obsesiones era esperar que entre alguien a afanarlo, en su casa o en la pizzería, agarrar el revólver y cagarlo a balazos, como si fuera un rico de un barrio pudiente, que esos sí tenían la atribución y la habilitación para matar a quien quisieran, total la justicia siempre acaba beneficiánolos a ellos. Eso creía Ariel y a mí me parecía muy apropiado, aunque no creía que lo de Nano fuese un simple blabla.
Un móvil policial pasó lentamente, los oficiales nos contemplaron con mala catadura pero no les dimos relevancia. El barrio estaba bastante calmo, y el ímpetu violento de Nano quedaba desajustado con la paz de su hogar. Sus dos pequeños retoños correteaban por el jardín, jugando con sus animales y con otros vecinitos. Su madre platicaba con unas amigas en la cocina, preparaba su tarea y mantenía aseada la vivienda. Su charla me resultó vagamente atractiva pero debía estar atento a los movimientos de Nano, que estaban examinando unas plantas recién curadas para definir cuál fumar mientras Ariel sacaba fotos con su celular, sin que nadie le preguntara sus motivos. Aproveché la situación distraída de cada uno para ir al baño y deleitarme con su sencillez y calidez. Me lavé la cara y no me contentó el rostro que ví en el espejo. Parecía gordo y viejo, ¿qué pensarían las chicas de mi porte intelectual? Cuando volví, una de ellas, la más joven y atrevida, decía:
-Vos tenés que ir para el frente, esas minitas nos tienen envidia, nos ven jóvenes e inteligentes y temen que les saquemos sus puestos de trabajo.
-Sí, tal cual, vos la ves criticando a las compañeras, y lo hace por costumbre la guacha…
Una de las chicas me miró y le sonreí, como si fuera cómplice de lo que estaban elucubrando.
-¿Y vos quién sos? –me encaró.
-Mariano, soy amigo de Ariel, me encanta la banda.
-¡Ah! Venís de la capital.
-Sí.
-¿Y qué onda?
-Todo tranqui, vengo al cumpleaños de Nano. A él también lo conozco hace bastante.
Ella desvió su atención y volvió a enfrascarse en la charla con sus amigas. A mí me rescató Nano, ofreciéndose un cigarro gordo y humeante de marihuana. Yo le di dos caladas que me relajaron bastante, lo suficiente para tomar sentado un litro de cerveza en menos de veinte minutos. Pronto se agregaron más miembros de la banda de Ariel, el baterista diseñador y el bajista peluquero. Por suerte había más risas que palabras, más pavadas que análisis sesudos sobre lo que se ve en TV, tópico habitual que trata la clase media porteña. En Plátanos había otra visión del mundo, con más olor a tierra y sudor. Los pequeños correteaban y manipulaban juguetes caseros, hechos por un artesano común de Berazategui.
-Acá está bueno, hay que cuidarse un poco de los ratis y las malas yuntas, pero si sos trabajador, si tenés cuero y firmeza para no esquivar el bulto, progresás y llegás a tener de todo: moto, auto, casa, putas, qué sé yo… -dijo el batero.
Visiones del mundo sencillas y de progreso social a través del consumo. Esos muchachos eran de buena cepa pero les faltaba el espiritu comunitario y las almas rebeldes que había ido a buscar a Plátanos. Así que me puse a conversar con las chicas durante el disfrute de las pizzas y vinos variados –la mayoría prefería cerveza en aquel entorno-. Admiraban el hecho de que viviera en la capital, lo que es una auténtica pena porque no tiene nada de encomiable morar en una ciudad regida por algún imbécil completo, como el intendente Macri. Se puede esperar mucha anarquía en la gestión y violencia hacia los más débiles a lo largo de su gobierno, que va ya por su segundo mandato. Yo les dije que me provocaban náuseas estas cosas, que era cómodo para mi trabajo y por estar cerca de la famosa noche porteña, que invita a tantas aventuras amorosas y delictivas, claro, tragándote el sapo de un débil mental en el poder.
-Pero dejate de joder, no puede ser tan malo, nosotros acá nos tenemos que bancar al manco.
-Sí, ya sé, es un bajón pero qué querés que te diga, para mí el nuestro es mucho peor.
El giro político de la conversación podía desinflar el entusiasmo de las chicas, que estaban bebidas y comenzaban a proferir ñoñerías. Angel, un amigo de Nano que trabajaba con él en la pizzería, compartiendo los réditos del negocio clandestino, puso música rockera y el ambiente se animó, dispersándose los congregantes en múltiples corrillos. Los porros seguían circulando y los vasos se rellenaban con bastante frecuencia. Llegó el papá de Nano, que era un albañil chileno, de adorable humildad e ideas rebuscadas. También un par de hermanos que estaban constantemente hablando por celular o mandando mensajes de texto. Nos reímos un buen rato, haciendo bromas tontas sobre la resistencia de cada uno tanto con el alcohol como en el sexo. Miré al cielo y vi muchas más estrellas que de costumbre, su negrura se apreciaba con claridad. No había construcciones que lo ocultaran, como en la maldita «capital». Un pesado cansancio comenzaba a apoderarse de mis miembros, los estimulantes mentales me estaban abotagando. Fui hasta el baño y la descarga de orina me relajó, me senté en el inodoro a pensar sobre el cumpleaños de Nano, cómo me hubiese gustado ser protagonista de un evento similar, con gente de barrio y de buen corazón. Me acerqué al espejo y preferí cerrar fuerte los ojos antes que verlos desorbitados o coloradísimos. Ya era tarde, me había provisto de buenas hierbas y nuevos amigos pero me esperaba mi compañera en casa, mimosa y caliente, me dieron ganas de volver. Se me acercó Ariel y le dije:
-¿Y cómo mierda me voy de aquí?
-Un remís no te vas a tomar, no seas careta. Pará, que voy a hablar con Nano.
La cosa fue expeditiva. Enseguida vino el petiso con el Alemán y en una muestra de aprecio, me regaló unos minutos más de conversación. Luego, me dijo:
-Seguime, te llevo en moto a la parada del 183.
Chocho, hice un saludo general y encaminé hacia los pasos de Nano, que se detuvo un segundo para avisarle a su mujer que salía un rato. La ausencia del cumpleañero no se iba a extrañar, y siempre es necesaria durante un buen rato, para captar la atención de los presentes, aquellos asistentes a una velada deliciosa en el conurbano bonaerense.